sábado, 22 de diciembre de 2012

Tan macho que se la daba



En aquella cama king size, vestida con hermosas sábanas del más suave satén, yacía sin vida el acaudalado magnate Ramón Valdivieso. Apenas se notaba que estaba muerto. La cabeza caída, la boca entreabierta y los lentes un poco desencajados daban la impresión de que el hombre, ya entrado en años, simplemente se había quedado dormido después de un largo día de trabajo. La cuestión es que él ya estaba jubilado y eran las diez de la mañana.

A su lado, en actitud más bien paciente, se fumaba un cigarrillo Jimena Chacín, su mujer. Mejor dicho, una de sus mujeres, pues a Ramón Valdivieso lo que le sobraba de dinero, también le sobraba de mujeriego y aventurero. Jimena Chacín estaba esperando fumarse su cigarro para largarse de aquel lugar.

La mujer no sentía ningún tipo de temor por la situación en la que se encontraba, estando sola al lado de un hombre que acababa de morir y siendo la última en haberlo visto con vida. El hombre había muerto por causas naturales; de haber algún culpable, sería él mismo, por no haber tomado nunca en cuenta las recomendaciones de sus médicos y amigos relacionadas con sus excesos y su edad.

Aunque aquello era una verdad a medias. Ella sabía muy bien quién era el otro culpable de la muerte repentina de Ramón Valdivieso. Sin embargo, no podía delatarlo, pues el asesino aún no había nacido ni siquiera. Jimena le echó otro vistazo a la hoja en la que se reflejaban los resultados de su prueba de embarazo. Seguía indicando positivo. Como las otras doscientas veces que la había leído. Ella había podido aguantarlo; incluso le hacía ilusión la noticia. Sin embargo, el pobre Ramón quedó fulminado apenas leyó el resultado.

Ella podía imaginarse por qué. El escándalo, los chismes, los rumores, las acusaciones y señalamientos. Las ollas destapadas, las verdades descubiertas, los trapitos al sol. Todo eso que los humanos corrientes viven día a día, para una persona del tamaño de Ramón Valdivieso era un peso insoportable. Un peso que ni sus hombros ni su corazón pudieron aguantar.

Jimena Chacín se levantó de la cama, se guardó la colilla del cigarrillo en el bolsillo de su abrigo para evitar dejar su ADN por ahí y se dirigió hacia la puerta. Dejó la prueba de embarazo sobre la cama. Como siempre usaba guantes, no le preocupaba el asunto de las huellas. Dejó la prueba ahí, al lado del difunto, porque quería que supieran qué lo había matado. También se había encargado de que su nombre no apareciera en ningún lugar de la hoja, así que su identidad estaba totalmente resguardada.

Ella sabía que aquel romance tendría un final abrupto, pero nunca se imaginó que fuera de esa manera, con Valdivieso escapando por la vía de la muerte. Nunca se imaginó que su amante le reservara semejante acto de cobardía, muriendo de miedo ante un futuro que se veía complicado. En ese momento se dibujó una sonrisa en su hermoso rostro, pues se imaginó cuál sería el epitafio perfecto para la lápida del recién muerto: “Ramón Valdivieso, tan macho que se la daba”.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Un nuevo comienzo para el Jinete Sin Cabeza

Seguiré con esta maña nueva de poner una parte del cuento para que luego, si les agrada, lo descarguen completo. Ojalá no les de flojera. Si les gusta, intenten leerlo todo, que necesito opiniones jajajaja, aquí va.

Un Nuevo Comienzo Para El Jinete Sin Cabeza
Varias fueron las razones que llevaron al afamado Jinete Sin Cabeza a abandonar la apacible villa de Sleepy Hollow. En su momento, aquel lugar había sido perfecto para un ser de su clase, tanto por la mística que rodeaba al poblado como por lo crédula de la gente que allí vivía. Sin embargo, el sitio donde había muerto y donde reposaban sus restos, había cambiado muchísimo en los últimos años. Ya Sleepy Hollow no era lugar para un espanto.
El paso del tiempo había cambiado todo. En primer lugar, el pueblo se había convertido en una ciudad. Con los años el poblado se fue extendiendo y agrandando; cada vez había más edificios y habitantes, lo que derivó en que el cementerio fuera movido de sitio. Ahora el camposanto estaba ubicado en las afueras de la ciudad, por lo que era más difícil para el Jinete salir a espantar. Tardaba mucho tiempo desde su tumba hasta el centro de la urbe y, contrario a lo que se podría pensar, el paso de los siglos tiene sus efectos incluso en los fantasmas, por lo que cuando el Jinete Sin Cabeza llegaba a su destino, ya estaba muy cansado como para asustar a alguien.
Habían cambiado también muchos aspectos del estilo de vida de los habitantes de Sleepy Hollow, haciendo que el trabajo del Jinete fuera más difícil. La cantidad tan alta de personas hacía que ahora las casas y los edificios estuvieran muy juntos, de manera que no había muchos caminos solitarios en los cuales acechar a sus víctimas. Los medios de transporte también habían sido modificados una barbaridad. Atrás se habían quedado los días en los que la gente se trasladaba en caballos o carruajes; ahora utilizaban poderosas máquinas de metal que los movían de un lado a otro en cuestión de minutos. A pesar de la potencia por la que era reconocido su caballo, rara vez el Jinete podía alcanzar a alguno de estos molestos artilugios.
El invento que más sacaba de quicio al Jinete Sin Cabeza, e incluso lo hacía entrar en una profunda tristeza en algunos momentos, era la luz eléctrica. Ya había perdido la cuenta de las veces que había maldecido el día en que a cada persona se le dio la oportunidad de tener luz en cualquier momento del día o de la noche. En especial odiaba la iluminación de los caminos. Las pocas vías deshabitadas que había en la ciudad estaban tan fuertemente iluminadas que no daban espacio a alguna sombra que generara la más mínima sospecha, incertidumbre o temor. Bajo aquellos enormes y poderosos reflectores, sus formas más atemorizantes quedaban convertidas en graciosos y curiosos reflejos que los conductores ebrios atribuían al exceso de alcohol.
Pero lo que de verdad tenía al Jinete Sin Cabeza cuestionándose qué hacer consigo mismo, era el cambio tan radical que se había dado en el modo de pensar de las personas en los últimos siglos. La gente había ido cambiando sus creencias. La mística, las explicaciones fantásticas a los hechos inexplicables, habían ido desapareciendo lenta pero constantemente. Los relatos de espantos y monstruos habían quedado como cuentos para niños o como excusas para crear historias de amor para adolescentes.
Los espectros habían sido caricaturizados y despojados de toda capacidad de asustar. Ya nadie le tenía miedo a los fantasmas, pues las atrocidades del mundo real que ellos mismos habían creado superaban con creces cualquier leyenda, mito o cuento de camino que pudieran contar con el tono más aterrador.
Empezó entonces el Jinete a buscar información sobre algún otro sitio al que migrar y penar como era debido. Algunos rumores le llegaron acerca de las tierras del sur, muy al sur. Escuchó que en aquellos predios, todavía las cosas eran muy parecidas a como eran en sus años mozos. Se enteró también de que en esos territorios, las personas todavía creían fervientemente y que estaban dispuestas a ser espantadas por un espectro como él. Así que empacó sus pocas pertenencias- una chaqueta raída, un sombrero de copa y un viejo acordeón-, ensilló a su portentoso caballo y comenzó el éxodo hacia el sur, buscando lo que para él sería la tierra de la oportunidad. 

