lunes, 21 de diciembre de 2015

Solo

Alberto todavía no se acostumbraba a estar soltero. La noche transcurría con demasiada lentitud en aquella habitación vacía. Daniela se había llevado todos los cuadros y varios de los muebles. Sólo había quedado una pera a medio comer que parecía resistirse ante la podredumbre. Alberto encontraba paz en la contemplación de la fruta. Acurrucado en la cama, recordaba el mordisco decidido que ella le había dado a la pera, antes de levantarse y decirle que aquello no funcionaba.
El centro de Caracas había sido el espacio predilecto de la relación. Ahora servía de escenario para el intercambio de esos objetos que debían volver a sus dueños originales. Nadie adivinaba que Daniela alcanzaba los treinta y tres años, con esa cara de niña y sonrisa de ángel. Siempre lo veían a él con el mayor, con su barba perenne y las ojeras invencibles. En la mesa del café, descansaba una caja con huecos a los lados. Era su forma de despedirse, él lo sabía, pero no quería aceptarlo. Se asomó con temor y el gato le devolvió la mirada. Le preguntó a Daniela por qué era verde. Ella contesto que era una mutación genética, pero era su color favorito y sería un buen recuerdo. Alberto cargó al gato, con la duda de un padre que no acepta su condición, y decidió llamarlo “Solo”. A Daniela le hizo gracia. Soltó una carcajada limpia y se fue sin mayores aspavientos. Él todavía tenía demasiadas preguntas por hacer. Sólo le quedaría comentarlas con su nueva mascota.
Cada tarde, en el parque del edificio, Alberto jugaba con Solo; su pelaje verde brillando al sol. No entendía que el animal no era un perro, no entendía qué era estar soltero. La pera aún reposaba en el apartamento, con aquella única mordida y ninguna señal de putrefacción.

martes, 20 de octubre de 2015

Ciudad herida


La ciudad está herida. Tiene grietas en las calles. De las grietas brotan personas,
se apelotonan unas sobre otras, se respiran en las nucas,
se manotean y se golpean los pechos unos a otros con ritmos primitivos.
La ciudad está herida.  Tiene cráteres enormes en el asfalto. Ventanas vertiginosas
que se asoman a mundos inexplorados. Pozos sin fondo en los que los conductores
lanzan sus maldiciones como monedas,
esperando que se les cumpla un deseo.
La ciudad está herida. La fiebre no se le baja con ningún trapo caliente,
sigue viendo duendes en las esquinas, espectros en los callejones,
fantasmas en Miraflores.
La ciudad está herida. En su desesperación intenta buscarles salida a los habitantes.
Les inserta el gusanillo de la diáspora,
los hace delirar con futuros fáciles en otras ciudades heridas.
La ciudad está herida.
Poco a poco se desangra.
Poco a poco se resigna.


