lunes, 28 de noviembre de 2011

Números

Erase una vez un hombre obsesionado con los números. Si tal vez has escuchado historias de este tipo, te preguntarás “¿obsesionado con los números? ¿Con qué número?”, pues bien, la respuesta es: todos. Este hombre estaba obsesionado con todos y cada uno de los números de su vida.

Pero esa obsesión tenía un origen bastante razonable. Nuestro protagonista estaba obsesionado con los números porque eran lo único que le ayudaban a recordar. Su memoria no le daba las herramientas necesarias para recuperar sus recuerdos, así que él inventó la suya propia. Los números le daban la posibilidad de tener un pasado, aprender de él y prepararse para el futuro.

Desarrolló su sistema cuando era bastante pequeño, siendo un niño de nueve años ya presentaba graves problemas de memoria. El sistema era sencillo. Por ejemplo: tomaba el número de horas que estuvo despierto, lo sumaba al total de personas que estuvo en su casa en un día determinado, lo dividía entre su edad para el momento y el número resultante era el que le recordaba su noveno cumpleaños. La parte que hacía peculiar y secreto su sistema era el hecho de que siempre cambiaba los eventos a sumar, restar, multiplicar o dividir en función del día, así que nadie nunca podía descifrar un patrón y jugar con sus recuerdos.

Podrías preguntarte “¿cómo recordaba aritmética?”. La respuesta es simple: sus habilidades no se veían afectadas por su problema de memoria, sólo sus recuerdos. También es posible que te preguntes “¿en qué manera lo ayudaban esos números a recordar?”, déjame decirte que le ayudaban de gran manera; lo increíble de la memoria de este personaje es que cuando veía sus números, los recuerdos aparecían claramente ante sus ojos, aunque por un período muy corto de tiempo. Unos minutos después su mente volvía a la oscuridad.

Cuando era niño andaba para todos lados con una pequeña libreta donde iba anotando todos los números que le servían para recordar. Había días en los que se la pasaba anotando códigos y otros, más aburridos o embarazosos, donde escribía muy pocos o ninguno.

A partir de ahí fue asociando todo con números, no sólo sus recuerdos. Lo que iba empezando como una necesidad fue tomando forma de obsesión. Con el pasar de los años, los códigos se hacían más complicados y no sólo se limitaban a sus memorias, sino a hechos triviales como la cantidad de autobuses que pasaban a diario por su cuadra.

Cuando se hizo mayor concluyó que el papel era un receptáculo muy frágil para su memoria, así que tomó la decisión de pasar la tinta de las libretas a su piel y empezó a tatuarse por todo su cuerpo los números que le servían de llaves para las puertas de su pasado.

A medida que avanzaba el tiempo, los tatuajes iban alcanzando partes de su cuerpo que no podía ver con facilidad, así que construyó en su apartamento un cuarto de espejos, donde podía mirar cada ángulo de su cuerpo y recordar lo que quisiera.

Un día se paró en el medio de su sala de espejos y empezó a repasar los números que estaban tatuados en su cuerpo. Mientras los recuerdos iban y venían en su cabeza, un pensamiento empezó a crecer en su cabeza y se fue haciendo más y más grande hasta que estalló en lo más profundo de su obsesión numérica y movió las bases de su realidad: no sabía cuántos números había tatuados en su cuerpo, lo que para él era imperdonable.

Sabía exactamente cuántos libros había en su casa, el número exacto de víveres que tenía en la despensa, cuántos miembros había en su familia desde tres generaciones atrás, sabía cuántas personas vivían en cada apartamento de su edificio, sabía cuántas veces en promedia sonreía al día la chica que vendía flores en la esquina y de esa manera, al haber una variación, darse cuenta de si pasaba algo. De esa manera, era absurda para él la idea de no saber cuántos números tenía tatuados en el cuerpo.

Rápidamente empezó a contarlos, pero eran tantos y estaban tan juntos que se perdía o los agrupaba de una manera incorrecta. Lo intentó, lo intentó, lo intentó, pero no lograba nada. Era incapaz de distinguir con claridad esos números que conocía tan bien.

Se empezó a preguntar entonces si había estado leyendo bien los números durante todo ese tiempo, si sus recuerdos eran reales, si el pasado que creía tener existía de verdad. Se desplomó en el piso y desde allí siguió intentando contar los números, empezando una y otra vez, una y otra vez…

Muchos años después, en un asilo para enfermos mentales, su cuerpo dejó de funcionar y falleció… Pero él realmente había muerto el día en que se perdió en aquel laberinto de números y recuerdos.

viernes, 28 de octubre de 2011

El Evangelio Según...

I
Nada...
Al principio sólo oscuridad.
Una gran masa de caos
Ocupando todo el espacio existente.
Consumiendo cualquier indicio de vida
Cubierta por una densa capa de frío y hostilidad
Alimentada por un profundo silencio
Que se propagaba en todas direcciones
Entristeciendo cada rincón
Y ahogando cualquier foco de luz.
Una gran masa de caos
Ocupando un "todo" inexistente
Nada...
Al principio sólo oscuridad...

II
En un parpadeo ocurrió...
Fue una explosión de vida y júbilo
Tan horrible como hermosa,
Tan espeluznante como fascinante.
Cada ángel tocó su parte en esa sinfonía..
En la música de la Creación.
Y el caos fue deshecho
Y sustituído por la armonía.
El frío fue transformado
En una cálida brisa de felicidad.
El silencio fue roto
Con el estruendoso coro de la paz.
Cada rincón estuvo impregnado de Su escencia.
Y se sentó a ver lo que había creado
A admirar su trabajo...
Feliz con lo que había hecho
Y desconocedor de todas las tentaciones y amenazas...