jueves, 25 de octubre de 2012

"Mamá, cambia las baldosas del baño para poder tomarme una foto nueva".


Tan fuerte es la tendencia actual en las redes sociales de publicar autorretratos desde el baño, que últimamente he tenido fuertes dudas antes de entrar al “cuarto de reflexión”. Siempre que estoy en la puerta me encuentro preguntándome cosas como “¿traje mi cámara?, ¿será que estoy como para una fotico?, ¿será que si me la tomo sentado es muy niche?”.
La Posmodernidad trae consigo muchas cosas, una de ellas es la extrema preocupación por la imagen corporal y. En estos tiempos se ve claramente con fenómenos como el interés tan grande por la cirugía estética y el auge tremendo de las redes sociales, donde todo el mundo expone la imagen de sí mismo que quiere que los demás vean. Sin embargo, y a pesar de que soy un aficionado al pensamiento posmoderno, este tema de las fotos en las redes sociales me parece que se ha salido de toda proporción.
En mi casa, no sé si habré crecido en un internado totalmente puritano, me enseñaron que el baño era un sitio privado. Yo tenía entendido que el baño era un espacio en el que te dedicabas unos minutos para ti. Unos minutos para la homeóstasis y el hedonismo, por muy grotesco que pueda sonar eso. Como dije unas líneas atrás, para mí el baño era algo privado, un encuentro conmigo mismo.
El baño no es precisamente la parte de mi casa que quiero que los demás vean. Es el último sitio de mi casa donde quiero que mis 200 amigos del Facebook me imaginen. Piensa que cada vez que publicas una foto en el baño, la gente no te imagina con la sonrisa de muñeca o de galán que pones. No. La gente (y en este momento hablo estrictamente de mí) te imaginará con tu cara más arrugada en plena expulsión; te imaginará con el cuerpo lleno de cera para depilar. La gente imaginará ese mismo espejo donde se refleja tu cara, embarrado con el relleno de algún grano de tu cara… y esa será la imagen que siempre recordaran de ti. Disculpa si arruiné todo el asunto para ti, pero tú me arruinaste toda la mística del baño primero.

miércoles, 18 de julio de 2012

De la muerte autoinducida y sus experiencias


Había tocado fondo. Había llegado a un estado en el que pensaba que ya no había retorno. Para mí, llevaba varios años dando vueltas alrededor de un mismo punto, caminando en círculos, orbitando un enorme sinsabor que regía lo que era mi vida últimamente.

Estaba triste, decepcionado, cansado, aburrido. Cuando te encuentras en momentos como esos, piensas más lento. No solo más lento, sino que el tinte de tus pensamientos se oscurece. Además de todo eso, tu pensamiento lento y oscurecido, siempre va dirigido a un solo lugar. En mi caso, lo único que veía con claridad era la muerte.

Era una “ventaja” para mí el hecho de que viviera solo. Así nadie podría detenerme en llevar a cabo aquello de lo que ya me había convencido. Así nadie podría hacerme ver algún buen motivo para no dar el paso hacia esa oscuridad que me estaba llamando, tan tentadora, tan acogedora.

Algunos creerían que quitarse la vida es una acción apresurada, impulsiva, casi primitiva. En algunos casos puede que sea así, pero para mí, no lo era. Este era un asunto importante y como tal, ameritaba la mayor organización y preparación.

Analicé los métodos, los lugares ideales. Analicé la hora del día a la que debía hacerlo, investigué sobre cómo evitar que alguien me mantuviera con vida. Encontré grupos de personas que estaban en mi misma situación y que habían optado por el mismo desenlace que yo; me empapé de sus experiencias, de sus ideas, de sus planes. Mientras más me involucraba en el asunto, más me convencía de la idea de terminar con esta existencia que me parecía ya tan patética a esa altura.

Me decanté por resolver el asunto con una mezcla especial de pastillas. Me pareció la mejor manera. No era tan doloroso, no me dejaría desfigurado o algo por el estilo. Además, era algo que, acompañado del trago correcto, hasta podría disfrutar.

