lunes, 21 de noviembre de 2016

¿Dónde están los malditos?

> La gente en las calles habla de crisis de valores, de falta de moral. Pero no son ellos, es "la gente".

> La gente en las calles habla de un deterioro en la educación. Pero no en la de sus hijos, porque ellos en casa los refuerzan. Son los amiguitos de sus hijos o los vecinitos que estudian en la escuela pública. Malos profesores hay en todos lados, pero en mi casa a mi hijo yo le enseño lo que necesita.

> La gente en las calles se presenta como "comerciante", dicen que hacen negocios por su cuenta. Todos hablan pestes de los bachaqueros y los culpan de buena parte de nuestra debacle. Nadie es bachaquero. ¿Dónde están? Quiero entrevistarlos.

> La gente en las calles dice que los políticos no sirven, unos y otros; dicen que no saben cómo la gente vota por ellos o les siguen creyendo. La gente, no ellos.

> La gente en las calles comenta que ya la gente en las calles es menos solidaria, que cada vez es más difícil brindarle una ayuda a un vecino, regalarle un poquito de azúcar si hace falta. Esta vez, al menos, sí se incluyen ahí, sí son ellos. Tienen que velar primero por los suyos y eso no está mal.

> La gente en las calles dice que la gente en las calles está hostil. Supongo que vivirán recibiendo gritos todo el tiempo, porque ninguno dice "he estado más hostil últimamente". Es la gente.

> La gente en las calles dicen que les han robado el país. No se molestan tanto por ellos mismos, sino por sus hijos, por sus nietos. No son responsables. Fueron otros. Pero, ¿cómo llegaron esos otros a ese lugar desde el cual pueden robar un país? La gente en las calles los puso allí, nosotros no.

> La gente en las calles escribe posts sobre la gente en las calles, como si ellos no fueran gente o no transitaran las calles. Sí, esto es conmigo. 

> La gente en las calles habla sobre unos malditos que están desangrando el país, pero nadie se presenta como "hola, soy el Señor Maldito, mucho gusto". Entiendo que no lo hagan, pero ¿dónde están?

> ¿Dónde están los malditos?, me pregunto. No tanto porque quiera enfrentarlos o algo por el estilo. La verdad lo pregunto porque me da miedo tener que quedarme en un país lleno de entes invisibles que me están negando todas las posibilidades de vivir en una sociedad más o menos normal. No me preocupa tanto que existan, sino que yo no pueda identificarlos con certeza.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Un poquito

> Un poquito de dinero, eso es tu sueldo. Un poquito.

> Un poquito de paz consigues, a veces, viajando hacia tu trabajo en el Metro o la camioneta. Un poquito.

> Un poquito de café te regalas a media mañana para despertarte. Un poquito.

> Un poquito de carne (molida), un poquito de pollo, ese es el fuerte de tu almuerzo. Un poquito.

> Un poquito de arroz, de pasta o de ensalada para acompañarlo. Un poquito.

> Un poquito de felicidad es la que experimentas por un logro laboral que no se transformará en un bono económico. Un poquito.

> Un poquito más de bono de alimentación. Ese es tu aumento de sueldo, un poquito.

> Un poquito de pan por persona, para la cena y el desayuno de mañana. Un poquito y un poquito.

> Un poquito de paciencia tienes que tener para encontrar la medicina que buscas. Un poquito.

> Un poquito de chocolate, que compran entre varios en la oficina, es tu merienda. Un poquito.

> Un poquito de harina de maíz ofrece una compañera de trabajo. Preguntas en casa. "Compra un poquito", te dicen. Un poquito.

> Un poquito de tiempo es el que duran tus salidas luego de la oficina. Un poquito.

> Un poquito de caña es la que tomarás en la reunión de esta noche. Un poquito.

> Un poquito de amigos te quedan aún en Venezuela. Un poquito.

> Un poquito más de paciencia tienes que tener, ahora para explicar y justificar por qué no te has ido del país. Un poquito.

> Un poquito de arepa, un poquito de queso rayado, esa es tu cena. Un poquito.

> Llega tu abuela a romper el patrón y preguntarte si quieres más. "Un poquito", le contestas. Un poquito.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Diario: 9/07/2016

Tuve un pensamiento feliz. Aún revoloteaban a mi alrededor algunos fantasmas del cigarrillo que acababa de fumar. Me imaginé casado y feliz. Cansado, pero feliz. Viviendo con poco, pero feliz. Con cuatro niñas hermosas, con nombres hippies (Alegría, Esperanza, Paz, Armonía), todas felices. Me imaginé con una esposa colorida y comprensiva, siempre feliz. Vivíamos en un apartamento de tres habitaciones, una de ellas una biblioteca. En el cuarto de las niñas un mural enorme de un reloj marcando siempre las 3:45. A pesar de todo, era feliz.

viernes, 19 de agosto de 2016

Lampituviran

    Hola, Alejandro. Espero que estés en paz.

    I
    La primera vez que escuché de ti, ni siquiera escuché tu nombre. Supongo que es esa la mística que envuelve a los escritores, en especial a aquellos que brillan con una sola obra: el nombre de su libro se termina convirtiendo en el propio. Unas amigas de mi exnovia comentaban Pim Pam Pum (sí, con emes, no la versión punk original con enes; yo llegué tarde al asunto). Ellas hablaban de lo que significaba el libro para ellas, cuánto se identificaban con Luis, el protagonista. Me atraparon cuando comenzaron a hablar de una de sus frases clave: "me cago de la risa". Para ellas era la demostración total de la desidia, el desinterés, del abandono a sí mismo, de la falta de preocupación por las cosas negativas que pueden pasar a tu alrededor. Quedé fascinado.