III
Triste, cansado... decepcionado...
Después de todo lo que les he dado.
Los ayudé una y otra vez,
¡Nunca los abandoné!
Abatido, exhausto...
Sin poder creer todavía
El parásito que creé,
Las mentes débiles que formé
El mal que ignoré
La bondad que malgasté...
Mi sueño destruido,
Mi mundo ha caído...
Todo lo que con esfuerzo forjé
Poco a poco ha sucumbido:
Ese indiferente frío... el gélido silencio
La hostilidad... otra vez el caos.
Y ahora se le suma la maldad...
Todo se ha vuelto como al principio
Nada de lo que hice volverá jamás...
Nada...
Al final, sólo oscuridad...

viernes, 9 de septiembre de 2011

La Mansión del Conde Cánibe (Parte II: La Maldición)

Nunca se le había pasado por la cabeza analizar esas desapariciones. Eran lamentables, sí, pero ese tipo de cosas solían pasar. Más aún si la gente andaba por esa zona de noche…

Eso… Todos habían desaparecido caminando por ahí en la noche. Pero eso no era nada muy raro. ¿Podría haber algo más? Damon había empezado a sudar. Por alguna razón buscaba coincidencias entre los desaparecidos como si de eso dependiera su vida. El Conde Cánibe lo observaba, paciente, bebiendo de su cáliz de madera.

¿Qué podrían estar haciendo todas esas personas caminando por ahí en la noche? En una comunidad tan pequeña las noticias, los chismes corrían muy rápido. Algo tenía que haber escuchado… Algo…

-  Todos habían sido invitados a cenar con usted- las apalabras salieron de su boca casi de manera automática, antes de que él entendiera lo que significaban- su respiración se aceleró y sus ojos se clavaron en el Conde, mientras deseaba que sus palabras no fueran ciertas.

-  Eres un hombre inteligente, Damon- el conde parecía divertido.

-  Pero usted siempre dijo que ellos no habían llegado a su palacio- Damon estaba empezando a sentirse débil a causa del pánico ¿o era por la comida?

-  Eso dije. Es mi palabra contra la de cualquiera de ustedes- el Conde terminó el contenido de su cáliz y lo saboreó con gusto-. Verás, Damon, es algo de lo que no estoy precisamente orgulloso o feliz. En mi último viaje me topé con una extraña mujer que aparentemente siente odio hacia cualquier ser con dinero o un título nobiliario o ambas. Esa mujer me vio pasar y me lanzó una maldición… No recuerdo las palabras exactas Damon, pero en líneas generales, ella me condenaba a no poder saciar mi hambre ni mi sed como lo hacen las personas normales… Sino con la carne y la sangre de mis iguales…

-  E-eso… Eso es horrible, señor- tartamudeó Damon, quien había perdido todo el color de su cara.

-  Ciertamente es horrible, Damon- el Conde miraba al vacío, mientras paseaba sus dedos por los grabados del cáliz de madera-. Al principio no le hacía caso. Pensaba que eran más habladurías, supersticiones sin sentido. Sin embargo Damon, por insólito que suene, la comida de aquí no me saciaba… No sentía ni el vino ni el agua pasar por la garganta cuando los bebía… Y la maldición de la mujer retumbaba en mis oídos.

El corazón de Damon latía a una velocidad insospechada. Era por eso que el Conde no había comida nada, no tenía sentido comer algo que no le quitaría el hambre. Y si ninguna bebida podía refrescarle o mitigar su sed, entonces aquello en los cálices… Damon vomitó sobre la mesa.

-  Supongo que eso es porque te acabas de dar cuenta de que lo que acabas de tomar es sangre- dijo el Conde Cánibe, otra vez con todo divertido-. Tardaste menos que los demás en enterarte… Más específicamente, era la sangre de Dora… Bastante buena, por cierto…

-  Usted… U-usted es un monstruo- Damon apenas podía articular las palabras. La mezcla de miedo y rabia que experimentaba en ese momento no lo dejaba pensar con claridad- ¿Por qué nosotros?- fue lo que alcanzó a preguntar.

-  Eso es más sencillo, Damon. Simplemente estaban cerca. Tan sencillo como eso… Debo comer carne humana y tengo a un montón de campesinos viviendo en mis tierras… Es sencillo… Ustedes estaban allí en el momento y lugar adecuados… O equivocados, dependiendo del punto de vista desde donde lo veas- el Conde sonrió.

Damon intentó moverse, escapar, defenderse, pero se encontró con que no podía mover su cuerpo. Estaba postrado en aquella silla, paralizado. El pánico lo había llevado a las lágrimas.

-  No hay manera de que escames Damon- dijo el Conde, sereno-. En todo lo que comiste y bebiste hoy, hay un potente sedante que ya debe haberte paralizado el cuerpo. No sentirás nada. Bueno… casi nada.

-  Usted es una bestia, un animal, un degenerado… No tiene perdón…

-  Damon… Damon, no me digas eso. Recuerda que yo no decidí ser así… No es mi culpa…

Lo último que vio Damon fue al Conde Cánibe caminando hacia él, con una horrible sonrisa y un hilillo de saliva bajando por la comisura de su boca. Tenía hambre. Era hora de comer.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La Mansión del Conde Cánibe (Parte I: La Cena)

La noticia de que el Conde quería verle corrió como la pólvora. En aquellas tierras ese era más o menos el mayor logro al que un hombre de su clase podía aspirar: una cena con el Conde Cánibe. A pesar de todas las historias horribles que corrían por ahí acerca de su maldad, atrocidad y falta de corazón, él era el dueño de aquellas tierras y había que mostrarle respeto y admiración.