No he de molestarlos con los detalles sobre cómo conseguí los materiales para llevar a cabo mi plan suicida. Eso no es lo relevante del asunto. Lo interesante es lo fácil que es conseguir en las calles la materia prima de la muerte. Hay drogas y armas de todo tipo ahí afuera, lo que hay que hacer es pasearse por las calles correctas y tocar las puertas indicadas. Y eso fue exactamente lo que hice.

Una vez que me había hecho con las pastillas, decidí acomodar el ambiente. Quería morir escuchando música y que me encontraran de esa manera. Quería que se dieran cuenta de que, si bien pasaba por un bache en mi vida, mi muerte no fue una decisión nacida del puro sentimentalismo, de la tristeza; quería que supieran que había sido una decisión producto del análisis, del estudio, de la investigación de lo que involucraba el suicidio. Quería que se dieran cuenta, al encontrarme, de que yo había decido recibir a la muerte en un ambiente agradable, como quien recibe a un viejo amigo muchos años después de haberle hablado por última vez.

Así pues, encendí mi reproductor musical, me serví una copa de la mejor bebida que mi presupuesto me permitía, me senté en el viejo y raído sillón de mi sala y contemplé por unos cuantos minutos el frasco que contenía las pequeñas pastillas que habrían de librarme de una vida que ya no quería llevar. Las observaba con detenimiento, casi admirándolas, casi adorándolas, en lo que parecía una parodia tétrica de un rito religioso.

Lentamente la primera cayó en mi mano. De mi mano a mi boca y de la boca al estómago, ayudada por un trago de mi bebida. Por primera vez, sentí miedo. Me quedé con los ojos cerrados por unos minutos, escuchando la música, escuchando mi respiración. Todavía vivía.

Sin abrir los ojos, llegó la segunda pastilla… y la tercera y la cuarta. Después de que había pasado la séptima pastilla, dejé de contarlas. Seguía con los ojos cerrados. Temía que si los abría, si tenía el más mínimo contacto con el mundo exterior, con la vida, me arrepentiría de la decisión que ya había tomado. Cuando pensé que ya había sido suficiente, me recliné en el sillón y respiré profundamente.

Solo en ese momento me di cuenta de que había un factor para el que no me había preparado: la espera. Ciertamente cuando decides quitarte la vida, muchas de tus virtudes son puestas a prueba y una de ellas es la paciencia. Podría tardar horas, incluso hasta un día, en que esos pequeños comprimidos hicieran su trabajo en mi cuerpo. Mientras tanto, yo debía esperar pacientemente.

Dejé que mi mente se perdiera entre la música. Dejé que mis pensamientos se movieran al ritmo de aquellos acordes que llenaban el espacio de mi apartamento. Dejé que aquellas notas, que sonaban como una hermosa despedida, me consolaran y me acompañaran en aquella empresa tan ambiciosa que había comenzado. Dejé que la música me arropara, me quitara el miedo y me condujera a través de ese mítico túnel que todos aseguraban que algún día vería. Aquella dulce música, cómo me habría gustado acariciarla…

Ahí donde estaba, pensé, ya había muerto. En ese momento, sentado en el sillón, con los ojos cerrados y una decena de pastillas nadando en mi estómago, mi mente estaba tan desprendida de mi cuerpo que era casi ingenuo pensar que espíritu y máquina seguían siendo uno. Sin embargo, todavía podía notar mi respiración y todavía podía sentir, aunque muy débil, mi corazón latiendo en mi pecho. Todavía faltaban unos cuantos pasos.

Pasado un rato, sentí el irrefrenable deseo de abrir los ojos. Sentí que había algo ahí afuera que me llamaba, que me invitaba; algo que no era precisamente la vida. Lentamente abrí los ojos, con algo de temor, pero también con emoción y, luego de acostumbrarme a la luz, me di cuenta de que lo que veía no era mi apartamento.

Estaba frente a la cocina de la casa de mi infancia. ¿Cómo era aquello posible? En alguno de los foros en los que había participado, habían dicho que las alucinaciones podían ser parte del proceso, sin embargo aquello era tan real que me resultaba difícil pensar que era parte de mi imaginación.

En aquella cocina empezaron a entrar distintos miembros de mi familia, todos con aspecto sombrío. Todos se veían, más que tristes, cansados. Parecían llevar una carga enorme en sus hombros y estar ya agotados de moverla a todos lados con ellos. Uno a uno fue entrando a la cocina y parándose frente a mí, mirándome fijamente con esos ojos oscuros en los que yo no podía encontrar vida.

Por un lado, la presencia de miembros de mi familia me hacía sentir cómodo. Por otro lado, su aspecto hacía que mi ansiedad subiera. No eran las figuras más amigables que pudieras ver, no eran precisamente las caras que quería ver en mis últimas horas. Sin embargo estaban ahí, parados frente a mí, viéndome fijamente. Cada vez entraban más y más a la cocina. Ya eran tantos que había muchos que ni siquiera conocía. Reconocía que eran de la familia porque todos se parecían entre ellos.

Como ya eran suficientes para cubrir todo mi campo visual, empecé a verlos con detenimiento yo también a ellos. Mientras trasladaba mi mirada, de una cara a la otra, noté un detalle que por un momento me heló la sangre: ninguno de aquellos miembros de mi familia que estaban ahí frente a mí, estaban vivos.

Abuelos, tíos, primos, todos los que estaban ahí, eran personas que ya habían muerto. Era por eso que había algunos que no reconocía; esos eran miembros de mi familia que habían muerto mucho antes de que yo hubiera nacido incluso. Era por eso que en aquella cocina, no estaban mis padres, mis hermanos. Supuse entonces que ese era mi momento final. Nada más poético que reunirse con la familia a la hora de partir del mundo terrenal.