    II
    Mi mejor amigo me dijo que tu libro era genial. Le comenté esta conversación que había escuchado y prácticamente me puso el libro en las manos inmediatamente. "Lo vas a leer súper rápido", me dijo. Para ese momento, había un eco extraño en las calles de Caracas. Todo parecía sonar a tu libro. Había un ruido raro. Sonaban referencias a un tal "Blue Label/Etiqueta Azul". En una fiesta, una compañera me contó todo el libro. Me pareció interesante, pero sonso. Aún no lo he leído. Él y yo teníamos una banda. Me había encomendado la tarea de escribir las canciones, aunque de vez en cuando se atrevía él mismo a componer. Escribió algo llamado "Pim Pam Pum", su interpretación de tu novela. Siempre me encantó esa letra. 
    Mi amigo me vendió tu obra como "una historia de amor punk de la Caracas de los 90s". Creo que algo así decía la contraportada. Yo quería conocer Caracas, pero sin salir mucho. Necesitaba un viaje en el tiempo. Quería recorrer esas calles que están ahí pero que no son las mismas. Quería vivir una jueventud desenfrenada sin necesidad de experimentar nada peligroso. Tu libro fue para mí ese escape, esa guía, esa experiencia extrema. 
    Mi amigo y su novia, para su tesis de grado, hicieron una adaptación de tu libro, ¿sabes? Creo que intentaron contactarte, no recuerdo muy bien. Lo cierto es que nadie sabía de ti. O al menos (según me imaginación) nadie que no te importara. No sé si a tus amigos y/o familiares los mantenías al tanto de tus andanzas. Para mí, eso aumentaba tu mística. Mis amigos intentaron comprar varios ejemplares de tu libro. No había más y la gente de la editorial no podía contactarte para reeditarlo. Maestrazo. Así deberían ser los escritores. Libres.

    III
    Disfruté cada página, cada escena, cada frase. Intenté reproducir tu estilo muchas veces. A veces a propósito, a veces no. Tu forma de escribir quedó tatuada en mi cerebro. Solo he leído el libro una vez, pero tengo escenas muy claras aún. Tengo personajes muy frescos todavía. Al día de hoy me repito "lampituviran" cuando estoy muy ansioso. Todavía le digo a mi mejor amigo "que no sea marico nadie" cuando hablamos de algo que queremos hacer. Aún me digo "me cago de la risa" cuando me pasa algo terrible.
    Quise ser Luis. Quise ser Caimán. Quise ser Chicharra. Quise ser el loco de Laudvan. Quería sus vidas y la ciudad que vivieron, aunque fue un desastre. Quería sus vidas aunque hubiesen sido cortas. Quería ser un personaje tuyo, aunque fueran tan sufridos. Pim Pam Pum es de esos libros que dices "ojalá lo hubiese escrito yo". Marcaste mi vida como escritor. Gracias por eso.

    IV
    Hace poco pensaba en tu libro. Pensaba justo en la escena en la que mandan el fax con la carta diciendo que Ana Patricia está secuestrada y nadie en el periódico lo recibe. Me pareció genial. Me pareció el epítome de la desidia y de la inocuidad de las causas. Hace poco hablaba de ti con uno de mis profes de la universidad. "Yo lo conocí. Era un loquito", me dijo el profe Llorens, con una sonrisa divertida en la cara. 
    No sabía que me importabas tanto hasta que leí sobre tu muerte. Lloré un poquito. Le escribí a mi mejor amigo. Sé que le afectó también, no sé si lloró. Salió corriendo al internet y recopiló tus Poemas del Distroy para que todos los tuviéramos. ¿Qué mayor homenaje?
    Una vez una chama dijo algo como "A la mierda Cayayo. El verdadero ícono rock de Venezuela se llama Alejandro Rebolledo". Suscribo totalmente... y me cago de la risa. Nos vemos algún día, Alejandro. O no. La verdad creo que no te puede importar menos... o capaz sí. No tengo ni idea. Un abrazo enorme. 
    Gracias. Que no sea marico nadie.

César.