Desempolvó sus mejores ropas. Aquellas que esperaba usar únicamente en los matrimonios de sus hijas y esperaba que le pusieran en su funeral. Pero esta ocasión ameritaba ese lujo. Si bien su traje estaba raído por las polillas y olía a humedad, esperaba que el Conde Cánibe tomara en cuenta lo que significaba estar utilizando ese traje.

Se preguntaba exactamente qué era lo que había hecho que el Conde posara su atención en él. Sin embargo aquello era más o menos una pregunta retórica. Él tenía una idea bastante clara de por qué había recibido aquella invitación: sus cosechas  habían sido las mejores de aquella región en los últimos tres años. De seguro el Conde quería conocer al genio detrás de todo ese éxito. Tal vez quería darle un bono especial, felicitarlo y agasajarlo directamente. Cuando llegó la hora, su esposa e hijos lo despidieron como a un héroe que parte a una campaña heroica.

El palacio del Conde Cábibe era una mansión enorme de tres pisos, con un extenso jardín en frente custodiado por una exquisita verja de bronce que exhibía un gran cuervo encima de la puerta. Ciertamente aquella edificación era imponente y atemorizante, pero lo que esperaba detrás de esas puertas lo impulsaba hacia adelante.

Las puertas se abrieron aparentemente solas al momento en el que pisó el umbral, dando  paso a un largo pasillo apenas iluminado por unas cuantas velas. El techo era tan alto que las luces no alcanzaban y el suelo emitía un tenue per firme y consistente eco con cada paso que daba.

-       Por aquí Damon. Al final del pasillo. En el comedor- dijo una suave voz masculina que resonó en el pasillo.

Damon se sobresaltó un poco al oírla, pero empezó a caminar inmediatamente para encontrarse con su señor.

El comedor era una estancia amplia. Sólo había un par de cuadros en las paredes y, al igual que el pasillo, las velas que había en las paredes sólo lo iluminaban parcialmente. En el medio de la sala se encontraba la mesa del comedor. Era larga, aunque no tanto como Damon se la había imaginado, y estaba presidida por una magnífica silla alta tallada en los posa brazos y el espaldar.

-  Aquí- se limitó a decir el Conde, con su voz que parecía acariciar las palabras mientras estas salían, señalando la silla que estaba a su derecha-. Siempre me pregunto por qué tengo una mesa tan grande si solo yo voy a comer. A veces invito a alguno de mis criados a cenar conmigo…

-  Eso es bastante generoso de su parte, señor- dijo Damon muy educadamente, mientras se sentaba con cautela junto al Conde.

-  Al contrario. Ellos son los generosos. Casi nadie quiere comer conmigo, dadas las historias que andan corriendo por ahí- el Conde sonrió ampliamente y Damon se limitó a asentir tímidamente con la cabeza-. Pero de eso hablaremos más tarde. Me imagino que te estás preguntando por qué el Conde Cánibe ha invitado a un simple campesino a cenar con él…

-  El recibir una invitación de su parte es un privilegio que un hombre como yo no debe cuestionar, señor- comenzó Damon, con el temor y la admiración plasmados claramente en su voz-, pero igual no puedo dejar de preguntar el por qué, dado lo inusual de esta situación.

-  Claro, claro. Es comprensible- el Conde volvió a mostrar su encantadora e intimidante sonrisa-. Está bien que te preguntes cosas, Damon. De las preguntas que nos hacemos es que abandonamos la ignorancia y partimos hacia la sabiduría. Recuerda eso siempre.

-  S-sí señor. Sabiduría- contestó Damon, titubeante.

-  En fin. La razón por la que te llamé Damon, en principio es porque, como ya te dije, yo vivo solo acá y de vez en cuando me gusta tener compañía para la hora de cenar. No es agradable comer solo- en la voz del Conde podía percibirse, muy sutilmente, cierto dejo de tristeza, de melancolía-, entonces llamo a alguno de los campesinos que habita mis tierras para charlar un rato y ponerme al corriente, de primera mano, de todo lo que sucede, de lo que se habla…

-  ¿Por qué habría de interesarse usted en lo que pasa con nosotros, señor?- preguntó Damon, realmente extrañado.

-  Ah, Damon. Ustedes piensan que soy un monstruo despiadado ¿cierto?- soltó una risita triste-. Pero lo cierto es que ustedes me importan, Damon. Son mi gente. Ustedes son parte importante de mis ingresos, de esta riqueza que ves a tu alrededor. Debo asegurarme de que la máquina está funcionando bien- sonrió.

-  Claro señor. Eso tiene mucho sentido. Disculpe mi estupidez al pretender cuestionar sus acciones.

-  No te preocupes, Damon. Yo sé por qué piensas así- contestó el Conde, en tono compasivo-. Cambiando el tema. Te he convocado también porque sé que eres el mejor agricultor de estas tierras y eso merece ser agasajado.

-  Por favor señor, no es la gran cosa- Damon pretendía aparentar desinterés hacia el cumplido del Conde Cánibe, pero su pecho se le adelantó y se hinchó de orgullo.

-  Claro que lo es- dijo el Conde, sonriendo-. Ahora a lo que vinimos. A comer. ¡La cena!

Apenas estas últimas palabras salieron de la boca del Conde, una serie de criados aparecieron con gran cantidad de fuentes y bandejas llenas de todo tipo de comidas. Pollo, pavo, carne de res, de cerdo, de cordero, de conejo, ensaladas; toda una variedad de comidas que Damon ni siquiera había soñado jamás. El olor de aquella comida eran tan exquisito y tan abrumador que llegó a marearlo por un momento, pero pudo reponerse para empezar a pasar comida de las bandejas para su plato.

Al principio trató de contenerse, pero la presencia de toda esa comida de tan buena calidad terminó por sobreponerlo y empezó a comer con las manos, a una velocidad absurda, como si nunca hubiera comido en su vida. Aunque a decir verdad, al comparar esa comida con la que él comía en su casa, era como si nunca hubiera comido en su vida.