Me levanté del sillón y di unos cuantos pasos vacilantes hacia ellos; no sabía si eso era exactamente lo que tenía que hacer, pero sentía que era lo más lógico. Apenas me acerqué, todos aquellos miembros de mi familia se movieron hacia mí, como un gran bloque y me rodearon. Se fueron acercando cada vez más y más, hasta que casi no pude ver la luz exterior. Se acercaron a mí hasta que un frío glacial llenó mis pulmones. El temor me invadió y quise gritar, pero ¿qué caso tenía? Mi grito no sería audible por oídos mortales en ese momento. Me arropó la oscuridad y, antes de perderme en ella, alcancé a escuchar lo que pensé que serían los últimos compases musicales que jamás escucharía…

Abrí los ojos de nuevo y me costó unos minutos entender que estaba de nuevo en la sala de mi apartamento. Me costó un rato recordar quién era, dónde estaba y lo que había estado haciendo últimamente. Me costó unos cuantos minutos recordar por qué y cómo había decidido arrebatarme la vida. Me costó un momento recordar que había muerto… o al menos eso era lo que yo pensaba.

Había calma, silencio. La música había dejado de sonar, quién sabe hacía cuanto tiempo. A mi derecha, en el suelo, había un charco de vómito. Podía ver algunas pastillas ahí, pero no estaba seguro si eran de las que me había tomado o eran las del frasco, que se me habría resbalado de la mano. Mi copa estaba vacía, al igual que la botella que contenía aquella bebida que me había ayudado a pasar el trago de la muerte. A pesar del aspecto desastroso que tenía la escena, todo se veía normal.

 Con un gran esfuerzo, me levanté del sillón. La sensación era la de que no había movido un solo músculo en años. Sentía como si el cuerpo me reclamarlo por someterlo a aquel sufrimiento de moverse, de sentirse con vida, de sentirse activo.

Mi mente tampoco estaba en el estado más óptimo. Todavía estaba confundido. Todavía me costaba recordar cosas. Todavía no entendía muy bien qué me había llevado a la situación en la que estaba en ese momento. Todavía ignoraba la naturaleza del estado en el que me encontraba.

Caminé por la pequeña sala de mi apartamento, dando vueltas, intentando hilar una cadena de pensamiento coherente. Fue después de unos cuantos pasos cuando llegó a mi mente una idea tan obvia, pero tan fuerte, que hizo que me mareara un poco: todavía estaba vivo.

¿Era posible que tuviera tan mala suerte que ni siquiera pudiera quitarme la vida? Aquella pregunta hizo que estallara en una sonora carcajada. Sin embargo, mi risa me asustó. No había alegría en ella. Mi risa era un sonido tétrico, sombrío, como el eco que devuelven las profundidades de un cementerio a un caminante perdido.

Luego de haber superado ese susto, me puse a pensar. Me puse a sacar cuentas, a intentar deducir por qué no había logrado cumplir mi objetivo. Nada parecía tener sentido, excepto una cosa: estaba vivo, todavía. A decir verdad, mientras se me iba pasando el entumecimiento de los músculos y la confusión de la mente, me sentía cada vez más vivo. Más vivo incluso que unas horas antes, cuando comencé a pasar aquellas pastillas con alcohol.

No entendía cómo podía seguir habiendo vida después de aquella escena tan escabrosa de mis familiares muertos viniendo a encontrarse conmigo. No podía creer que aquello tan solo hubiera sido una jugarreta de mi mente. No podía entender que mi cuerpo hubiera aguantado esas cantidades de veneno a las que lo había sometido. No podía entender el chiste en esa broma tan pesada que el destino me estaba jugando.

Quise tomar un poco de aire, así que caminé hacia la ventana. Una vez más, me llevé un susto terrible cuando me encontré con que, parado en el alféizar de la ventana, se encontraba un buitre enorme, con la mirada fija hacia el interior de mi apartamento.

Sonreí y recordé al cuervo de aquel poema que tantas veces había leído en mi infancia. Miré fijamente al buitre y le pregunté, burlonamente, “¿nunca más?”, sin embargo aquel ave no era del tipo parlante. Seguía mirando fijamente y aunque yo estaba justo frente a él, no parecía mirarme a mí, parecía mirar a través de mí. Intenté espantarlo, sin éxito. El buitre emprendió el vuelo por su cuenta.

Tampoco tuve éxito al abrir la ventana de mi apartamento. Aquella ventana estaba un poco dañada y necesitaba de unos movimientos especiales para abrirla, sin embargo, normalmente siempre podía hacerlo. Esta vez no fue así. Se lo atribuí a mi estado de confusión, ansiedad y debilidad. Respiré profundo y volví a echarle un vistazo a la sala.

Todo parecía tal como lo había dejado cuando decidí suicidarme. Casi todo. Algo que me llamó la atención fue lo rápido que se habían deteriorado las flores que había comprado la mañana anterior a mi práctica suicida. Me pareció muy curioso, sin embargo yo no era un experto en plantas, así que no podía saber que tan extraño era aquello.

Me fijé en que el reproductor de música seguía encendido, a pesar de que ya no estaba sonando ninguna música. Pensé que había preparado suficiente material en mi disco extraíble como para que la música sonara por horas, incluso días. Capaz hubo un corte eléctrico mientras estuve inconsciente, capaz los archivos estaban rotos. Lo cierto es que aquel silencio me estaba incomodando, así que intenté hacer sonar el reproductor de nuevo. Alguna avería tenía, que no me permitió hacerlo sonar de nuevo. En ese punto, estaba empezando a desesperarme un poco.

Me dejé caer en el suelo, recostado de la pared. Intenté darle sentido a todo lo que había pasado en las últimas horas. Intenté entender todo lo que había pasado en mi vida últimamente. Concluí que, ya que estaba vivo, debía intentar ponerle orden a mis pensamientos y tratar de reorganizar mis acciones futuras.