sábado, 9 de julio de 2016

Seaside

A veces deseo estar en una playa europea. Pero no me refiero a una del estilo de Ibiza u otro paraíso mediterráneo por el estilo. A veces deseo estar una playa europea de las que son grises, con guijarros en lugar de arena. Esas playas europeas a las que la gente va con suéter y hace fogatas cuando aún no termina de caer la noche. A veces deseo estar en una de esas playas europeas donde los personajes perturbados de las películas van a fumar marihuana, tomar cervezas y dejar las botellas por ahí, como rastro de su desidia y su dejadez.
Me gustaría estar en una de esas playas, escuchando el cansado rumor de sus olas. Unas olas que traen ecos de vikingos y británicos, ecos de celtas y de normandos. Porque, por alguna razón, todos esos títulos, todos esos nombres, todos esos hombres, todos esos sonidos, me suenan a melancolía. Y esa melancolía resuena conmigo. Y así hacemos armonía todos, olas, playa, guijarros, nórdicos, César.
Me imagino con un suéter gris y una capucha cubriéndome la cabeza. Las manos en los bolsillos, los hombros arriba, pateando piedras mientras camino. Esa parece ser la forma correcta de transitar ese tipo de playas. Además me imagino todo como parte de una escena cinematográfica, por lo que mi presencia llena de una reflexión aparente en aquella playa de melancolías y tristezas debe ir acompañada por una banda sonora.
“Seaside”, de The Kooks. Esa pieza cuenta con la carga emocional necesaria para completar mi escena de ensueño. Tiene que ser. Me veo lanzando piedras al mar, mientras los acordes de guitarra hacen acto de presencia y la voz de Luke Pritchard, con ese tomo ahumado y nasal que siempre atribuyo a los cantantes británicos, hace su sugerente invitación: “Do you want to go to the seaside?”.
El coro también calza justo con la escena: “I’m just trying to love you in any kind of way”. Y en esa playa gris y fría, en esa soledad que me acompaña dentro de la escena que me imagino de vez en vez, le canto esa frase a mi ex-novia; se la canto a la chica que me gusta. Se la canto a Venezuela. Desde una distancia más emocional que física. Me gustaría estar lejos. Me gustaría ver el desastre desde otra acera. Me dirán cobarde y lo acepto con tranquilidad y humildad. Soy un cobarde. Estoy aquí hoy porque no me queda de otra, pero desearía poder huir y dejar todo esto atrás. Desearía poder seguir la realidad a través de Instagram, de Twitter, de Facebook. Ojalá esto no fuera tan real para mí. Me gustaría poder decirle a Venezuela: “But I find it hard to love you when you’re so far away”. La distancia sería una excusa perfecta para tanto desamor. Sería más fácil así.
Ese álbum tiene unos sonidos interesantes. “Inside In/Inside Out” mezcla muy bien ciertos elementos de esa tristeza que para mí es tan característica de los británicos, con sonidos bastante alegres y hasta festivos. Pero siempre le puedo encontrar lo azul, lo frío, lo melancólico (¿cuántas veces he escrito esa palabra ya en estas páginas?).
Luego de “Seaside” suena “See the World”. Mientras que “Seaside” es una balada suave, íntima, con una belleza delicada y una atmósfera apenas eludible. “See the World” aumenta el tempo, aumenta el volumen, aumenta la energía. Sin embargo, su invitación me sigue manteniendo en un estado similar al que me ha dejado la anterior. La canción comienza diciendo “Do you want to see the world?” La respuesta a una pregunta como esa siempre es sí, sí quiero conocer el mundo. Sí quiero explorarlo, sí quiero perderme en calles desconocidas, sí quiero escrutar los rostros y los detalles de personas procedentes de culturas distintas.
¿No es siempre “conocer el mundo” la propuesta ideal, la respuesta a todo? Cuando estamos enamorados lo prometemos. “Quiero conocer el mundo contigo, visitar cada recodo del planeta tomado de tu mano. Quiero mochilear a tu lado, que seas mi único equipaje”. (Y luego encuentro frases como ésta que me responden a la pregunta de por qué sigo soltero). Cuando estamos enamorados queremos ponerle a cada ciudad de la Tierra el filtro a través del cual estamos viendo nuestra realidad, queremos que todos los colores del universo sean tan brillantes como los que estamos experimentando en ese momento. Queremos que la luz de la persona que tenemos al lado brille en cada rincón.
Pero cuando estamos despechados, “conocer el mundo” también puede ser una respuesta. Tomar una maleta, meter un par de piezas de ropa y lanzarse a la aventura. Conocer gente nueva, quién quita y una finlandesa se enamora de mí, tener unos meses de pasión escandinava, partir para siempre. Experimentar la sensación de ser exótico en una tierra foránea, de ser un extraño en tierra extraña. Poder sanar las heridas que va dejando el amor a punta de sellos en el pasaporte.
Pero una vez más aparece Venezuela en el medio. Viajar está fuera de todo presupuesto. Salir del país es demasiado cuesta arriba. No hay forma, en este momento, de que en mi casa podamos comprar un solo pasaje de avión para cualquier lado. Esa cantidad de dinero no existe. Y si existiera, tendríamos que destinarla a comprar comida, medicinas. Me quiero ir del país, como muchos. Quiero perderme de todo este desastre, sentir que estoy avanzando en otro lugar. Siento nostalgia por el presente que no tengo aquí, siento nostalgia por el futuro que no estoy construyendo aquí, siento nostalgia por el presente que no estoy construyendo en otro lado. Me siento abandonado por mis amigos que se han ido, pero a la vez no puedo estar más feliz por ellos y por lo que están logrando con tanto esfuerzo.
Por ahora, mi sueño de estar en una de esas playas grises europeas se queda en eso, un sueño. A veces se mezcla con el recuerdo de la vez que pude pasear por una playa en Niza, Francia. Porque en algún momento pudimos. En algún momento pudimos salir. A veces le grito al César de 2008 “¡Piérdete! ¡Quédate por ahí!”
Venezuela tiene playas hermosas, llenas de mujeres hermosas, de escenas hermosas con familias compartiendo. Pero ahorita Venezuela y yo no nos llevamos tan bien. Necesito la melancolía de una playa gris europea. I want to go to the seaside.

domingo, 12 de junio de 2016

Cuando bajen los barrios (¿Qué esperan de nosotros?)