El Conde Cánibe lo miraba con una mezcla de diversión y repulsión en su cara. Damon no levantó mucho la cara de su plato, pero cuando lo hizo, nunca vio al Conde comiendo algo. Siempre estaba cortando algo o pasando porciones de una bandeja a su plato, pero nunca lo vio masticando o llevándose algo a la boca.

Cuando Damon estuvo saciado se reclinó en el espaldar de su silla y respiraba como si acabara de correr 500 metros.

-  ¿Satisfecho Damon?- preguntó el Conde, reprimiendo una sonrisa burlona.

-  Podría apostarlo señor- contestó Damon, sobándose la panza que había crecido un par de centímetros.

-  Ya que hemos comido, Damon, cuéntame algo. ¿Qué opinas de lo que se dice de mí por ahí?

-  ¿A qué se refiere, señor?- preguntó Damon, enderezándose en su silla y sin poder ocultar del todo que estaba empezando a ponerse ansioso.

-  No te hagas el desentendido, Damon- dijo el Conde, riendo-. Yo s lo que se habla de mí. O al menos me han llegado algunos rumores… ´Quería confirmar que de verdad se dice por ahí lo que ha llegado a mis oídos. Si pudieras contarme, estaría muy agradecido…

-  Bueno señor, le contaré. Pero sólo porque usted ha insistido. Quiero que sepa que yo me rehúso a creer esa clase de cuentos de camino- Damon se acomodó en su silla. Se veía claramente incómodo, pero el Conde Cánibe lo miraba fijamente, esperando sus palabras-. Verá, al principio parecía un juego de niños. Pero empecé a escucharlo de adultos también… Dicen que usted es un monstruo, señor. Que come carne humana y también bebe sangre de personas.

En ese momento uno de los sirvientes llegó con un par de cálices de madera bellamente tallados. Dejó uno delante de cada hombre y se retiró. El Conde, con un leve gesto, invitó a Damon a que probara la bebida que tenía en frente.

Era una bebida un poco más espesa que el vino. Su sabor no era muy marcado, sin embargo a Duncan le pareció muy familiar. Le atribuyó esa familiaridad a las plantas que le habían puesto a la bebida para realzar su sabor, darle más fuerza. Antes de que pudiera preguntar acerca de la bebida que estaba degustando, el Conde habló.

-  Entonces, soy un monstruo que se alimenta de humanos- el Conde veía su cáliz con satisfacción- ¿Cómo habrán inventado esas historias?

-  No lo sé, señor- dijo Damon, con genuina ignorancia-. Ha habido desapariciones… Gritos… La gente dice que todo ha sido alrededor de su casa, señor. Pero son todo coincidencias o inventos… la verdad la gente no tiene nada concreto…- le dio otro trago a su misteriosa bebida y respiró hondo.

-  Ya…- el Conde bebió también y se quedó mirando a Damon por un rato. Luego continuó-. Dime algo, Damon. Piensa un poco y dime ¿qué tienen en común todas esas personas que han desaparecido últimamente?

Damon no pudo evitar quedarse viendo al Conde fijamente, lleno de confusión ante aquella pregunta. 

viernes, 19 de agosto de 2011

Carta (Perdido Entre Recuerdos)

Buenas noches, amigo del alma.
Espero que estés bien en esta fría noche; noche extremadamente fría, a mi parecer, para ser una noche de verano... ¿o es otoño ya? La verdad no estoy seguro. No estoy seguro de nada por estos días. No puedo estar seguro ni de mis palabras, aunque las esté escribiendo, como ahora, y pueda revisarlas más adelante. No puedo estar seguro de nada que surja de mi mente, pues mi mente ya está expirando. No puedo estar seguro ni siquiera de haberte saludado. Buenas noches, hermano, amigo del alma. Qué noche tan fría en esta primavera.

Frente a mi, en mi escritorio, veo un montón de cartas con tu nombre. No puedo estar seguro de si son cartas que me has enviado y no me he dispuesto a leer, o son cartas que te he escrito y no he tenido la lucidez de enviarte. Cualquiera que sea el caso, no las he abierto, pues me aterra su contenido. Me aterra el hecho de que esas cartas confirmen mi creciente demencia.

Veo esas cartas y por alguna razón recuerdo a tu madre. Qué grandiosa mujer. ¿Podrías saludarla de mi parte? Tienes suerte de la madre que tienes, tan sabia, tan audaz, siempre con el comentario adecuado en el momento adecuado. Tu madre... Cómo lamento su muerte. Parece mentira que haya pasado tanto tiempo desde que murió. Oh, qué consuelo me traería escuchar los consejos de tu madre, como los escuchaba hace un par de días. Qué consuelo le traería a esta mente divagante escuchar sus consejos.

Espero que estés bien, hermano, tú y los tuyos. Supe de tu nuevo hijo. Otro varón. Qué dicha. Espero que caigan sobre él todas las bendiciones del cielo. Tu madre ha de estar emocionadísima por su nuevo nieto. Tu madre... Qué mujer... Salúdala de mi parte.

Amigo has de saber que me encuentro perdido. Perdido en mis pensamientos, perdio en mis palabras, perdido en mis recuerdos... Y mis recuerdos se me pierden mientras trato de ubicarme. Desearía haber muerto antes de entrar en este infierno. No tienes idea de lo desesperante que es. Estoy perdido, hermano mío. No me encuentro ni en mi arte. No reconozco mi letra, mis trazos. Casi no reconozco mi rostro y apenas puedo reconocer las voces de las personas con las que vivo. Es un infierno.

