martes, 29 de junio de 2010

Carta (Eterna Promesa)

Querido César,

Una vez más me encuentro acurrucado, lleno de miedo y ansiedad, en un rincón de la oscuridad que ocupa toda mi mente en este momento. Otra vez estoy tratando de huir de la realidad, pero de nuevo me doy cuenta de que las situaciones reales son mucho más fuertes que cualquier barrera imaginaria que me pueda inventar. Ojalá pudiera escapar…

Vuelvo a darme cuenta de que soy un cobarde. De que mi gran miedo es a la vida y a todo, todo lo que ella trae consigo. Le temo al fracaso, porque sé que no podría soportarlo, que soy mucho más frágil de lo que me gusta aparentar y un traspié, por simple que sea, podría derrumbar toda la estructura de mi autoconcepto.

Le tengo pavor también al éxito, porque no sabría cómo manejarlo. Siempre me he esforzado por mantenerme en el anonimato y ahora reclamo un reconocimiento que, por habilidad y virtud tal vez debería merecerme, pero que por actitud, por cobardía me deberían negar día tras día tras día. No debería recibir nada y aprender que el éxito es para aquellos que han trabajado por conseguirlo y saben qué hacer con él.

No soy más que un llorón quejándose de que debería estar recibiendo más, pero que no se esfuerza por conseguirlo. Un inútil que espera que del cielo le caigan todas las soluciones y decisiones, cuando en la vida, todo se gana luchando. La vida… que miedo le tengo…

Pensé que era un genio por haber aprendido a vivir sin tomar riesgos, por dominar el arte de evitar los fracasos. Ahora me doy cuenta de que debería estar avergonzado de esa actitud, pues quien siempre va por el camino seguro, obtendrá la recompensa promedio para todo y abandonará este mundo sin pena, sí, pero sin ninguna gloria.

Debí haber aprendido que todos esos golpes, esos fracasos que tanto lamenté, eran las lecciones perfectas para afrontar la vida de una manera diferente. No como yo pensé en su momento, que eran señales que me guiaban a llevar una vida súper hedónica de evitar el dolor a toda costa. Con la diferencia de que en mi caso, el encontrar la satisfacción era opcional, un “bonus” que venía con el “gran logro” de escapar de la situación dolorosa.

No me acordé de los diamantes, que sólo alcanzan esa belleza de ensueño luego de las repetidas fricciones y golpes a los que son sometidos. Me convertí en una eterna promesa de eso que podría llegar a ser pero que, para mí, nunca fui.

Como siempre, las lágrimas son las que firman estas palabras. Lágrimas que son el grito de auxilio de un alma frágil que se ha dejado malograr por estupideces… ojalá algún día pueda sanar, superar sus miedos y brillar…

Zackary Makarios.

domingo, 6 de junio de 2010

La Visita

Sonó el timbre y de inmediato supe que era ella. Abrí la puerta y efectivamente ahí estaba: alta, esbelta, con aquella magnífica túnica negra de telas finas, delicadamente confeccionada. En su mano derecha sostenía con firmeza una brillante hoz que se mostraba por demás intimidante.

Al principio me asustó, pero luego entendí que no tenía ningún sentido tener miedo en ese momento. La invité a pasar. Ella, amablemente, accedió. Tenía una voz profunda, grave... una voz bastante masculina para ser llamada "ella". Su voz además transmitía segurdad, confianza... lo que resultaba verdaderamente paradójico.

Pude notar que tenía muy buenos modales. Esperó de pie hasta que le indiqué dónde se podía sentar, tuvo mucho cuidado de no causar ningún daño a mi casa con su enorme hoz y, luego de haberse ubicado, tuvo la delicadeza de quitarse la capucha, para que pudiera ver su cara.

Parecerá descabellado pero, en esa blanca calavera, pude ver el destello de una sonrisa bondadosa. No podía dar crédito a la sensación de seguirdad que aquel personaje inspiraba. Luego lo entendí: esa habilidad para infundir seguridad era necesaria para que las personas se fueran con ella sin rechistar.

Le dije que estaba preparando café y me contestó que me agradecería encarecidamente que le sirviera una taza. Así lo hice. Muy curioso fue el hecho de que ella tomara la taza y se limitara a sostela firmemente entre sus largos dedos. Cuando se dio cuenta de que la observaba con extrañeza, me contestó que aquella bebida era lo único que le calentaba en noches tan frías como esa.

Me miró por unos instantes y luego me preguntó sobre el estado de mis asuntos en la Tierra. Como si ella no lo supiera ya. Le expliqué cómo iba todo. Mis proyectos, mis metas, mis deudas, compromisos, logros, fracasos... Se mantuvo en silencio por otro rato. Ya se hacía molesto. Estaba empezando a asustarme.

Luego soltó una risotada alegre, pero igualmente horrorosa. Su risa infundió un miedo terrible en mí y estuve a punto de gritar como un niño aterrorizado. Cada objeto, cada fibra de mi casa tembló, como si la edificación se hubiera asustado también.

Se levantó, todavía sonriendo, y se acercó a mi perro. Me dijo que en realidad era por él por quien venía, pero cuando vio mi cara de susto al momento en que le abrí la puerta, no pudo evitar gastarme una pequeña broma.

Tomó al animal y, antes de irse, dejó sobre mi mesa un hermoso reloj de arena. "Un regalo" dijo que era. Pero yo sabía que al final, mi hora llegaría cuando cuando el último grano cayera...