Recuerdo con mucha ternura cuando, por el 2014, si no me equivoco, empezó a sonar esa frase de “ahí vienen los gochos”. En ese momento, esa parecía ser la única forma de que los caraqueños despertáramos e hiciéramos algo por ayudar a sacar a este gobierno del poder. Porque no estábamos haciendo nada. Un montón de guarimbas sin propósito, ni fuerza, ni resultados. En cambio por allá por San Cristóbal si se estaba cayendo la ciudad, se estaban cayendo los poderosos, el gobierno reculaba, no sabía cómo entrar. Y eran tan efectiva la cruzada que estaban llevando allá (principalmente estudiantes) que desarrollarían una Campaña Admirable de los Andes a Caracas para resolver el problema de una vez.
“Ahí vienen los gochos” decían, como el “Winter is coming” de la serie de George R.R. Martin. “Ahí vienen los gochos” y recuerdo desternillarme de la risa, llorar con las carcajadas, pensar en un montón de tachirenses viniéndose hasta acá, quitándole el megáfono a los estudiantes apostados en Altamira y declarando un nuevo Estado. La risa también tenía algo de angustia, pues un panorama como ese no me generaba mucha paz. También era una risa que escondía un poco de esperanza; la idea de que alguien iba a llegar a resolver este rollo.
Porque, después de todo, tenía algo de sentido. Buena parte de los presidentes que ha tenido Venezuela, vienen de esas latitudes. Irónicamente, dos de los más grandes dictadores de nuestra historia vinieron de allá. Pero en ese momento no se hacían ese tipo de análisis. “Vienen los gochos” y eso es suficiente. “Vienen los gochos” y nos van a resolver el problema, luego vemos cómo hacer para que no se engolosinen y nos monten otra dictadura. “Ahí vienen los gochos” y nosotros no tendremos que hacer mucho más.
Ese era el discurso desde la oposición. Sin embargo, desde las personas que apoyaban al gobierno la frase era otra. Igual de ominoso, igual de pavoso. Recuerdo haber hablado con uno de mis mejores amigos de la infancia, amigo que siempre defendió esta causa socialista. Recuerdo haber hablado con él y haber recibido de su parte la tenebrosa frase. “Hermano, esa gente tiene que quedarse tranquila, porque cuando bajen los barrios esto se va a poner feo”. Y desde ese momento, el tema de “cuando bajen los barrios” comenzó a causarme el mismo tipo de carcajadas que me generaba el “ahí vienen los gochos”. Con la diferencia de que los barrios si los conozco (poco, pero los conozco). Con la diferencia de que sí sé de qué son capaces algunos de los que se esconden en los barrios. Con la diferencia de que los barrios los tengo, literalmente, a una cuadra.
Esa frase, ese “cuando bajen los barrios” ha estado dando vueltas desde entonces. Tal como todo lo que tiene que ver con política, la frase salta de un lado al otro, sirviendo a la conveniencia de turno. Sin embargo, esa negra amenaza se mantiene sobre los caraqueños, sin saber exactamente a qué atenernos en el caso de que los barrios terminen por bajar.
***
Recientemente estuve un par de días trabajando en Maracaibo. Es una experiencia interesante. Es una ciudad con muchos factores favorables: buena comida, mujeres hermosas, colores vivos (producto del sol incandescente que siempre está presente) y edificios, cosa que para mí es de vital importancia para poder considerar ciudad a una ciudad. El calor es tan sofocante como lo pintan y hasta peor. sin embargo, si lo tomas como parte de toda la experiencia, hasta se hace divertido (no tanto).
Mi trabajo me permite moverme por el país e ir escuchando diferentes relatos sobre la situación país. La historia central no cambia mucho. Todos estamos pasando por una situación muy difícil de vivir y de comprender. Nadie se quiere resignar a tener que vivir en esta Venezuela, pero la única verdad es que no queda de otra y hay que afrontar esta realidad con fuerza, con cierta esperanza en el futuro, aunque nos cueste tenerla.
Sin embargo sí hay ciertos matices. Cada estado vive sus particularidades dentro de la generalidad de la situación. En Aragua, por ejemplo, su vivencia de la delincuencia es bien particular, por la presencia de Tocorón. En el Zulia, al ser un estado fronterizo, el tema del “bachaqueo”, el contrabando y todas las “marañas” similares tienen un papel protagónico en estas historias.
Dentro de la actividad que hacía con los marabinos, les preguntaba por la situación país actual, cómo la veían y qué creían que podía suceder como para que se resolviera esto o, al menos para empezar a experimentar cierto tipo de cambio en la situación que vivían actualmente. Hubo una respuesta que me sorprendió muchísimo. Alguien me dijo “bueno, estamos esperando que los barrios allá en Caracas bajen; cuando bajen los barrios ahí sí va a prender esto”.
Y vino a mi mente el “Ahí vienen los gochos”. Y vino a mi mente el “nadie quiere que bajen los barrios”. Y vino a mi mente la pregunta de “¿cómo es que esta gente, tan lejos, está esperando que los barrios de Caracas bajen para que pase algo en Venezuela?”. Y la siguiente pregunta que surge en mi mente tiene que ver más conmigo y con mis angustias que con otra cosa, pero no puedo dejar de preguntarme “¿qué esperan de nosotros?”.
Pero es que también se han dado ciertas circunstancias como para alimentar una especie de mito sobre lo que pudiera pasar en Caracas. Aquí en la capital, si bien hay personas que están sufriendo con la luz y el agua, no vivimos nada parecido a lo que se vive en el interior. Cortes de luz todos los días en horarios rotativos. Súmale a eso un servicio de agua y de aseo deplorables. Además, no se encuentran alimentos, medicinas, productos de primera necesidad en general. Súmale a eso que en Maracaibo tienes que hacer colas con una sensación térmica de 40 grados por lo menos (o así era como me sentía yo). No es que en Caracas no suframos la situación país, pero la verdad es que estamos empezando a sufrirla ahora, en estos últimos tres meses específicamente. En el interior tienen meses en este rollo.
Desde el interior ven a Caracas con ojos de molestia. No diría de odio, pero sí de cierta suspicacia rencorosa. Se preguntan por qué no nos quitan la luz a nosotros. Se preguntan qué pasa en Caracas que no pasa en el interior, llevando a que nosotros tengamos un trato especial. No cambiarían sus ciudades por Caracas, eso sí es bastante claro. Desde el interior, la capital es vista como un eterno caos, un estrés perenne, una angustia insoportable; no cambiarían nada de eso por sus formas amables, por sus actitudes jocosas, por su serenidad en lo cotidiano. Posiblemente lo único que cambiarían con Caracas sería la posibilidad de tener el servicio de luz eléctrica todo el día. Nada más.
A pesar de eso, sentí cierta esperanza dentro de ese “que bajen los barrios”. A fin de cuentas, el himno nos dice “Seguid el ejemplo que Caracas dio”, pero sigo con mi angustia: ¿qué esperan de nosotros? ¿Cuál es ese ejemplo? Porque yo veo a los barrios bajando todas las mañanas: esas personas que tienen que “bajar a Caracas” a trabajar, a buscar comida, a buscar medicinas, a ver qué pueden llevar de vuelta a sus casas. Todas las mañanas bajan los barrios en las formas de jóvenes que intentan forjar un futuro a través del estudio en un país donde el estudio ya no vale tanto como antes. Todas las mañanas bajan los barrios. Pero algo me dice que esa no es la bajada que están esperando los maracuchos con los que hablé.
“Allá en Caracas no quitan la luz porque hay un poco de locos, ¿verdad? Allá en esos barrios lo que hay es puro loco, dígalo”, me dijo uno de ellos, uno de los más hilarantes personajes con los que me encontré en este viaje. Me reí un poco. Le dije que no tenía idea. Le dije la verdad. Pero para ellos, lo que decían tenía total lógica. Es en Caracas, a su juicio, donde explotará todo, porque todo está acá, todos los poderes, todos los locos.
¿Qué esperan de nosotros? Aparentemente, de gente como yo no esperan nada. Esperan es que los barrios bajen. Como si supieran exactamente lo que eso puede significar. Esperan que los barrios bajen, como si con eso se solucionara todo. Esperan que los barrios bajen, generando una implosión con la que pudiéramos encontrar el botón de “reset” de este país. No creo que todos en Maracaibo estén esperando eso, pero ya que más de una persona de las que entrevisté me lo haya dicho, termina siendo en extremo llamativo para mí.
***
Volviendo a Caracas, me encuentro con que en esa semana que estuve en Maracaibo hubo marchas, saqueos, disturbios, agresiones a diputados de la Asamblea Nacional. Volviendo a Caracas estuve atascado por tres horas en una cola porque habían asesinado a un chófer y sus compañeros trancaron la vía que conecta el aeropuerto con la ciudad. Volviendo a Caracas me encuentro con que en muchos sitios se dan manifestaciones, unas más pequeñas que otras, con gente gritando simplemente “no queremos mangos, queremos comida”. Pienso que capaz los maracuchos tenían razón. Pienso que capaz los barrios empezaron a bajar y algo va a pasar. Hay una tensión muy particular en las calles de Caracas. Nadie sabe nada, pero sentimos que pasa de todo.
Allá en Maracaibo, tenía que preguntarle a las personas cuáles creían ellos que eran las elecciones que venían. Muchos contestaban de inmediato “ojalá sea el revocatorio”, pero existía la duda de si eso sucedería y si se darían las elecciones de gobernadores y alcaldes. Hay cierta confusión al respecto. Una señora me dice “tú eres el que nos deberías decir, porque tú vives en Caracas”. Le pregunto que cómo eso puede influir en que yo maneje semejante información. Otra contesta “es que en Caracas es donde se bate el chocolate”. Me río y me limito a contestarle “Posiblemente. Pero en muchas ocasiones el chocolate se bate con la tapa de la olla puesta”.