Amigo, ¿recuerdas aquella tarde invernal, no muy diferente de esta, cuando reíamos y bromeábamos sobre nuestro futuro? Éramos jóvenes y ambiciosos. Sólo deseábamos un retiro tranquilo y disfrutar de la gloria de nuestras obras. Yo no puedo cumplir ese sueño, pues mis propias obras me resultan ajenas. Ojalá tú sí puedas...

Dicen que nadie muere de verdad, ni nada está totalmente destruido, mientras haya alguien que le recuerde. Pues bien amigo en mío, en ese caso yo soy la muerte entonces, pues en mí mueren todos los recuerdos. No existen las memorias.

Ahora me encuentre frente a esta hoja de papel con tu nombre en el encabezado y supongo que te estoy escribiendo una carta... ¿o ya la había terminado? De cualquier manera, buenas noches, amigo del alma. Una noche extremadamente fría, a mi parecer, para ser una noche de verano... ¿o es otoño ya? La ver dad, no estoy seguro...

sábado, 13 de agosto de 2011

Crónica de un Suicidio

El grito de "¡eres un inútil!" de su padre, todavía retumbaba con fuerza en su cabeza; y la mirada de decepción de su madre pesaba sobre él, igual que unos minutos antes. Les dejó sentir su ira con un portazo que de seguro se escuchó en todo el vecindario. Se paró de espaldas a su casa, limpió las lágrimas que brotaban llenas de ira de sus ojos, respiró hondo y empezó a caminar, con determinación, hacia ese destino que ya había seleccionado para sí mismo un tiempo atrás.

Algo debió haber hecho en su vida pasada. Algo grande y malo, pues esta vida que le habían dado era totalmente un asco. Padres que no lo apreciaban, amigos falsos, un trabajo que apestaba, una universidad inservible… un fracaso tras otro… por más que intentaba no había manera en que esas muy pequeñas cosas buenas que se suponía había en su vida, pudieran opacar todas las cosas malas que estaba seguro que existían.

Pisaba con fuerza mientras caminaba a paso rápido. Pisaba con ira, como intentando que el mundo sufriera de igual manera a como él estaba sufriendo. La gente lo miraba, como si fuera un animal extraño. Siempre lo hacían. Por lo general no les hacía caso, pero ese día sus miradas sólo hacían que estuviera más seguro de su decisión. Llegó a la estación de metro y pidió un boleto de ida únicamente, pues no pensaba volver.

El andén estaba algo lleno para esa hora, sin embargo eso no pareció ser un inconveniente; tal vez si había gente viéndolo se sentirían un poco culpables. Un poco de nerviosismo lo atacó, pero supo disimularlo y concentrarse en su objetivo.

Vio la pequeña pantalla que colgaba del techo… quince minutos… sólo quince minutos para la llegada del tren… quince minutos y la cara de ira y decepción de sus padres aparecía con cierto aire de tristeza en su cabeza.

Diez minutos… y la imagen de su jefe echándolo apareció de la nada en su cerebro… diez minutos y las voces de sus profesores reprendiéndolo por su bajo rendimiento sonaron con fuerza en sus oídos.

Cinco minutos… la escena de su novia besándose con su mejor amigo no tardó en aparecer, acompañada del estúpido “esto no es lo que parece” de ella y de la risita burlona de él.

Un minuto… y después de saltar… ¿qué? Y todas esas metas inconclusas ¿qué? ¿Realmente era mejor escapar en ese momento? ¿Cómo quedaría su imagen si lo abandonaba todo a ese punto?... Sonrió…

Caminaba con paso firme de vuelta a casa, con una gran sonrisa en su cara. Ver la pequeña luz del tren aparecer por el túnel fue, de alguna manera, revelador para él. Se dio cuenta de que la verdadera diversión de la vida estaba en todos los problemas que ésta traía consigo… de resolverlos. De mantener sus sueños en mente y abrirse paso entre la adversidad para lograr el éxito.

martes, 28 de junio de 2011

Historias Aleatorias: El Pintor de por mi casa.

Hace unos días, unos meses, apareció cerca de mi casa un personaje bastante particular. Uno de estos hombres de las calles, los populares “recojelatas”, “loquitos”, “piedreros”, solo que este es diferente… este es un pintor.

Así mismo, un pintor… El hombre tomó una parte de la calle, cerca de la estación de metro, y ahí montó su taller de pintura, con sus lienzos improvisados y sus obras, pintadas a mano. Sin usar ningún pincel. Como para que no haya nada que pueda distorsionar lo que sus dedos quieren plasmar en el “lienzo” que utiliza.

Y pongo lienzo entre comillas porque realmente no utiliza lienzos propiamente dichos… el presupuesto no le da para eso, no. Una de las cosas que más me atrapa de su trabajo es el hecho de que utiliza como lienzo cualquier cosa que encuentre en la basura: un saco de plástico, una mesa rota, un copete de una cama, en fin… cualquier cosa…

La pintura si es un misterio para mí el cómo la consigue. No se si se la regala la gente, si la encuentra en la basura, si la compra con algo de dinero que consiga por ahí… Lo cierto es que siempre tiene pintura… pintura de todos los colores que pueda necesitar… Creo que así es feliz. Mientras tenga pintura y un sitio donde esparcirla, ese hombre será feliz.

En cuanto a la calidad de su obra… realmente a mi me parece excelente. Su cuadros son cuadros, no pinturas de cavernícolas. El tipo de verdad se esmera pintando y puedes ver una obra de calidad una vez que lo ha terminado. Sin embargo bueno… lo mío no son las artes plásticas, así que no se mucho de pintura, por lo que mi juicio no es el mejor…

Pero tal vez de eso anda huyendo él. De críticos despiadados que muchas veces nunca han logrado pintar nada, pero que destrozan con palabras ofensivas e irónicas las obras de otros y esperan trabajos utópicos de parte de los artistas para que ellos puedan aprobarlas. Tal vez él sólo quiere que la gente reconozca sus pinturas por lo que son: pinturas bien hechas. Punto.