Pero había algo que me seguía molestando. Había algo en la atmósfera del lugar que me hacía sentir incómodo. Había algo en el aire que me hacía sentir fuera de sitio, me hacía sentir como que no pertenecía a ese lugar, a ese momento. Era una sensación extraña, pero mientras más me hacia consciente de ella, más invadía mi mente, mis sentidos y me obligaba a escudriñarla y estudiarla.

Luego, todo empezó a pasar muy rápido. Mi cabeza empezó a dar vueltas alrededor de ese sentimiento de alienación, por la ventana podía ver como una bandada de buitres revoloteaba en círculos cerca de mi ventana y alguien empezó a llamar a la puerta del apartamento con mucha vehemencia.

Grité diciéndoles que se fueran, estaba demasiado mareado y confundido como para atender a alguien más en ese momento. Sin embargo volvieron a llamar a la puerta, con una energía que me parecía desproporcionada. Volví a gritarles para que se fueran, les grité con fuerza y con desprecio, para que entendieran que debían dejarme en paz.

Hubo un momento de silencio en el que pensé que se habían ido, sin embargo, cuando había bajado las defensas, pude ver cómo la puerta de mi apartamento se caía, tras un golpe muy brusco que hizo que me pusiera de pie de inmediato.

Unos hombres con uniforme de la policía entraron al apartamento, casi corriendo y detrás de ellos mi vecina, mi madre y mi hermano. Pude notar que los tres tenían una expresión de profunda preocupación que me alarmó sobremanera. Caminé hacia ellos, intentando al mismo tiempo hacer que se tranquilizaran y que me explicaran que era todo ese circo que habían montado en mi apartamento. Sin embargo ellos pasaron a mi lado, casi ignorándome, corriendo hacia el centro de la sala.

Giré, desconcertado. ¿Qué estaban haciendo todos arrodillados frente al sillón? Caminé hacia ese punto y ahí, la verdad me golpeó. La verdad mi inundó con su fuerza, abrió mis ojos hacia lo que habían estado cerrando por los últimos minutos. Ahí en el sillón estaba mi cuerpo, sin vida desde hacía varios días. Ahí en el sillón había muerto esa tarde en la que tomé una dosis de medicamentos suficientes para matar a dos hombres. Ahí, en el medio de la sala, estaba muerto y no me había dado cuenta.

martes, 26 de junio de 2012

La Peste del Odio


No quisiera comenzar este relato diciendo “erase una vez un pueblo perfecto”, pero es que lo era. No me gustaría caer en el cliché de describir una civilización perfecta, incorrupta, libre de todo pecado y de toda malicia, pero es la descripción que más podría ajustarse a ese pueblo del que tenía pensado hablarles.

Aquel pueblo era la perfecta representación de una utopía. Sin embargo, como todos sabemos muy bien, las utopías se caracterizan por no existir; por lo tanto las bases de la perfección de la civilización que les describo, eran débiles, endebles.

La felicidad de las personas de aquel pueblo se basaba en tranquilidad y organización. Tranquilidad porque no existía ningún tipo de amenaza hacia su calidad de vida. Organización porque eran como una máquina: cada quien sabía lo que tenía que hacer para mantener el status quo que aseguraría, para sí mismo y para todos los demás, la paz y perfección de la que se jactaban y disfrutaban.

Eran bastante predecibles, pero eso estaba bien. Estaba bien porque esa predictibilidad les permitía saber exactamente qué hacer en cada situación específica y les permitía también identificar cuándo había un evento que no se ajustaba a su repertorio de situaciones comunes y ajustarse rápidamente a esas novedades.

Fácilmente podrían pensar que éstas que acabo de nombrar son las características del pueblo más aburrido del mundo; sin embargo, no era exactamente así. Aquel sitio irradiaba paz y era capaz de reponer el desajuste físico o mental de cualquiera que se pasara una temporada en aquel lugar.

Siguiendo con la retahíla de lugares comunes que es este relato, y como seguramente podrán imaginarse que sigue, toda esta perfección llega a un punto de término, a un abrupto final.

Sucedió que un día, uno de los habitantes del pueblo, que había estado de viaje en una población vecina, regresó a su casa hablándoles a sus familiares y amigos de una extraña enfermedad que estaba aquejando sistemáticamente a las comunidades cercanas.

Como habría de esperarse, dada la organización de aquella comunidad, todos empezaron a llevar a cabo las medidas de prevención para protegerse de esa enfermedad de la que se hablaba. Sin embargo, no contaban con dos aspectos clave con respecto al tema del extraño padecimiento.

En primer lugar, ellos no tenían idea del tipo de enfermedad a la que se enfrentaban; no era una afección física, sino una enfermedad que afectaba la mente, el alma, la capacidad de razonar y de discernir clara y objetivamente. Segundo, otro factor del que no tenían conocimiento, era el hecho de que aquel hombre que avisó sobre la enfermedad, ya estaba contagiado y esa enfermedad era altamente infecciosa.

Todo empezó entonces en casa de aquel hombre, a quien podemos llamar El Viajero. Su esposa estaba acostumbrada a los paseos de su marido, así que siempre lo esperaba con una buena comida para celebrar que había llegado sano, salvo y lleno de más conocimiento sobre el mundo exterior.

Normalmente El Viajero aceptaba con alegría y con regocijo el banquete que su mujer le preparaba. Sin embargo, como ya pudieron irse imaginando, esta vez fue diferente. Esta vez saltaron a los ojos de El Viajero detalles que anteriormente pasaban por alto, pero que esta vez no toleró: ¿por qué esta comida estaba tan caliente? ¿Por qué esta otra está tan fría? ¿Qué es esa cosa verde sobre el arroz? ¿Por qué mezcló esto con aquello?