Lo único cierto es que no sé nada.

lunes, 9 de mayo de 2016

Apología al reguetón

Quisiera comenzar este texto pidiéndole disculpas al César que vivió entre 2007 y 2014. Fui mezquino contigo, César, he de admitirlo; con nosotros. Pero supongo que era parte del momento evolutivo que vivíamos en esa época. Queríamos ser diferentes, "auténticos", "distintos" y la música rock planteaba un camino bastante llamativo para alcanzar esa meta, en un contexto latino donde todos nuestros amigos estaban interesándose por ese género llamado "reguetón" que, si bien ya tenía años dando vueltas por el caribe, apenas por esos años estaba tomando un auge que no ha perdido hasta ahora. Era normal que nos separáramos un poco de aquello, pero luego lo llevé demasiado lejos, César, de verdad discúlpame, porque lo que nos perdimos no lo vamos a recuperar más. Sin embargo, ahora en este 2016, he estado haciendo lo posible por recuperar algo de ese tiempo y de esas experiencias que pudieron perderse en alguna medida. Hago lo que puedo, César. Espero que lo sepas apreciar.

Lo cierto es que, en la actualidad, creo que no hay mejor momento en una fiesta o reunión que cuando empieza a sonar eso que hemos denominado "reguetón del viejo" o "reguetón clásico". La gente se emociona, se agrupa y comienza a recitar los himnos de su adolescencia. Ya no es un tema del perreo intenso; ya eso pasó. Ya no es un tema de pegarte lascivamente a la chica que te gusta; eso para algunos no ha pasado, pero ya hemos entendido las restricciones sociales involucradas. Es un tema de reunirse y recordar las letras que le dieron forma a una etapa específica de la vida de cada uno. Porque todos estamos claro de los vicios y los aspectos negativos de las letras de reguetón; ya hemos hablado lo suficiente al respecto. Pero también estamos conscientes de lo fantástico en El Señor de los Anillos, de lo ficticio en La Guerra de las Galaxias, de lo mágico en Cien Años de Soledad, de lo fantasioso en Harry Potter, e igual citamos pasajes y nos identificamos con los personaes (sí, estoy mencionando todo esto en la misma nota en a que hablo de reguetón; no creo en nadie). Si podemos hacer ese acuerdo literario en esa condición, ¿por qué no podemos obviar un poco todo lo desastroso de estas letras y cantarlas a todo pulmón por unos minutos? Una vez que pasamos esa barrera podemos entregarnos sin pena al momento. 

Últimamente he estado intentando integrarme a estos grupos, pero me ha costado. No tanto porque me sienta repelido por la música; creo que ya dejé atrás esa etapa (hubiera deseado dejarlo atrás mucho antes, César, de verdad). El problema es que, de tanto alejarme del género, terminé por no tener muchas referencias reales de estas canciones. No muchas evocan recuerdos placenteros para mí, no todas activan recuerdos antiguos de cuando aprendí las letras muchos años atrás. De hecho, muchas de ellas me las he ido aprendiendo en tiempos recientes, para poder cantarlas y sentirme como parte del grupo. Sin embargo lo intento. Creo que se lo debo a ese César que se quedaba en una esquina viendo con ojos escépticos todo lo que sucedía. No es que me arrepienta del todo: tenía/tengo mis características de personalidad y actuaba en función a ellas... pero pudo haber sido diferente.

Lo único que trato de decir con estas líneas un tanto erráticas es que me he dado cuenta de que el reguetón no es tan malo como yo mismo me lo pinté (a pesar de que el género había empezado a ganarse mi corazón con temas de Vico C, The Noise, Lito y Polaco, Héctor y Tito, La Factoría, El Chombo y hasta Daddy Yankee y Don Omar). Lo he des-satanizado. Creo que no vale la pena odiar tanto un género que, en el fondo, genera tanta diversión. Hay que dejarse llevar y disfrutar del absurdo que proponen sus letras y de la atmósfera que plantean sus ritmos. 