Y más de una vez lo hemos visto consumiendo su “musa”, entregarse a los brazos de la adicción que lo ha llevado a ese estado en que se encuentra ahorita. Pero realmente no se le puede juzgar, o al menos yo no puedo… Pues nadie sabe las presiones a las que pudo haberse visto sometido en años anteriores… Además, con él pasa como con los músicos, actores y demás artistas: al ver la calidad de su obra, eres capaz de perdonarle casi cualquier cosa.

Solo pinta paisajes. Paisajes y animales. Como tratando de darle frescura a toda esta selva de concreto en la que vivimos. O tal vez dibuja aquellos lugares a los que le gustaría escapar… lugares que probablemente solo existan en su cabeza… lugares que quizás haya visitado en algún otro momento de su vida, cuando su mente estaba un poco más clara…

Pinta paisajes… pinta libertad… una libertad que él gana al pintar lo que quiera, cuando quiera, como quiera, donde quiera. Una libertad de la que carecen muchos que tienen una “vida normal”. Una libertad por la que matarían muchos de los que lo tienen “todo”… Una libertad pura, genuina… Libertad llena de felicidad… Porque él, ahí donde está, sin hogar, sin familia, sin trabajo, sin dinero… él ahí, haciendo lo que más le gusta… es feliz…

viernes, 8 de abril de 2011

Kitty

Kitty Genovese se arreglaba
se peinaba, se alistaba
para salir.
Dispuesta a pasar 
un día aburrido 
de esos que no tienen fin.

Sus vecinos la miraban,
murmuraban, se hablaban
de las locuras de la chica.
En el fondo
ellos sentían envidia 
por la manera en que vivía.

Alguien la esperaba,
la acechaba, aguardaba
junto a su puerta.
Cuando ella llegó,
esa noche terminó
su fugaz existencia.

Sus vecinos la miraban,
murmuraban, se hablaban
de la masacre.
Ninguno fue capaz
de hacer algo más
y a alguna autoridad avisarle.

Kitty Genovese agonizaba,
respiraba de manera entrecortada
su último aliento.
Fue en ese momento
cuando alguien pensó
en hacer algo al respecto.

Cuando ellos llegaron
a la escena del crimen
Kitty ya no respiraba.
En el aire quedó
la irresoluble cuestión
de por qué nadie hizo nada. 

miércoles, 23 de marzo de 2011

El Don de la Palabra (Parte II: El Silencio Eterno).

Eran pequeños susurros, pero igual contaba. A pesar de que estaba en contra de que mantuvieran a su hermano en silencio, ella también había crecido escuchando la historia del séptimo hijo del séptimo hijo y le daba un poco de miedo lo que podía pasar si la voz de su hermano se elevaba lo suficiente como para que la tierra tomara en serio sus palabras y empezara a materializarlas. Así que solo susurraban, hablaban en voz baja, muy entrada la noche para que nadie se diera cuenta.

El muchacho era brillante… su mente estaba llena de ideas geniales que se mantenían encerradas, sin la posibilidad de ver la luz; sólo en aquellos instantes en que hablaba con su hermana. Pero no era suficiente.

Noche a noche se fueron reuniendo. Lo que empezó como una serie de charlas, rápidamente se transformó en una sucesión de discursos por parte del muchacho. Su hermana esta fascinada con la cantidad de pensamientos, ideas, planes que tenía el joven y la manera en que las expresaba: con vehemencia, pasión, con amor…

Pero una noche, su madre, que ya estaba percibiendo unos sonidos provenientes de la habitación de su hija, decidió averiguar qué era lo que estaba pasando. La señora irrumpió de golpe en la habitación, justo en el medio de una de las charlas de sus hijos.

La mujer se congeló del pánico pánico al principio, pero luego empezó a lanzar gritos reclamándole a su hija por la atrocidad que estaba cometiendo. Pronto toda la familia se había levantado y hablaban todos al mismo tiempo, reprendiendo fuertemente a la muchacha por su falta de consciencia.

De repente, entre lágrimas, se alzó una voz que nadie había oído jamás… y que más nunca volvería a oír. El muchacho, el séptimo hijo del séptimo hijo, hizo público el lamento de su alma: “Quiero que mis palabras sean escuchadas” fue la frase que invocó el silencio sepulcral en la casa… y la cara de horror de cada uno de los miembros de su familia fue algo que más nunca pudo olvidar… fue así como los recordó para siempre.

Pasaron unos segundos para que el universo entendiera que aquello había sido una orden que debía seguir. El problema era que aquel mundo en el que vivían no era digno de las palabras que él tenía para decir, así que había que desmantelarlo.

Un rayo sonó con furia y partió el cielo en dos, al mismo tiempo que la tierra empezó a temblar y abrirse, haciendo que todo empezara a caer libremente hacia la nada.

Todos los volcanes hicieron erupción al mismo tiempo, los ríos se desbordaron, los mares se tragaban los pueblos y luego todo eso se evaporaba y se perdía en el vacío. El cielo iba cayendo a pedazos y dejaba de existir tan pronto como tocaba el suelo, que ya no era material… todo desaparecía… todo iba siendo absorbido por una oscuridad asfixiante donde no existía nadie, no existía nada… sólo él…

Antes de darse cuenta de lo que había pasado, se encontró flotando en esa nada omnipresente, en esa masa de oscuridad y frío donde no había nada, no había nadie, no se escuchaba nada… atrapado en aquella inexistencia.

Se sintió culpable, pues habían sido sus palabras las que habían acabado con todo el mundo como lo conocía. Habían sido sus palabras, aquellas que le habían dicho que no podía pronunciar, las que habían acabado con su familia, con su familia, con todo… Se sintió culpable y prefirió retraerse en su silencio, en su melancolía.