miércoles, 7 de octubre de 2015

La Taconazo

Ser hijo único te pone en una posición particular con respecto a tus primos. Para los menores, eres una especie de hermano mayor menos punitivo. Para los mayores, en comparación con sus propios hermanos menores, eres una presa mucho más ingenua para sus engaños, triquiñuelas y relatos fantásticos.
Tuve la suerte de contar con primos creativos, que se exigían en sus historias, que intentaban estirar las líneas de su imaginación en la medida de lo posible. Recuerdo unas cuantas en específico. Hace unos diez años, por ejemplo, con el boom de CSI, una de ellas me aseguraba que ya estaba en proceso de producción CSI Caracas. Un tiempo antes de eso, uno de mis primos me relataba el misterio sobre la “Isla Moby Dick”, isla tan particular y llena de misticismo que no solo tenía la forma de la famosa ballena de ficción, sino que además proyectaba una extraña sombra en el cielo, logrando verse sobre ella siempre una nube con la misma forma del blanco cetáceo.
Sin embargo, la que he estado recordando mucho en estos días, es la de “La Taconazo”. Según la historia de mi primo, La Taconazo era un espanto. (Dado el amplio espectro de todo lo que puede o no ser un espanto en la mitología contemporánea venezolana, debo darle el beneficio de la duda a mi primo aquí y dejar en el aire la cuestión de si realmente es un espanto o un personaje más de su imaginación pre púber). La característica distinta de La Taconazo, y de ahí su título distintivo, era que siempre se la escuchaba taconear a las espaldas de la víctima. Taconeaba firme y con gran estruendo. Creo recordar algunas de estas condiciones típicas de espantos del tipo “si la escuchas taconear rápido es que está lejos, si la escuchas lento, estás jodido”. Girar a verla suponía dos resultados posibles (son los dos resultados que mi memoria ha ido mezclando con los años): o no veías a nadie pero el taconear te seguía perturbando, o la veías directo a la cara y su aspecto fantasmagórico terminaba por llevarse tu alma antes de lo previsto. En cualquier caso, lo mejor era seguir con la marcha propia lo más que se pudiera.
El punto cumbre de la historia era la forma de deshacerse de La Taconazo. “Hay que rezar el Credo al revés”, sentenció mi primo. Para un niño de unos ocho años, aquella solución apenas califica como salvación. Apenas podía recitar pasajes del Padrenuestro. Aprenderme el Credo era una empresa inimaginable. Ni hablar de aprendérmelo al revés. Recuerdo, además, haberme quedado con una duda importantísima que no quise expresarle a mi primo, por temor a parecer un ignorante: cuando se refería al Credo al revés ¿debía recitarlo invirtiendo el orden de las palabras, o debía pronunciar cada una de las palabras al revés? Esta última opción no sonaba lógica. Al final terminaría construyendo un idioma incluso más tenebroso que el espanto que debía conjurar.
Para imprimir veracidad y demostrar que no todo era oscuridad en este mundo, mi primo incluyó un caso de éxito. “El único que se ha salvado es un cura. Pero eso porque ellos, para poder ser curas, tienen que aprenderse todas las oraciones al revés”. Nosotros los mortales la teníamos más complicada. Nadie nos obligaba a aprendernos semejante oración al revés. Sólo el miedo de no ser alcanzado por los terribles pasos de La Taconazo.
A lo largo de los años siempre he llevado el recuerdo de La Taconazo conmigo. Al principio como una forma de estar alerta a cualquier paso irregular que pudiera escuchar a mis espaldas. Mientras fui creciendo y entendiendo la naturaleza real de la historia, seguía conservando aquella memoria como un souvenir que había podido rescatar de esos años ingenuos y divertidos.
Últimamente, el recuerdo de ese particular espanto ha estado muy vivo en mi mente. El estado de paranoia constante que vivimos en Caracas me hace recordar mi atención y tensión ante cualquier sonido de taconeo que escuchaba detrás de mí. Hoy en día, todos andamos por las calles capitalinas como si quisiéramos huirle a La Taconazo. La situación de inseguridad (esa “sensación” de la que hablan muchos, como si así pudieran disminuir la gravedad de lo que vivimos a diario), hace que siempre estemos girando sobre nuestros hombros, dispuestos a encontrar la nada o la cara terrible del hampa caminando hacia nosotros. Hacemos lo posible y lo imposible por alejar el mal y sus probabilidades siniestras.
Siempre que siento unos pasos sospechosos detrás de mí, recuerdo la historia. Sonrío un poco, pero apuro el paso. Nadie quiere que semejante espanto lo alcance. A veces siento que no tenemos escapatoria. A veces siento que la solución para sortear  la delincuencia puede ser tan absurda como rezar el Credo al revés.

Aún me queda la duda de los criterios de ese “al revés”. 

domingo, 23 de agosto de 2015

Anhelos burgueses

- Quiero unos boxers que cuestan entre 2 y 8 mil bolívares.

- Quiero unos pantalones que cuestan 12mil bolívares.

- Quiero unos zapatos que pueden estar, fácil, en los 20mil bolívares.

- Quiero un libro que cuesta 2500 bolívares.

- Quiero otro libro que cuesta 5mil bolívares.

- Quiero un tercer libro que cuesta 12mil bolívares.

- Por un error, en la librería me dijeron que un libro que quería costaba 28mil bolívares. Quisiera que eso me hubiera sorprendido e indignado, pero no fue así. Me pareció normal.

- Quiero una consola de video que puede costar entre 150 y 300mil bolívares.

- Quiero una computadora que puede costar 200mil bolívares.

- Quiero alquilar un anexo que, con precio de familiares y amigos, podría estar entre los 20 y los 30mil al mes. Hay unos más baratos, pero quiero ese.

- Quiero un carro que cuesta unos 2 millones de bolívares.

- Quiero irme del país, pero el pasaje cuesta una cantidad absurda que ni siquiera conozco.

- Quiero no sentirme culpable por lo que anhelo.

