martes, 26 de junio de 2012

La Peste del Odio


No quisiera comenzar este relato diciendo “erase una vez un pueblo perfecto”, pero es que lo era. No me gustaría caer en el cliché de describir una civilización perfecta, incorrupta, libre de todo pecado y de toda malicia, pero es la descripción que más podría ajustarse a ese pueblo del que tenía pensado hablarles.

Aquel pueblo era la perfecta representación de una utopía. Sin embargo, como todos sabemos muy bien, las utopías se caracterizan por no existir; por lo tanto las bases de la perfección de la civilización que les describo, eran débiles, endebles.

La felicidad de las personas de aquel pueblo se basaba en tranquilidad y organización. Tranquilidad porque no existía ningún tipo de amenaza hacia su calidad de vida. Organización porque eran como una máquina: cada quien sabía lo que tenía que hacer para mantener el status quo que aseguraría, para sí mismo y para todos los demás, la paz y perfección de la que se jactaban y disfrutaban.

Eran bastante predecibles, pero eso estaba bien. Estaba bien porque esa predictibilidad les permitía saber exactamente qué hacer en cada situación específica y les permitía también identificar cuándo había un evento que no se ajustaba a su repertorio de situaciones comunes y ajustarse rápidamente a esas novedades.

Fácilmente podrían pensar que éstas que acabo de nombrar son las características del pueblo más aburrido del mundo; sin embargo, no era exactamente así. Aquel sitio irradiaba paz y era capaz de reponer el desajuste físico o mental de cualquiera que se pasara una temporada en aquel lugar.

Siguiendo con la retahíla de lugares comunes que es este relato, y como seguramente podrán imaginarse que sigue, toda esta perfección llega a un punto de término, a un abrupto final.

Sucedió que un día, uno de los habitantes del pueblo, que había estado de viaje en una población vecina, regresó a su casa hablándoles a sus familiares y amigos de una extraña enfermedad que estaba aquejando sistemáticamente a las comunidades cercanas.

Como habría de esperarse, dada la organización de aquella comunidad, todos empezaron a llevar a cabo las medidas de prevención para protegerse de esa enfermedad de la que se hablaba. Sin embargo, no contaban con dos aspectos clave con respecto al tema del extraño padecimiento.

En primer lugar, ellos no tenían idea del tipo de enfermedad a la que se enfrentaban; no era una afección física, sino una enfermedad que afectaba la mente, el alma, la capacidad de razonar y de discernir clara y objetivamente. Segundo, otro factor del que no tenían conocimiento, era el hecho de que aquel hombre que avisó sobre la enfermedad, ya estaba contagiado y esa enfermedad era altamente infecciosa.

Todo empezó entonces en casa de aquel hombre, a quien podemos llamar El Viajero. Su esposa estaba acostumbrada a los paseos de su marido, así que siempre lo esperaba con una buena comida para celebrar que había llegado sano, salvo y lleno de más conocimiento sobre el mundo exterior.

Normalmente El Viajero aceptaba con alegría y con regocijo el banquete que su mujer le preparaba. Sin embargo, como ya pudieron irse imaginando, esta vez fue diferente. Esta vez saltaron a los ojos de El Viajero detalles que anteriormente pasaban por alto, pero que esta vez no toleró: ¿por qué esta comida estaba tan caliente? ¿Por qué esta otra está tan fría? ¿Qué es esa cosa verde sobre el arroz? ¿Por qué mezcló esto con aquello?

Lo que empezó como unos simples cuestionamientos, se fue convirtiendo en un ataque directo contra su esposa, haciendo comentarios que eran cada vez más hirientes, con la finalidad de que ella terminara dándole la razón.

Como ya les había contado antes, esta enfermedad que empezaba a padecer El Viajero era altamente infecciosa y, mientras atacaba a su esposa, ésta se iba contagiando de la enfermedad también. Cuando el virus se alojó por completo en su cabeza, ella también estalló y comenzó a contestar a las agresiones de su marido. La discusión se fue haciendo cada vez más grande, hasta que empezaron a gritarse y a insultarse.

Los vecinos más cercanos empezaron a escuchar la discusión y se quedaron perplejos, pues jamás habían escuchado algo así. Y eso apenas era el comienzo de la locura. Una vez que aquel virus se había asentado en dos personas, era sólo cuestión de tiempo para que se propagara en todo aquel pueblo, atentando contra su perfección, paz y armonía.

La mañana siguiente a su pelea, tanto El Viajero como su esposa, fueron contagiando a las personas con las que tenían contacto. Ella discutió con el dueño del abasto, quien a su vez discutió con su esposa; la esposa del dueño del abasto tuvo una pelea con su hijo, quien tuvo una violenta discusión con su novia y ella confrontó violentamente a sus padres.

El Viajero, por su cuenta, peleó con la persona a la que le vendía las telas que traía de otros pueblos; éste señor tuvo una discusión con una clienta, quien a su vez insultó en la calle a un hombre por tropezar con ella. Poco a poco la red se iba expandiendo; todos se iban contaminando de aquella peste que los llenaba de odio a todos.