Eso sí. Apeguémonos al reguetón clásico y a algunos temas contemporáneos que retoman elementos de esos clásicos (como "Candy" de Plan B o "Ginza" de J Balvin). Porque esos reguetones sí tenían esa sensación de peligro, daban esa sensación de "chamo, esto se va a descontrolar". Eso que suena ahora, eso que han hecho Chino y Nacho y otros por el estilo es tan sonso que no provoca perrear. Que hasta eso se nos ha aguado.

jueves, 14 de abril de 2016

Imprudencias económicas de la Venezuela actual

>Una galleta (cualquiera, aunque hay unas más caras que otras; puedes conseguir un Cocosette en 200 bolos o un paquete de 12 Tip-Tops por el mismo precio. De cualquier forma, comprarlas es una imprudencia).
>Unos Platanitos
>Unos Doritos
>Una lata de refresco.
>Un refresco de litro y medio.
>Un refresco de dos litros.
>Una Nucita.
>Un chocolate (básicamente cualquiera).
>Un batido de fresa o de melocotón.
>Un cigarrillo.
>Una caja de cigarrillos.
>Unos Halls.
>Unos chicles.
>Un pan de queso.
>Una buena pizza.
>Una cerveza.
>Una botella de ron.
>Una botella de sangría.
>Cualquier comida en cualquier restaurante (menos en el centro de Caracas, donde aparentemente aún puedes encontrar un almuerzo ejecutivo en 250 bolívares. La amenaza de hepatitits corre por tu cuenta).
>Una entrada al cine.
>Unas cotufas.
>Una habitación de hotel.
>Un paquete de condones.
>Invitar a salir a una chica. Básicamente Venezuela me lleva a la soltería y la castidad.
>Gracias.

viernes, 1 de abril de 2016

La prisión de Miranda (La debacle del billete de dos)

I
Le pago al camionetero con un billete de cincuenta. Me corresponden treinta bolívares de vuelto, así que el conductor me da un billete de veinte y un fajo de billetes de dos bolívares. Tiene más paqueticos iguales. Está como muchos de nosotros: intenta deshacerse de ellos.
Es un círculo vicioso que al final termina causándome algo de gracia. Por un lado están los camioneteros, intentando que los pasajeros se lleven esos billetes lejos de su vista y de su vida. Por el otro lado estamos los usuarios, utilizando el transporte público como depositario de esos rectángulos de papel que ya tan poco nos sirven. Al final terminan yendo de allá para acá, como esos bebés pesados que nadie quiere cargar. Al pobre Francisco de Miranda no le queda de otra que ver a todo el mundo con ojos llorosos, angustiosos, suplicantes, deseando volver a ocupar orgulloso un puesto en la billetera de los venezolanos.
Por ahora nadie le hace caso.

II
El Metro está atestado y funcionando mal. ¿Lo triste?, lo triste es que ya los caraqueños hemos asumido ese sinsentido como parte de nuestra cotidianidad. “Sí, el Metro estaba horrible, pero eso es así en las mañanas, tú sabes”. Hemos naturalizado tanto el desastre que ya lo vivimos con la tranquilidad pasmosa de quien presiente que no habrá nada mejor.
Entro al vagón como puedo. Aunque en el Metro de Caracas siempre está la duda de si entraste al vagón o te hicieron entrar. De cualquier forma, busco asidero en algún lugar. En el suelo, junto a uno de los asientos, yace un billete de dos bolívares. Está doblado a la mitad, por lo que no se ve la cara de angustia de Francisco de Miranda, quien intenta pedir auxilio con la mirada. Nadie parece notar el objeto abandonado. Nadie hará el esfuerzo de agacharse y recoger ese billete en particular. No estoy seguro de si lo harían por uno de cincuenta o de cien bolívares, pero puedo estar convencido de que ese billete de dos hará varias veces el recorrido de toda la línea 1 antes de que alguien se apiade de su futuro y lo recoja.
Miranda, desde el suelo del vagón, se pregunta qué prisión es peor: La Carraca o el billete de dos bolívares.

III
Internet y sus chistes se han convertido en un excelente medio para seguir la realidad y actualidad venezolana. Hay mucho ingenio detrás de buena parte del contenido que aparece. Bastante humor de calidad y un nivel de crítica social que me parece importante en esta época de tanta impulsividad; en este país que exige inmediatismo desde sus voces más enardecidas.
Una imagen en específico se ha mantenido siempre en mi recuerdo. Un indicador de la inflación a través de la demostración de qué chucherías se pueden comprar con cada uno de los billetes venezolanos. El tema me atañe directamente. Mido mi nivel de calidad de vida en función de la cantidad de chucherías que puedo comprar con mi sueldo. Ver el problema de esa forma no fue fácil. Entender que el billete de más alta denominación de mi país no podía garantizarme ni siquiera el mejor chocolate que pudiera buscar en el territorio habla de lo insostenible de la situación.
Pero posiblemente la situación más crítica era la del billete de dos bolívares. Para efectos de la imagen (y para poder entender claramente su utilidad, desde el punto de vista del autor de la pieza visual), habían escrito sobre el billete la palabra “NADA”. Así, en mayúsculas trabadas y subrayado. Nada. No se compra ni una chuchería. Nada. Ni un caramelo de menta. Nada. Ni un caramelo artesanal de coco o jengibre. Nada. Absolutamente nada.
Desde la parte de abajo del billete, Francisco de Miranda observa la palabra escrita con marcador rojo. Marcador indeleble. No podrá eludir la nada ni exorcizarla de su billete. Miranda tendrá que vivir con la nada por un buen tiempo. Tendrá que aprender a convivir con la idea, con la certeza, de que su billete no le da acceso al venezolano a nada.

