lunes, 20 de octubre de 2014

Fotografiar la soledad

Un buen día, Germán salió del cuarto oscuro que tenía instalado en su apartamento y fue a la nevera a tomar una cerveza. Afuera también estaba oscuro, había anochecido y no se había enterado. Por lo general era así, se le pasaban las horas metido en su cueva de creación fotográfica, en la sala donde sucedía la magia y se materializaban las imágenes que su lente, siempre obediente, le había ayudado a congelar en el tiempo. Las luces del apartamento estaban apagadas, lo que agradeció a los cielos, porque se movía mejor en la oscuridad. Las luces lo solían enceguecer como a un venado en carretera.
Al llegar a la nevera, se dio cuenta de que había una nota pegada a la puerta. Se devolvió un par de pasos, encendió la luz y, haciéndose visera para protegerse del latigazo luminoso, leyó el papel. Con la letra de su mujer, decía “esto no está funcionando”. Repasó las palabras varias veces, confundido. Abrió la nevera, chequeó que la luz hubiera encendido, metió la mano para comprobar que de verdad estaba enfriando. Inspeccionó por encima los víveres que estaban ahí contenidos para asegurarse de que estuvieran en buen estado. Sacó una cerveza del congelador —que también estaba operando a la perfección— y cerró la puerta. Echó un último vistazo desconcertado a la nota y se devolvió a su guarida.
Cuando volvió a salir, parecían haber pasado días. Él medía el tiempo en fotos. No era tanto tiempo, porque la cantidad de imágenes que colgaban en su tendedero no eran muchas. Pero sí recordaba que su esposa le repetía una y otra vez que el tiempo en el mundo real y el tiempo en su cueva fotográfica, no transcurría igual. Caminó hasta la cocina y un olor terrible lo recibió con violencia. Buscó la fuente. El cesto de la basura se veía asqueroso, era evidente que no habían cambiado la bolsa en un buen tiempo. La pila de platos sucios también contribuía al olor nauseabundo que llenaba el aire de la cocina y estaba amenazando con expandirse por todo el apartamento. Cuando vio a su alrededor y pudo palpar la sensación de soledad y abandono, fue que entendió la nota que todavía se sostenía, inocente, junto a los imanes que habían traído del último viaje a Francia. “Esto no está funcionando”.
Se sentó en su sofá anaranjado —sofá que habían mandado a hacer como una réplica exacta del que aparece en la serie Friends— y vio a su alrededor. Era, tal vez, la primera ocasión en la que se detenía a observar su hogar, o lo que quedaba de él. Unos cuantos cuadros originales de pintores venezolanos intercalados con copias de obras emblemáticas de la pintura universal. Una mesa de centro con una colección de figuras humanoides de cristal que parecían contar una historia estática y silenciosa; algo parecido a un circo o a un congreso. Una biblioteca que ocupaba casi toda la pared  y alcanzaba el techo. Cientos de lomos, de colores, de formas, de títulos. Cientos de relatos que se burlaban de él, del desenlace de su novela. Todo lucía intacto a excepción de una fina capa de polvo que se extendía con delicadeza, casi con displicencia, sobre lo que observaba. Una fina capa de polvo que incluso podía sentir sobre sí mismo. Una fina capa de polvo que se había formado desde el mismo día que Cristina había puesto un pie fuera de la casa. Una fina capa de polvo que, como todo lo que pasaba en esa casa, como todo lo que pasaba en ese matrimonio, como todo lo que pasaba con su esposa, se fue expandiendo sin que él se diera cuenta. “Esto no está funcionando”.
Fue a buscar su cámara y comenzó a fotografiar la soledad. El mueble vacío, las figuritas de cristal suspendidas en el tiempo, el cenicero lleno de colillas manchadas con labial. Fotografió los espacios que habían quedado vacíos en la biblioteca, los espacios donde otrora estuvieron los libros de Cristina. Casi todos libros delgados de poesía, libros que, como las quejas de su dueña, no se hacían sentir cuando estaban, sino cuando desaparecían y amenazaban el balance de lo que se sostenía a su alrededor. Salió al pasillo, fotografió el reverberar de sus últimos pasos hacia el ascensor, fotografió lo que quedaba del calor de sus dedos en el botón de llamada de la máquina. Se giró hacia su puerta y fotografió el número de su apartamento, 42, número que ahora le sonaba a melancolía, a desierto. Entró de nuevo y atravesó la sala, para fotografiar la noche. Aprovechó también para fotografiar el estacionamiento del edificio, el lugar vacío en el que hasta hacía unos días —¿o unas semanas?, en verdad no tenía ni idea de cuándo se había ido Cristina— lo ocupaba el viejo Volkswagen amarillo de su esposa. Sin embargo, la atención de la cámara la captó en su totalidad una muchacha tirada en el suelo, magullada y con la pierna derecha evidentemente rota. La chica tosía de forma estertorosa y miraba al cielo con la nostalgia del que ya extraña la vida. Eran sus ojos también. Era una mirada que, como la de él, veía hacia la soledad. Germán apuntó a la muchacha, a sus ojos, y disparó.