Lo que empezó como unos simples cuestionamientos, se fue convirtiendo en un ataque directo contra su esposa, haciendo comentarios que eran cada vez más hirientes, con la finalidad de que ella terminara dándole la razón.

Como ya les había contado antes, esta enfermedad que empezaba a padecer El Viajero era altamente infecciosa y, mientras atacaba a su esposa, ésta se iba contagiando de la enfermedad también. Cuando el virus se alojó por completo en su cabeza, ella también estalló y comenzó a contestar a las agresiones de su marido. La discusión se fue haciendo cada vez más grande, hasta que empezaron a gritarse y a insultarse.

Los vecinos más cercanos empezaron a escuchar la discusión y se quedaron perplejos, pues jamás habían escuchado algo así. Y eso apenas era el comienzo de la locura. Una vez que aquel virus se había asentado en dos personas, era sólo cuestión de tiempo para que se propagara en todo aquel pueblo, atentando contra su perfección, paz y armonía.

La mañana siguiente a su pelea, tanto El Viajero como su esposa, fueron contagiando a las personas con las que tenían contacto. Ella discutió con el dueño del abasto, quien a su vez discutió con su esposa; la esposa del dueño del abasto tuvo una pelea con su hijo, quien tuvo una violenta discusión con su novia y ella confrontó violentamente a sus padres.

El Viajero, por su cuenta, peleó con la persona a la que le vendía las telas que traía de otros pueblos; éste señor tuvo una discusión con una clienta, quien a su vez insultó en la calle a un hombre por tropezar con ella. Poco a poco la red se iba expandiendo; todos se iban contaminando de aquella peste que los llenaba de odio a todos.

En cuestión de unas pocas semanas ya tres cuartas partes de la población total de aquel sitio estaba contaminada con la peste. La gente caminaba por la calle lanzando miradas de desprecio a los demás transeúntes, atentos a cualquier señal de agresión para responder con un argumento mucho más punzante que el de su hipotético contrincante.

Obviamente la armonía y la organización de aquel pueblo comenzaron a resquebrajarse. El odio que estaban experimentando hizo que salieran a relucir viejas rencillas y rencores que no habían sido resueltos ni tratados en orden de mantener la perfección de aquel lugar. Ya las personas no confiaban en sus vecinos y por ende, se negaban a trabajar en equipos.

La gente andaba por ahí deseando no toparse con nadie conocido, para evitar la molestia de tener que saludarse y dar una exhibición de falsa simpatía, cuando todos sabían que lo que había era un marcado desprecio.

Ya cuando la peste del odio se hubo asentado en casi todos los habitantes del pueblo, la dinámica social había cambiado drásticamente. Anteriormente, las diferencias que existían entre ellos, se valoraban. Se entendía que dos personas pensaran de manera diferente acerca de un tema y se apreciaba esa diferencia como un símbolo de diversidad y de riqueza intelectual y espiritual.

Pasaba que la enfermedad del odio se alimentaba de peleas, ataques, insultos, discusiones y discriminaciones; por lo tanto, hacía que las personas buscaran razones para enfrentarse. Las diferencias eran una “comida” ideal para el virus del odio y fue así como los habitantes del pueblo, que una vez habían apoyado y fomentado la diversidad, comenzaron a atacarse unos a otros en base a sus diferencias de opiniones.

Era un caos, pues toda posición que alguien pudiera tener con respecto a algo, tenía una contraparte; y en ese oro lado había alguien dispuesto a fomentar una discusión en base a esa diferencia. Esa constante confrontación fue deteriorando aquella sociedad ideal, hasta convertir aquel pueblo en un lugar donde no era posible vivir.

Gustos musicales, zona donde vivías, escuela a la fuiste, equipo deportivo al que apoyabas; todo era razón para que hubiera otro grupo confrontándote y cuestionándote. Y la peste del odio se alimentaba, se hacía más fuerte y se negaba a abandonar a aquellas pobres personas que alguna vez soñaron con una sociedad perfecta.

El virus se hizo tan fuerte, logró distorsionar el raciocinio de las personas a un nivel tal, que los habitantes del pueblo iban transmitiendo su odio a las siguientes generaciones a través de sus hijos. “Él cree en un Dios, atácalo”; “ella no cree en nada, confróntala”; “ella tiene el dinero que nos pertenece, boicotéala”; “él y su familia decidieron no tener nada, pisotéalos”, eran las enseñanzas que le daban a sus hijos, sin saber el daño tan profundo que les estaban haciendo. Sin saber que contagiar de la peste del odio a una persona de tan corta edad, era condenarlo a vivir toda una vida de amargura, rencor y soledad.

El evento que la gran mayoría coincide que llevó a esta sociedad al total desastre, fue el protagonizado por el alcalde del pueblo, a quien llamaré simplemente El Alcalde. El Alcalde era un hombre era un hombre bastante afectado por dos potentes enfermedades. Una era la peste del odio, que ya para ese momento tenía un par de años azotando al pueblo. La otra, era una fuerte adicción al poder, enfermedad que ya de por sí es peligrosísima y combinada con la peste del odio, mucho más.

Resultó que estaba totalmente cegado por aquellos dos padecimientos que le aquejaban, así que basado en sus propios rencores, se decidió a llevar a cabo una estrategia que le permitiera saciar su necesidad de poder.

Aunque no estaba consciente (nadie en el pueblo lo estaba) de que todos estaban actuando en consecuencia de la enfermedad que padecían, sí se había dado cuenta, porque era un tipo bastante inteligente, de que había algo en la diferenciación que podía ayudarlo. Fue así como empezó a crear prejuicios entre sus seguidores con respecto a sus detractores, tal como hacían los padres con sus niños pequeños. De esta manera se aseguraba una base fiel de seguidores que lo apoyaran por el simple hecho de llevarle la contraria al grupo que no estaba con él.