En cuestión de unas pocas semanas ya tres cuartas partes de la población total de aquel sitio estaba contaminada con la peste. La gente caminaba por la calle lanzando miradas de desprecio a los demás transeúntes, atentos a cualquier señal de agresión para responder con un argumento mucho más punzante que el de su hipotético contrincante.

Obviamente la armonía y la organización de aquel pueblo comenzaron a resquebrajarse. El odio que estaban experimentando hizo que salieran a relucir viejas rencillas y rencores que no habían sido resueltos ni tratados en orden de mantener la perfección de aquel lugar. Ya las personas no confiaban en sus vecinos y por ende, se negaban a trabajar en equipos.

La gente andaba por ahí deseando no toparse con nadie conocido, para evitar la molestia de tener que saludarse y dar una exhibición de falsa simpatía, cuando todos sabían que lo que había era un marcado desprecio.

Ya cuando la peste del odio se hubo asentado en casi todos los habitantes del pueblo, la dinámica social había cambiado drásticamente. Anteriormente, las diferencias que existían entre ellos, se valoraban. Se entendía que dos personas pensaran de manera diferente acerca de un tema y se apreciaba esa diferencia como un símbolo de diversidad y de riqueza intelectual y espiritual.

Pasaba que la enfermedad del odio se alimentaba de peleas, ataques, insultos, discusiones y discriminaciones; por lo tanto, hacía que las personas buscaran razones para enfrentarse. Las diferencias eran una “comida” ideal para el virus del odio y fue así como los habitantes del pueblo, que una vez habían apoyado y fomentado la diversidad, comenzaron a atacarse unos a otros en base a sus diferencias de opiniones.

Era un caos, pues toda posición que alguien pudiera tener con respecto a algo, tenía una contraparte; y en ese oro lado había alguien dispuesto a fomentar una discusión en base a esa diferencia. Esa constante confrontación fue deteriorando aquella sociedad ideal, hasta convertir aquel pueblo en un lugar donde no era posible vivir.

Gustos musicales, zona donde vivías, escuela a la fuiste, equipo deportivo al que apoyabas; todo era razón para que hubiera otro grupo confrontándote y cuestionándote. Y la peste del odio se alimentaba, se hacía más fuerte y se negaba a abandonar a aquellas pobres personas que alguna vez soñaron con una sociedad perfecta.

El virus se hizo tan fuerte, logró distorsionar el raciocinio de las personas a un nivel tal, que los habitantes del pueblo iban transmitiendo su odio a las siguientes generaciones a través de sus hijos. “Él cree en un Dios, atácalo”; “ella no cree en nada, confróntala”; “ella tiene el dinero que nos pertenece, boicotéala”; “él y su familia decidieron no tener nada, pisotéalos”, eran las enseñanzas que le daban a sus hijos, sin saber el daño tan profundo que les estaban haciendo. Sin saber que contagiar de la peste del odio a una persona de tan corta edad, era condenarlo a vivir toda una vida de amargura, rencor y soledad.

El evento que la gran mayoría coincide que llevó a esta sociedad al total desastre, fue el protagonizado por el alcalde del pueblo, a quien llamaré simplemente El Alcalde. El Alcalde era un hombre era un hombre bastante afectado por dos potentes enfermedades. Una era la peste del odio, que ya para ese momento tenía un par de años azotando al pueblo. La otra, era una fuerte adicción al poder, enfermedad que ya de por sí es peligrosísima y combinada con la peste del odio, mucho más.

Resultó que estaba totalmente cegado por aquellos dos padecimientos que le aquejaban, así que basado en sus propios rencores, se decidió a llevar a cabo una estrategia que le permitiera saciar su necesidad de poder.

Aunque no estaba consciente (nadie en el pueblo lo estaba) de que todos estaban actuando en consecuencia de la enfermedad que padecían, sí se había dado cuenta, porque era un tipo bastante inteligente, de que había algo en la diferenciación que podía ayudarlo. Fue así como empezó a crear prejuicios entre sus seguidores con respecto a sus detractores, tal como hacían los padres con sus niños pequeños. De esta manera se aseguraba una base fiel de seguidores que lo apoyaran por el simple hecho de llevarle la contraria al grupo que no estaba con él.

Como la peste del odio estaba ya tan afianzada en la mente de todos, cualquier pequeño comentario era como una bomba que había que estallara una confrontación temible, un ataque incesante entre varias partes que apoyan ciegamente su propio punto de vista.

Fue así como se creó la gran fuente de alimento de la peste del odio: la disputa entre los que apoyaban al Alcalde y los que no. Una disputa que fue haciendo cada vez más fuerte a la enfermedad y más débil a la sociedad, llevándola a ser una simple caricatura de lo que alguna vez fue.

Este es el relato de cómo la Peste del Odio se coló en una sociedad a tal punto que distorsionó su razón, su pensamiento e hizo que hermanos se enfrentaran entre ellos por diferencias que en otro momento eran entendidas como parte normal de la convivencia en sociedad. Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.