IV
El billete de quinientos bolívares con la cara del fallecido Presidente Chávez, es un fantasma que ha estado penando por las conversaciones de los venezolanos desde hace ya un buen tiempo. Recientemente, junto a su compañero de mil bolívares, esos espectros han ido ganando en corporeidad y robustez. Es muy probable que sucedan. Van a llegar. ¿Los grandes sacrificados? Los billetes de dos y de cinco.
Imagino al Negro Primero tranquilo. A fin de cuentas es muy probable que jamás haya imaginado ser ubicado en un billete. Él se puede dar por servido con lo que alcanzó. Entenderá con gallardía que es momento de dejar el trabajo y permitirle a otros próceres llevar la bandera de la economía venezolana.
Me preocupo por Miranda. El venezolano universal quedaría relegado de nuevo a un segundo plano. Y es que no es fácil. Según artículos que leí y comentarios que escuché, fabricar cada billete de dos bolívares cuesta más que su propia denominación. El billete de Miranda es como una relación amorosa en decadencia: cuesta más de lo que realmente vale. Se nos ha hecho difícil mantenerte en un lugar digno, Francisco. En todo el sentido de esa frase. Ahora ni siquiera un billete lo suficientemente robusto podemos ofrecerte. Tan solo la promesa de una desaparición.

V
En un viaje mucho más tranquilo en Metro (porque también los hay) voy sentado mientras leo un libro. A mis oídos llegan retazos de la conversación de dos muchachos. Entiendo que uno de ellos rapea, porque parece estar construyendo rimas a partir de las apariencias de quienes estamos allí. Lo está haciendo como una especie de demostración, para divertirse, sin levantar mucho la voz ni pedir dinero. Lo está haciendo simplemente porque, además del compañero con el que está hablando, está su hijo junto a él y quiere mostrarle sus habilidades. “Cuando está con mi mamá, se pone así. No quiere cantar en la calle ni rapear. Cuando sale conmigo, se pone serio”, le comenta al otro muchacho.
Ellos están hablando de colaborar musicalmente. Hablan de componer pistas, de escribir versos. Este muchacho le dice al otro que en su casa tiene todos los juguetes, que eso es casi un estudio, que ahí no hace falta más nada. El otro demuestra un entusiasmo cauteloso. Es posible que ya haya escuchado una historia similar en el pasado y no quiera dejarse llevar por la misma emoción e aquella vez.
Llega el momento en el que deben separarse, pero el muchacho del estudio se da cuenta de que no tiene el número de teléfono de su compañero. Este último empieza a dictárselo, pero el primero le dice que no, que se le va a olvidar. “Toma”, le dice, “anótalo aquí, en un billete de dos. Total, eso no sirve para nada. Toma, toma, anótalo aquí en este billete de dos”.
Me sorprendió su insistencia. Me sorprendió la indolencia con la que lo dijo. Me sorprendió verlo efectivamente sacar el billete de su bolsillo y ofrecérselo al otro muchacho, junto a un bolígrafo. Y es que para eso terminó quedando el billete de dos bolívares: un papel en blanco con diferentes marcas de agua que exhiben motivos patrióticos.

Miranda ve la escena desde su prisión de papel y no le queda de otra que seguir con la vista los trazos del muchacho que anota su número telefónico en el billete. No queda de otra, Miranda, sino aceptar con algo de orgullo la derrota y esperar una oportunidad nueva para representar alguna otra cantidad, algún otro tipo de privilegio para el venezolano. Capaz te ofrecen un ascenso y te ubican como abanderado el billete de quinientos o el de mil. Capaz simplemente te señalan como culpable de una debacle de la que poco tienes que ver. Pero esa es la característica principal de los responsables de esta crisis: jamás sus dedos se apuntarán a sí mismos.

sábado, 12 de marzo de 2016

Pavosos viajes subterráneos

Siempre he pensado que el Metro saca lo peor de la sociedad. Y no solo estoy hablando del comportamiento de las personas cuando utilizan este medio de transporte. Si prestan un poco de atención, si logran enfocar sus sentidos lo suficiente como para superar la nube de ruido que hay, si logran hacerse paso entre los insultos y las amenazas de golpes, si alcanzan a evadir todas las historias rocambolescas de las andanzas de los caraqueños, se darán cuenta de que en el Metro hay música.
No intento hacer una maroma poética, convirtiendo en un milagro musical las distintas voces que se elevan en el subterráneo. Hablo de una estación de radio propia del Metro. Hablo de un DJ tan pavoso como las canciones que reproduce. Estoy hablando de una especie de emisora de nostalgia que lo único que logra es generar una sensación terrible de desconcierto en unos pasajeros ya de por sí confundidos.
Me da miedo mencionar a los artistas que desfilan por el playlist del Metro. Sin embargo, ellos no son lo peor. Lo más desastroso son las canciones que eligen de esos artistas, porque son canciones que, estoy seguro, ni siquiera ellos mismos escogerían para ser reproducidas. Lo más cursi de David Bisbal (si cabe); lo más olvidable de Alejandro Sanz; RBD (así, sin adjetivos; solo la mención de estos chamos es pavosa) y demás baladas de principios de siglo XXI que cantamos en su momento, pero que nadie quiere volver a escuchar. Al menos no sobrios.
El pop envejece mal. Una canción pop no tiene que tener muchos años para producir esa dentera que producen los anacronismos desagradables. Ninguna de estas canciones tiene más de quince años y ya es detestable. Su estética no agrada y nos hace pensar “esto era lo que se escuchaba… qué triste”. No deberíamos hacernos esto. El pop está hecho para ser escuchado en su momento y, luego, cuando ya la canción o el disco son tres meses muy viejos, debe escucharse en la intimidad del hogar, del automóvil o del reproductor portátil. El pop es un producto de consumo inmediato, no más.
En mi eterno dilema de no consentir a los grupos nacionales, pero otorgarles plataformas para que exploten su calidad y competitividad, me los imagino sonando en la radio del Metro. Qué chévere sería llegar al trabajo tarareando la línea de bajo de Sweet Home de Holy Sexy Bastards o cantando la melodía de Cayayo de TLX. Por qué no tener un momento retro y lanzarse algo de Sentimiento Muerto, de Yatu o La Misma Gente. Por qué no tener una tarde tributo a Desorden Público.
¿Y por qué no ir más allá? Por qué no reproducir, de tanto en tanto, algo de Zeppelin, de Kiss, de The Who, de los Rolling Stones, de Los Beatles. Enseñarle a la gente lo sabroso de una música eterna. Porque, sin temor a ser arrogante, el rock sí envejece muy bien. Mejor dicho, no envejece, sino que se añeja. Es como esos licores de calidad a los que el tiempo sólo les otorga mayores y mejores atributos.
Por qué no poner música menos pavosa en el Metro.