Perdió noción del tiempo… Perdió noción de su ser. Sólo estaba ahí, respirando, castigándose con los recuerdos del mundo que había destruido. Hasta que recordó cómo lo había hecho… Recordó que quería que sus palabras fueran escuchadas. Recordó el poder que tenía…

Así que despertó de aquel letargo, volvió de aquel silencio eterno al que se había condenado a sí mismo y estaba dispuesto a hacer realidad todas esas ideas que alguna vez tuvo; porque él hacía las palabras y las palabras se hacían ante él… Era hora de actuar.

Respiró hondo y vio toda la oscuridad que tenía a su alrededor. Se concentró y con toda la fuerza de sus pulmones dijo “haya luz” y hubo luz… y vio que era bueno…

martes, 22 de marzo de 2011

El Don de la Palabra (Parte I: El Séptimo Hijo del Séptimo Hijo).

Era el séptimo hijo del séptimo hijo y todos sabían lo que eso significaba. Los mitos y cuentos de camino acerca de los niños nacidos con estas características eran horrendos e innumerables; pero ellos sabían que en realidad, podía ser mucho peor de lo que cualquiera podía imaginar.

Se veía tan inocente e inofensivo al nacer, que sus padres casi pasan por alto la naturaleza del niño. Por mucho que les doliera, ellos sabían lo que tenían que hacer. El niño, desde su nacimiento, debía ser condenado al silencio eterno.

Por décadas, los padres de esa familia le habían contado a sus hijos la leyenda del séptimo hijo del séptimo hijo. Se decía que el niño que naciera bajo esa condición, en esa familia, nacería con un poder tanto maravilloso como peligroso: el don de la palabra.

Pero por “don de la palabra” no se hacía referencia al hecho de que el niño creciera para ser un dicharachero, demagogo que utilizara las palabras para engañar o estafar. No. Tampoco a que el muchacho fuera capaz de hablar por horas, sin perder el hilo de su conversación. Tampoco. El Don de la Palabra era algo más grande, más poderoso, más serio.

La leyenda decía que el séptimo hijo del séptimo hijo nacería con la capacidad de hacer hechos sus ideas con sólo mencionarlas en voz alta; que sus palabras eran órdenes para el universo y éste debía obedecerlas apenas eran pronunciadas.

Ante este panorama, no era extraño que toda la familia estuviera ansiosa y hasta temerosa de lo que podía pasar. Nadie sabía si la leyenda era cierta, pues no había ningún antecedente cercano de un niño con las mismas características, pero había que tomar precauciones.

No sabían si, mientras crecía, pronunciaba algunas palabras que causaran un daño irreversible. No sabían si, al crecer, entendía las dimensiones de su poder y decidía utilizarse para beneficiarse a sí mismo, para perjudicar a otros, para hacer el mal. Así que, para evitarse eso, decidieron que lo mantendrían en silencio por siempre…

Y así fue creciendo, siendo castigado cada vez que pronunciaba una palabra, ya fuera voluntaria o accidentalmente. Creció con la idea de que él no había nacido para hablar. Lo mantenían siempre ocupado y solo la mayor parte del tiempo, para que no tuviera razones ni personas con quienes hablar. Estaba condenado al silencio eterno y no había nada que pudiera hacer, pues toda su familia estaba dispuesta a mantenerlo así… o al menos casi toda su familia.

Su hermana mayor, la única hembra entre los siete hijos, se apiadó de él desde el primer momento y siempre trató de apoyarlo y defenderlo de lo que ella consideraba era una injusticia para con su hermano. Pero realmente no había mucho que hacer cuando tenía a toda una familia en su contra.

Fue ella quien le enseñó a escribir. Al principio se comunicaban así, a través de cartas. Escribían por horas hasta que alguno de los dos se quedaba dormido. Eso para él era el cielo, pues al menos tenía un pequeño escape, una manera de desahogarse.

Con el paso del tiempo se fue dando cuenta de que su hermano no era ninguna mala persona, de que no significaba ningún peligro para nadie. Así que, poco a poco, le empezó a permitir que hablara…

viernes, 25 de febrero de 2011

El Último Blues

Todavía aquel viejo tocadiscos funcionaba. No sonaba con la misma potencia y claridad que antes, pero funcionaba. Al menos para lo que ellos querían era suficiente.

Sonaba su canción favorita. Una canción lenta, melancólica, pero dulce. Una canción que les recordaba sus mejores momentos. La canción que él tocaba cuando se conocieron. 

Ellos la bailaban lentamente. Apenas moviéndose del lugar en el que estaban. Apenas moviendo los pies… apenas moviéndose. Se balanceaban lentamente, al mismo ritmo de la música. Se balanceaban mientras estaban abrazados, sintiendo la respiración, el cariño del otro.

Habían decidido que si ya no quedaba lugar al que escapar, que si ya era inevitable, lo mejor era disfrutar los últimos minutos. Lo mejor era bailar en paz hasta que todo terminara.

Realmente para ellos la idea de un final no era algo que les generara ningún tipo de angustia, pues su momento ya estaba cerca de igual manera; sin embargo se sentían mal por sus hijos y nietos, que no conocerían el mundo en la extensión en la que ellos lo habían conocido.

Cuando el suelo empezó a temblar. Se detuvieron un momento y se sonrieron. Se abrazaron fuertemente y siguieron meciéndose el rito de la música, hasta que llegara el final…

Una vez que la gran luz hubo pasado, no quedó nadie. Había casas, edificios, carros en las calles, pero no había personas. Se habían ido para siempre.