Como la peste del odio estaba ya tan afianzada en la mente de todos, cualquier pequeño comentario era como una bomba que había que estallara una confrontación temible, un ataque incesante entre varias partes que apoyan ciegamente su propio punto de vista.

Fue así como se creó la gran fuente de alimento de la peste del odio: la disputa entre los que apoyaban al Alcalde y los que no. Una disputa que fue haciendo cada vez más fuerte a la enfermedad y más débil a la sociedad, llevándola a ser una simple caricatura de lo que alguna vez fue.

Este es el relato de cómo la Peste del Odio se coló en una sociedad a tal punto que distorsionó su razón, su pensamiento e hizo que hermanos se enfrentaran entre ellos por diferencias que en otro momento eran entendidas como parte normal de la convivencia en sociedad. Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.

viernes, 25 de mayo de 2012

El árbol de las frutas peculiares


Serena era la brisa que soplaba en aquel claro. Serena era la brisa que movía con calma las hojas de los árboles, las flores, la grama. Serena era la brisa que mecía de lado a lado, con lentitud, los cuerpos sin vida que colgaban de las ramas de aquel árbol solitario.

Goteaban pausadamente, decorando con su rojo vivo las raíces del árbol que les servía como última morada. Goteaban pausadamente como último acto de entretenimiento para los creadores de tan sangrienta escena.

Cantaban las aves, cantaban los insectos; cantaban ignorantes de la maldad que se respiraba en el aire. Y seguía soplando la brisa, como intentando llenar de vida a aquellos pobres inocentes que habían pagado por algo con lo que no tenían que ver en lo más mínimo.

Los rayos de sol de aquel hermoso atardecer caían directamente sobre ese espacio, tan apacible y macabro al mismo tiempo. Los rayos de sol develaban al mundo los rostros tanto de las víctimas como de los victimarios, sin embargo no había testigos en ningún lugar.

Algunos carroñeros ya empezaban a revolotear alrededor del árbol de donde colgaban aquellas frutas tan extrañas. Esperaban el momento en que el árbol estuviera completamente solo, pues todavía estaban ahí parados aquellos hombres que miraban admirados lo que habían hecho.

Sus pechos se movían, agitados. En parte por el cansancio que les generó la actividad que acababan de realizar, en parte también por esa emoción morbosa que les había producido torturar y matar.

El lento oscilar de los cuerpos que colgaban del árbol, los hipnotizaba, los calmaba, los hacía parecer inofensivos. Los hacía parecer personas normales admirando una obra de arte. Para ellos lo era.

No se habían molestado en limpiarse la sangre. La llevaban con orgullo en sus manos, piernas, torsos y caras. Las llevaban con orgullo en su ropa. Esas manchas los empoderaba, los había sentirse por encima de los demás mortales.

Dentro de su delirio, ellos eran poderosos, eran un grupo aparte de los demás. Dentro de su delirio ellos eran los jueces, eran la ley. Dentro de su delirio, ellos eran dioses. Dentro su delirio, ellos tenían la potestad para dar y quitar la vida, tenían el poder de hacer crecer en los árboles aquellas frutas extrañas de tan rojo néctar. 


sábado, 10 de marzo de 2012

Canto a Caracas

El olorcito a café
me despierta y ya sé
que el día ha comenzado.
La calle me empieza a hablar, 
ya lo puedo notar
en el rumor de los carros.

Todavía no amanece
y ya hay que despertar.
La vecina de en frente 
ya salió a trabajar.
Así se mueve la gente
en esta enorme ciudad.

El metro está a reventar,
no cabe ni un alma mas 
y el tren está retrasado.
Además del calor
un niño entra al vagón
a vender calendarios.

Todavía no crece 
y ya tiene que trabajar.
De lo que haga depende
que hoy pueda cenar.
Así se mueve la gente
en esta enorme ciudad.

Un tráfico infernal
le impide avanzar, 
volverá a llegar tarde.
Un programa de opinión
le recuerda que hoy
pudiera ser atracado.

La radio lo devuelve
a la triste realidad.
La ciudad donde vive
lo podría matar.
Pero no se entristece, 
ya no hay vuelta atrás.
Así se mueve la gente
en esta enorme ciudad.

martes, 17 de enero de 2012

De cómo mis bolsillos se llenaron de hojas púrpura

Abrí los ojos y estaba allí. Un extraño lugar con un aire enrarecido, pero fresco y placentero. Un extraño lugar donde parecía que cielo y tierra habían cambiado de lugar, pero se veía bien. Encajaba. Era un extraño lugar que de entrada me pareció inquietantemente acogedor y familiar.

Estaba en un campo abierto. Una pradera con una grama hermosa, meticulosamente cuidada; una grama cuyo color no podía discernir entre el verde y el azul. Adonde fuera que viera, aquel paisaje parecía extenderse sin límite, como el universo, sin ninguna señal aparente de vida, a excepción de las plantas.

Los árboles crecían en formas extrañas. Los troncos formaban toda clase de figuras geométricas (cuadrados, círculos, rectángulos) y sus ramas se elevaban a alturas absurdas, desafiando toda lógica, para terminar en hojas de color lila, que hacían un bonito contraste con el cielo verde-azulado.

Luego de un rato admirando la vegetación del sitio decidí que era momento de avanzar. Al caminar, daba la sensación de que lo que se movía era el paisaje y no yo, como en esas viejas películas que mi padre me hacía ver siempre.