Por qué no aceptar que el rock puede ser para todos. 

martes, 19 de enero de 2016

Sensación de inseguridad

Uno siempre se siente más cómodo en la zona que conoce. Así vivas en una zona de tu ciudad que sea considerada como peligrosa, el hecho de reconocer las aceras, los huecos en el asfalto, los quiscos desvencijados, los afiches a medio despegar y hasta los perritos que rondan las bolsas de comida, te hace sentir seguro.

En algún momento leí que la mayoría de las veces, los secuestros se daban justo en la puerta de la casa del raptado. ¿Por qué?, porque ya en ese momento, la víctima había bajado las defensas. Porque al divisar a unos metros la puerta de su edificio o de su casa, había dejado de ver a los lados, había respirado profundo, ya se había soltado el botón del pantalón, ya pensaba en la felicidad de mover los dedos de los pies fuera de los zapatos.

Es algo que vivo día a día. No el secuestro, sino la sensación de seguridad dentro de mi propio pedacito de caos. Vivo en el Salvaje Oeste de Caracas. Una tierra que suena lejana y hostil para quien lo más cerca que ha estado del Centro es Sabana Grande. Sin embargo, para mí, que he vivido los veintitrés años de mi vida en esa zona, el Oeste no es tal amenaza. Entiendo, sí, que no es precisamente una zona segura, pero a fin de cuentas es mi zona. Tal posición, tan oposicionista y a veces alejada de realidad, me lleva a un atontamiento muy peligroso para una ciudad en la que debes tener todos los sentidos disponibles prestos a la detección de cualquier indicio de peligro.

***

En las mañanas me levanto a las cinco y media, pero me despierto realmente a las siete y algo. Ese período de hora y media es un gran automatismo que me lleva por distintas estaciones de mi rutina mañanera: levantarme de mal humor y refugiarme en el baño; salir de ahí muerto de frío y disfrazarme de trabajador serio; ir a la cocina y prepararme un escueto desayuno que me lleve en velocidad de crucero hasta el ansiado almuerzo. Parte de esa mecánica incluye desear feliz día a quien esté despierto en la casa. Luego, voy con pasos renuentes hasta la parada del autobús, ligando que pase alguno con un puesto libre que me permita dormir media hora más para redondear el descanso. En esa espera, saco mi teléfono y le envío un mensaje a mi novia: “Hola, amor. Vía el trabajo”.

***

Esa mañana el teléfono estaba rebelde. La pantalla del WhatsApp solo me mostraba un prístino blanco característico de su negativa a cooperar con mis objetivos comunicativos. Primera consecuencia de esta inseguridad en tiempos de tecnología: si no te reportas a la hora que sueles hacerlo, generas una alerta roja en todos aquellos que no recibieron tu mensaje.

Entre el letargo del sueño y el mal humor por el fallo de la aplicación, no me doy cuenta del motorizado que está parado junto a la acera. Estoy parado con la cara metida en el teléfono y no me doy cuenta del parrillero que, aún con el casco puesto, se abalanza sobre el muchacho que camina tan despreocupado como yo, como todos. Cuando entiendo todo lo que está pasando, el forcejeo ya es bastante violento y la gente se está apartando de la situación. Así está nuestro altruismo hoy en día, mermado por la posibilidad de recibir una herida mortal. Cuando estás en una situación de vida o muerte, eres tú contra tu amenaza, más nadie saldrá a defenderte en estas calles caraqueñas.

Con un movimiento acartonado, guardo mi teléfono en el bolsillo de la chaqueta. El parrillero vuelve a la moto y arrancan hacia El Silencio. El muchacho, cara de molestia, cara de susto, cara de tristeza, toma una camioneta más adelante.

“El hampa está desatada”, me dice un señor. Asiento con la cabeza. “¿Le quitaron el celular?”, me pregunta. “No sé”, contesto. Es la verdad. No sé nada.

***

Ya en la camioneta, le explico a mi novia lo que sucedió. Ella decide no escribirme más, para que no me vea tentado a sacar el teléfono en el camino y quedar expuesto a un incidente similar. Voy pensando en las veces que he vivido situaciones parecidas en mi cuadra, en lo poco sensible que soy a ellas y en como mantengo mis rutinas y mis “descuidos” a pesar de las claras señales de que no vivo en una zona segura.

Llevo ya dos meses haciendo ese trayecto de mi casa a El Rosal. En ese período he sido testigo de dos robos y un intento (si es que el de esta mañana no se completó), una estadística bastante interesante. Pienso en las charlas sobre el hampa en Caracas, en Venezuela, y sobre ese concepto de la inseguridad como “sensación”.

Claro que la inseguridad es una sensación. Es la sensación de que en cualquier momento no le pasa al otro sino a ti. Es la sensación de que solo puedes estar seguro dentro de tu casa; y ni siquiera, porque puede que haya unos más osados que lleguen hasta tu hogar para robarte directamente. La inseguridad es la sensación de que te vas coartando de hacer cosas que se podrían considerar normales, porque en este contexto suponen un riesgo mortal. Es la sensación de que cada historia que te cuentan sobre cómo robaron en una cola, sobre cómo robaron en un avión, sobre cómo robaron en un cine, es una mera exageración producto del amarillismo de un pueblo que ya no cree en nada. Pero en verdad, cuando sales a la calle y ves frente a tus ojos cómo roban a alguien, cuando vives en carne propia la terrible experiencia de que otra persona te quite lo tuyo, no hay nada que te ayude a desmentir todas esas matrices de opinión.

***

Mientras esperaba mi camioneta, luego de haber visto pasar al muchacho con quien forcejeaba el parrillero de la moto, escuchaba a otros señores hablando. “Es que nunca le dijo que tenía pistola. Tenía que decirle ‘tengo una pistola’ para que el chamo aflojara”.


El poder, aquí en Venezuela, no se mide en votos, sino en capacidad de intimidación.

22/Mayo/2015