- Quisiera que lo que me gusta hacer estuviera mucho mejor remunerado.

- Quisiera no estar tan decepcionado del presente ni preocupado por el futuro a los 23 años.

- Quiero una paz que cuesta un desarraigo.

- Quiero un país que cuesta un transplante de cultura.

- Quiero una vida que puede ser tan cara como cualquiera de mis anhelos o tan barata como cualquiera de las boberías que cargo encima.

martes, 18 de agosto de 2015

El Tipo: un auténtico ejemplar venezolano

I
La masa de cuerpos exhaustos camina de forma automática por la transferencia entre Plaza Venezuela y Zona Rental. Suben el pequeño tramo de escaleras sintiendo que cada escalón los acerca más a sus hogares. De repente, como si se tratara de una especie de Holocausto creado por un Hitler urbano, caen encerrados en una cámara de gas. Un peo. Una flatulencia con tamaño, peso y densidad. La pestilencia los envuelve y los hace escupir improperios contra aquel que no pudo controlar sus intestinos. No pueden evitarla, porque no saben de dónde viene. No pueden evitarla, porque hay tanta gente, que moverse hacia los lados no es una opción. Lo huelen hasta que se disipa… o hasta que se acostumbran.
Unos escalones más adelante, El Tipo se ríe con picardía por su ocurrencia. Se regocija con los comentarios de molestia que llegan a sus oídos. El Tipo lo ha vuelto a hacer. “Y lo que les espera para el vagón”, piensa.

II
El Tipo se despierta a golpe de cuatro de la tarde. Los aromas del anís y el vodka barato aún revolotean alrededor de su armatoste de cuerpo. Se come tres arepas con mortadela que le ha hecho su abnegada madre, se toma una taza de café bien resuelta y se siente pleno. Allá los vecinos que dicen que no encuentran nada, que dicen que hace meses no saben lo que es una tacita de café por las tardes. Ve con orgullo el bulto de Harina Pan que hay en su despensa y los incontables paqueticos de cuarto de kilo de café.
Luego de reposar un poco, sale a la calle a ver qué se consigue. Estudia las colas, saluda a vecinos y a compañeros de faena. El Tipo encuentra un botín perfecto: pañales. El camión apenas está llegando a la farmacia de la zona. De inmediato saca un cuaderno y anota a las personas para organizar la distribución de productos. En una hora, ya la repartición está lista para la madrugada siguiente.
El Tipo no tiene hijos pequeños.

III
Nuestro héroe nunca ha hecho una compra en dólares, pero sabe a la perfección cómo lucen los billetes norteamericanos; sabe muy bien lo que supone manejarse con la codiciada moneda. Chanchullos van y vienen. Algunos de ellos ni siquiera son del entendimiento de El Tipo. Pero ahí va. Firme.
El Tipo es el gran beneficiario del control cambiario. Todos los días le prende una vela a sus santos para que la regulación se mantenga.

IV
El Tipo sabe cómo tratar a aquellos que no se apegan a las normas que, con trabajo duro, ha establecido. Se asegura de que las cosas se hagan como le gustan. Cuando la gente lo ve de lejos, reprendiendo a un empleado, hablándole con fuerza a un familiar o amenazando a un amigo, comentan “por eso es que a ese Tipo se le dan las cosas; porque pone carácter”.
Muchos lo ven con anhelo en los ojos y envidia en los bolsillos. Quieren ser como él.

V
El Tipo se reclina en su silla y apoya los pies en el escritorio. Las elecciones solo fueron un trámite. La gente lo quiere porque es dicharachero y vivaracho. Se ríe con despreocupación y le da una nalgada a la secretaria cuando sale. Ella se sonroja y sonríe. El corazón le late fuerte cuando El Tipo se le acerca y le habla en la pata de la oreja. La cantidad de mujeres que sueñan con un tipo como El Tipo, es incalculable.
Nuestro protagonista se sabe importante, por lo que todo trámite que pase por su oficina deberá llevar su firma para ser validado. Si no, se devuelven los papeles. Sabe también El Tipo que debe evitar que otros que están en la posición en que él estuvo, pueden lucrarse de la situación así como él lo hizo, así que comienza con las represiones y restricciones.
Mientras tanto, sigue aprovechando las oportunidades –ahora más frecuentes y tentadoras– y sigue llenando sus bolsillos.