Mientras caminaba, empezó a suceder otra cosa que me llamó la atención: del suelo empezaban a aparecer unas pequeñas esferas luminosas que, tan pronto como aparecían, subían al cielo a una velocidad impresionante y se quedaban allí un rato, antes de desvanecerse. Aquel fenómeno fue aumentando en intensidad hasta el punto que se me hacía difícil caminar sin tropezarme con alguna de esas esferas. Vi hacia el cielo y sonreí. Era una lluvia de estrellas y me pregunté qué más me depararía este curioso lugar.

Iba tan entretenido con las estrellas intermitentes que subían del suelo que casi no me di cuenta del hombre que había aparecido frente a mí. Estaba sentado en el suelo y parecía bastante cansado. “¿Tomando un poco de aire?” le pregunté. El hombre no me contestó, simplemente se limitó a encoger los hombros con un aire de indiferencia.

Noté que tenía una serie de instrumentos de agricultura a su lado. “¿Es usted quien mantiene este sitio?” pregunté nuevamente. El hombre negó con la cabeza y esta vez sí me contestó: “eso significaría la posibilidad de lograr una meta” me dijo con un tono que rayaba en la tristeza y la burla “yo llevo toda mi vida arando en el mar”.

Levanté un poco la mirada y noté que ciertamente delante de aquel hombre se extendía una playa en la que flotaban cientos y cientos de semillas. Cómo había llegado esa playa hasta ahí no tuve tiempo ni siquiera de pensarlo, porque en ese momento aquel triste campesino giró su cara hacia mí y me vio directamente a los ojos, con una mirada que yo conocía muy bien. Eran mis propios ojos.

Aquel hombre era yo, incluso con la misma ropa que tenía puesta en ese momento, pero unos cuantos años mayor. El miedo me hizo correr en la dirección opuesta aquella visión, pero debí suponer que en un sitio tan peculiar como ese, escapar no sería tan fácil.

Corría ahora por una playa cuya arena era de algún matiz de rojo. Corría y veía distintas escenas de mi vida, todas escenas dolorosas. De vez en cuando me veía a mí mismo corriendo en dirección opuesta y otras veces me veía con los ojos vendados y caminando en círculos sin parar.

Ya en ese punto, aquel lugar que me había parecido tan agradable e interesante, me estaba resultando hostil e incómodo. Quería volver a casa, pero no tenía idea de cómo hacerlo, así que seguí corriendo por aquella playa hasta que tropecé y caí con la cara contra la arena.

Cuando levanté el rostro, el paisaje había vuelto a cambiar drásticamente. Estaba frente a la fachada de una casa con forma de cabeza de tigre. Miré hacia arriba y me encontré de nuevo con aquel cielo verde-azulado. Esta vez pasaron zurcando un par de peces de color rojizo. Esto ya había alcanzado otro nivel de locura. En ese punto había empezado a desesperarme de verdad.

Bajé la vista y frente a mí había dos hombres que, para intentar resguardar mi cordura, supuse que habían salido de la casa con forma de pirámide (¿no era una cabeza de tigre hace un momento?). Uno de ellos tenía un bigote muy particular y de su mano derecha brotaban hormigas sin parar. El otro hombre, de cabello negro corto, con ojos enormes como de camaleón, jugaba con una hojilla increíblemente brillante.

“¿Qué te parece?” preguntó el del bigote extraño, con una sonrisa en la cara. “Quiero volver a casa. Quiero volver al mundo real” contesté sin dudar por un instante. “Al mundo real” dijo el de la hojilla y soltó una sonora carcajada antes de apartarse un poco de nosotros. “este es el mundo real” me dijo el hombre con la mano llena de hormigas. “Esto es la verdadera realidad. Lo que hay en tu cabeza es lo que ves aquí, es lo que debería importarte. ¿Por qué querrías volver a un sitio donde restringen tu entendimiento, pensamiento, sensación y creación?”. Aquel hombre hablaba con naturalidad y firmeza. Era difícil no dejarse convencer por sus palabras.

“El mundo real tiene lógica y sentido. Todo lo contrario a esto” dije señalando el cielo en el justo instante en el que un relámpago hacía que el cielo se hiciera marrón. “Esto tiene lógica y sentido si tú se lo das. ¿No entiendes acaso? Esto es libertad. Puedes ser lo que quieras, puedes hacer lo que quieras. Es por ese que puedes tener visiones tan vívidas de tu pasado e imágenes tan claras de tu futuro. Puedes cambiarlos a ambos en este presente al que solo tú le pones límites”. El hombre me miró un rato, mientas las hormigas seguían brotando de su mano. Guardé silencio, pues sentía que si hablaba le daría la razón y me quedaría perdido en esa locura por siempre.

“Mira, este es el trato. Si dejas que mi amigo corte tus ojos con su hojilla, tu vista quedará por siempre ajustada para percibir esta realidad y disfrutarla. Podrás manejarla a tu gusto”. No podía creer lo que decía, ¿cortar mis ojos con una hojilla? “Ahora, si de verdad quieres ir a ponerte esos aburridos anteojos de nuevo y regresar a tu vida, sólo dímelo y estará hecho”.

“Quiero volver” dije con firmeza, antes de contestar cualquier otra cosa de la que me pudiera arrepentir. El hombre de la hojilla soltó un resoplido de aburrimiento, de fastidio. “Si eso es lo que quieres…” dijo el hombre del bigote raro, también decepcionado.

Abrí los ojos y estaba en mi asiento del tren. Me sentí tan aliviado que reí con ganas al tiempo que un par de lágrimas escapaban por las esquinas de mis ojos. Todo había sido un sueño. Uno muy vívido y extraño, pero un sueño al fin.

Tomé mi periódico y noté que algo caía al suelo. Cuando me incliné para recogerlo, me di cuenta de que el objeto era una hojilla de afeitar. Me incorporé rápidamente y me asomé por la ventanilla del tren. A cierta distancia vi alejarse a dos hombres que me parecían familiares, uno de los cuales tenía un montón de hormigas en su mano derecha.