En aquella casa de la puerta desencajada, lo único que parecía seguir con vida era el viejo tocadiscos, reproduciendo el mismo blues una y otra vez por el resto de los días…

lunes, 21 de febrero de 2011

El por qué de las características de la sociedad venezolana. La verdad revelada.

Me gusta cuando hablo con mi mamá porque encuentro que compartimos ideas que, cuando a mi se me habían ocurrido, me parecían aberraciones. Luego de esas charlas hasta le consigo un lado jocoso a nuestros temas de conversación.

Ahora les hablaré de las conclusiones que saqué a partir de una de esas conversaciones. Debo recordar a aquellos lectores más sensibles que pasan por mi blog que todo esto es humor barato, es una parodia, así que no hay por qué tomárselo en serio… al menos no del todo.

La gran conclusión a la que llegamos mi mamá y yo, después de 20 minutos de Globovisión y 10 minutos de chistes, es que Venezuela está como está, es como es, porque nos tocaron los peores ancestros posibles. Así de sencillo.

Si hoy en día nos parece que estamos unos pasos más atrás que muchas naciones en distintos aspectos como economía, deportes, entre otros, sólo hace falta mirar hacia atrás, a nuestros aborígenes, y darnos cuenta de que no es nada nuevo.

¿Cómo es posible que mientras en Perú creaban toda una ciudad de piedra en la montaña, aquí en Venezuela los indígenas les daba flojera irse del lago y vivían en palafitos? Es que me los imagino hablando “mira, allá abajo dicen que tienen tremenda ciudad de piedra, con casas y tal, bien de pinga” y el otro le contestaría “bien pendejos que son, nosotros aquí tenemos nuestras casitas en la playa, agarramos nuestros pescados de una, montamos la parrilla y bórralo bicho”.

Es gracioso pensar que mientras había unos indios arquitectos partiéndose el lomo ideando cómo crear unas estructuras a las que se les vira una forma desde arriba allá en Nazca, aquí los de nosotros estaban era haciendo torres y torres de casabe para comérselas con palmito en alguna celebración a alguna deidad en que creyeran.

Nuestros indios eran tan ociosos, que se la pasaban clavándose palillos en la cara, mientras los Mayas se devanaban los sesos creando uno calendario con final sorpresa.

Y cuando llegaron los españoles, la situación no mejoró nada. Es bien sabido por todos que la tripulación de Colón constaba en su mayoría de presos y gente no muy aceptada en Europa y estoy seguro de que aquí a Venezuela, por la suerte que tenemos, llegaron los peores de todos.

Esa gente llegó a nuestro terreno, se vio libre y empezaron a hacer desastre. Sexo, alcohol, me imagino que hasta drogas. Esos sucios seguro le quitaban a los indios las plantas con las que se transportaban para ver a sus dioses y muertos y boom, tenemos porros.

Obviamente, la mezcla entre estos españoles defectuosos y nuestros indígenas no muy industriosos no fue nada buena. Me imagino a los españoles intentando cambiarle vino barato por oro a los indios, y los indios diciendo cosas como “uh, sí, esta cosa está muy bien, pero prueben esto, hombres blancos” y empezaban a darle cocuy a los españoles. Una locura.

La cuestión no mejoró nada cuando empezaron a traer a los negros. Los españoles se buscaron a los negros más flojos, pantalleros y rumberos de toda África. Si no me creen, hablen con cualquier negro de Venezuela, de seguro tiene una de estas tres características… o las tres.

Lo cierto es que esos negros lo que hacían era bailar tambor como unos desgraciados. Los cristianos les cambiaron sus deidades y ellos agarraron y les pusieron otros nombres, con tal de poder seguir haciendo sus parrandas de tambores en paz. Eso era todo lo que hacían, bailar tambor y hacer hallacas… Y por supuesto, hacer todo lo que los blancos no podían hacer…

Así que esto es más o menos como veo el panorama de nuestros ancestros y el por qué del cómo somos en Venezuela. Una loca mezcla de antepasados erráticos que terminó dando esto… Lo más divertido del asunto, es que a pesar de toda la locura que envuelve nuestro país y nuestra sociedad, si me preguntaran una vez más dónde querría nacer, de seguro escogería de nuevo Venezuela… pero tal vez en los 60’s o dentro d 40 años… ¡Hasta la vista!

viernes, 7 de enero de 2011

La Caída

Pesadas como si estuvieran hechas de plomo, cayeron al suelo mis alas. Hicieron un terrible estrépito como para que todos se dieran cuenta de que habían caído, que se habían separado de mí.

Lloré. En silencio, pero lloré. Lloré porque me pareció lo mejor. Lloré porque fue el único consuelo efectivo que encontré. Lloré porque pensé que, una vez que mis alas habían sido mutiladas de esa manera, no había nada que pudiera hacerme parecer más vulnerable en ese momento. Lloré porque me dolía, porque las heridas iban más allá de lo físico.

Me sequé los ojos y miré al cielo, un cielo en el que no volvería a volar por un tiempo. No volvería a sentir los rayos del sol ni el viento chocando contra mi cara. En ese momento podría haber dado cualquier cosa por un vuelo más… sólo un vuelo más.

Mucha gente comenzó a acercarse. Veían con cara de tristeza mis alas en el piso. Intentaban reconfortarme, pero ninguno entendía la gravedad del asunto. Las heridas eran profundas, pero nadie más que yo podía verlo. No es que no quisiera ayuda, pero en ese momento ninguno podía hacer nada al respecto.

Cuando por fin tuve el valor suficiente, levanté la mirada y ahí estaban sus ojos. Se veían tristes también y empañados por lágrimas como los míos, pero estaban seguros., Me infundieron esperanza. En sus ojos pude ver el comienzo de un nuevo vuelo, uno largo y realmente placentero… En sus ojos vi el posible renacer de mis alas… En sus ojos vi esperanza…