martes, 3 de junio de 2014

Tradición Familiar

Living on a razor’s edge, balancing on a ledge
Iron Maiden
La abuela fue la que inició la moda. La tradición, digamos, para darle un título un poco más noble y menos frívolo a la cuestión. Yo no la conocí, pero mi mamá siempre me contaba la historia antes de dormir, como si se tratara de un cuento para niños oriundos de Transilvania.
Mamá fue quien la encontró, según me contaba, guindando del techo del cuarto principal de la casa, con las muñecas goteando. Nadie sabe por qué decidió suicidarse dos veces, cortándose las venas y ahorcándose. Solo se atrevían a especular que quería quedar bien muerta para escaparse del suplicio que era para ella vivir con el abuelo. El viejo murió poco tiempo después, parece que de tristeza, de mal de amores. Murió con una lágrima en el ojo y el nombre de mi abuela en los labios.
El testigo lo tomó mi mamá. Como en toda tradición familiar, la hija mayor es quien debe tomar la voz cantante cuando la madre ya no está. La encontré yo, para acentuar la paradoja. Me había despertado asustada de un sueño horrible: una vieja tétrica con una soga al cuello me veía fijamente desde la puerta del cuarto que había sido de mis padres y que ahora solo ocupaba mi mamá.
Cuando abrí la puerta (la real, no la de mis ensoñaciones), encontré la mano inerte de mi mamá cayendo con gracia desde el borde de la cama. En el suelo se iba formando gota a gota un pequeño charco vino tinto. Me senté junto a la puerta y esperé a que alguien más viniera a darse cuenta. Lloré un poco. Más por el susto de saberme visitada por una muerta que por el suicidio de mi madre.
Con el pasar de los años siguieron viniendo. Suicidio tras suicido, propios y extraños comenzaban a hablar de una maldición que operaba sobre la familia. Todas mujeres: una tía, dos primas mías, dos primas de mi mamá. Mi hermana lo intentó en par de ocasiones, pero las dos veces supe que no le pasaría nada, porque nunca apareció la abuela a avisarme. Porque eso siempre ha sido fijo: antes de que me avisaran de la nueva muerte de alguna familiar, ya la abuela me lo había avisado en sueños.
La vieja de la soga al cuello con unas conservas de coco en la mano, se murió mi tía Martina. La vieja de la soga al cuello con una muñeca de trapo, se murió mi prima Rosa. Y así cada vez que alguna se quitaba la vida.
Ahora estoy yo sola en mi cuarto, balanceándome en el filo de una navaja, bailando con la idea seductora de la muerte. Llega un punto en que todas las mujeres de mi familia sentimos la urgencia, eso lo entendí con el tiempo y hablando con mi hermana. Llega un momento en que, así como los religiosos escuchan el llamado del señor, nosotras escuchamos la invitación hipnótica de la muerte.
Yo quería hacerlo con una pistola, pero estaba la presión de la tradición en mis hombros. Las mujeres Mendoza mueren con navaja y solo la vieja Gisela tuvo la libertad de hacer algo diferente, repetía una de mis tías, casi con orgullo.

Ya estoy probando el filo de la navaja con la yema de mis dedos, cuando veo a la vieja de la soga mirándome fijo, moviendo hacia adelante y hacia atrás un desvencijado triciclo rosado. Se murió mi prima Daniela, la que no me prestaba la bicicleta. Todavía no me toca.