VI
El Tipo da gracias a la vida por haber nacido en el país en que lo hizo. No se iría jamás. Está a gusto y feliz.

El Tipo triunfa. 

martes, 7 de julio de 2015

Desdoblando palabras

Había una familia delante de mí en el metro: mamá, papá, hija e hijo. Comentaban una historia banal sobre lo que entendí era un hombre transgénero. Un relato burlón, de esos que nos mantienen metidos en todos estos prejuicios que llevamos a cuestas. Esa conversación cesó y la mamá comenzó a hablar sobre un tema más serio. Ella hablaba con un acento de la costa colombiana que hacía que cualquier venezolanismo sonara extranjero y lejano.
Le dice al esposo:
–Cuando lleguemos, llenamos eso. Mira que ya me puse la peluca.
Su hija la ve, extrañada. Arruga la frente, la escruta con detalle.
–¿Qué peluca? –señala el cabello de su mamá– ¿Eso es una peluca?
Escondí mi carcajada con el libro que estaba leyendo. Sin embargo, ellos no parecieron molestarse por mi reacción ante la ocurrencia de la niña. Al contrario, daba la impresión de que, con sus miradas, me invitaban a reír con ellos.

      Es maravilloso regodearnos con las puertas que nos abre el lenguaje. Esa niña, ávida de conocimiento, apenas descubre los múltiples dobleces que se le pueden hacer a una misma palabra.

lunes, 1 de junio de 2015

Nosotros los trashumantes

Cada mañana es la misma casa de dos pisos, mirando con ojos en la espalda hacia el ventanal de la oficina. Cada mañana la misma montaña de verde sólido, con delicados atavíos en color blanco nube. Cada mañana el mismo cielo denso y azulado, testigo de cualquier tipo de barbaridad en estos cuatrocientos y tantos años. Cada mañana el mismo edificio marrón de letras rojas, con el mismo señor de corbata gris asomándose de tanto en tanto a liberar un poco la carga del día de trabajo; me saluda con sonrisa triste y gesto desganado. Somos compañeros de soledad en medio de un caos que nos arrulla, pero no nos deja dormir. Cada día el mismo transcurrir incesante de carros en todas direcciones, en todas las vías, en todos los destinos. La sensación de vivir en una isla de tierra rodeada de carros por todas partes; soy un náufrago moviéndose en las turbias aguas del Metro, río subterráneo encargado de llevarnos a todos en su violenta corriente de decadencia e involución. Cada mañana la misma Ciudad. Somos nosotros los transitorios, nosotros los transeúntes, nosotros los trashumantes. Somos nosotros quienes la herimos. Ella lleva con orgullo sus cicatrices y nos invita a hundirnos en sus llagas. 

sábado, 2 de mayo de 2015

Sonidos de Caracas: Nostalgia

El muchacho entra al vagón del metro, con los pasos signados por el cansancio. La gorra desteñida habla de largas horas bajo el sol. Una fina costra oscura recubre su cuerpo; son días sin bañarse. Es también una coraza para protegerse de alguna manera de las inclemencias de la calle. Ha tenido que aprender a defender su vida con los dientes, eso lo muestran las cicatrices mal curadas que decoran sus brazos y algunas partes del cuello.
El muchacho camina hacia el centro del vagón para comenzar con su pregón. Se detiene frente a otro que acaba de entrar. Lo mira rápidamente y lo reconoce de inmediato. “¡Apache!”, lo saluda. El otro responde con ese “¡Épale!” de quien no reconoce de inmediato a quien le dirige la palabra
–¿Qué más?, ¿seguiste estudiando? –pregunta el primero.
–Claro, chamo –contesta Apache.
–Así es que es, hermano –contesta el muchacho. Su cara de decepción lo viste con una tristeza que ha venido arrastrando desde hace tiempo. La culpa y la vergüenza lo llevan a detener ahí la conversación. Se dirige al resto de pasajeros y comienza– Buenas tardes, señores pasajeros, mi intención no es molestarles, pero tengo que hablarles con la verdad…

Apache sigue viéndolo mientras habla. En su cara se dibuja una interrogante. Pareciera que intenta entender en qué momento el chamo con el que jugaba pelota de goma en la cuadra se convirtió en ese que ve pidiendo dinero. La nostalgia que lo embarga no tiene que ver únicamente con los recuerdos de ese niño inocente con el que compartió la infancia, sino también con el futuro que su amigo jamás tendrá.