miércoles, 19 de noviembre de 2014

Caminar

Dejó caer con estruendo la botella sobre la mesa. Era la décima cerveza que se tomaba en total, la quinta que bajaba de un solo trago. Sus amigos aplaudieron la hazaña. Hacían sonidos primitivos, alaridos guturales que no salían de sus gargantas, sino de las ruinas de aquella primera civilización antigua que fermentó la cebada para crear una bebida espirituosa; golpeaban la mesa, como si aquello se tratara de un ritual más propio de primates que de homínidos. Miró a los lados, exultante, y alzó los brazos en señal de victoria. Sus acompañantes comenzaron a corear su nombre, a palmearle la espalda, a dedicarle grotescas carcajadas que esparcían sonidos y gotas de saliva a partes iguales por toda la mesa. De las mesas vecinas los miraban con reprobación y el mesonero ya se había cansado de llamarles la atención de todas las formas que había en el manual.
Quien viera ese espectáculo desde afuera ni se imaginaría que aquel grupo estaba compuesto íntegramente por académicos, investigadores, profesores universitarios. De hecho, el que acababa de hacer el acto de magia —ahora ven esta botella llena, glup, glup, glup, ahora la ven vacía— era el más eminente de todo el grupo. El tipo era un psicoanalista o psicólogo —¿cuál era la diferencia?— de trayectoria reconocida, con innumerable cantidad de maestrías, posgrados y el ocasional doctorado. En congresos, era el más buscado del sitio. En aquel bar, aquel hoyo de mala muerte, era solo un borracho escandaloso más, al que había que llamarle de nuevo la atención para que dejara de molestar con su bullicio a los demás clientes.
A él no le importaba mucho lo que pensaran los otros bebedores del lugar. Acababan de publicarle una de sus investigaciones en la más prestigiosa revista de divulgación psicológica. “Construcciones arquetípicas de la pareja para personas que han estado envueltas en dinámicas de violencia doméstica”. Pretencioso, como debía ser. Inentendible a la primera lectura, como le encantaba a los editores. Era la fórmula ideal, infalible. Tan pronto le enviaron la notificación de que sería publicado, contactó al grupo de siempre y salieron a celebrar.
Después de esa décima cerveza, la décima de la gloria, se sintió pletórico. También se sintió acalorado. Desabrochó un par de botones de la camisa, coro de burlas de sus amigos incluido, y comenzó a echarse aire con la mano. Tenía la frente perlada de sudor y ya la camisa empezaba a pegársele de la espalda, empapada. Se disculpó con sus compañeros y anunció que haría una parada técnica en el baño. Todos empezaron a comentarle las desventajas de ir a orinar la primera vez cuando se estaba tomando cervezas, que no pararía de ir al baño en toda la noche, que se volvería un fastidio y que apenas la celebración estaba comenzando. Él hizo caso omiso a las advertencias y se abrió paso hasta el baño.
Siempre había preferido orinar en las pocetas. Se sentía más resguardado en los pequeños cubículos que estando en los urinarios, expuesto a cualquier bicho raro que quisiera hacerle algo extraño. Mientras orinaba, el sudor aumentaba en su cara, como si estuviera corriendo un maratón. De hecho se sentía como si corriera un maratón: cansado, casi sin poder mantenerse en pie, con la respiración algo agitada y la visión hasta nublada. Se rió de sí mismo y pensó, con tristeza, que ya no podía mantener el mismo trote alcohólico que llevaba en sus años universitarios.
Mientras se lavaba las manos, escrutaba el sitio. Silbaba mientras se frotaba una mano con la otra, creando espuma con el jabón dudoso que tenía a disposición. A través del espejo, pudo ver algo que le llamó la atención. Había un niño detrás de él. No debía tener más de seis años, con el cabello negro engominado y vestido pulcramente con una camisa blanca manga larga de cuadros y un pantalón de gabardina azul marino. El niño lo miraba, atento, jugando con un pliegue de su pantalón.
Él giró hacia el pequeño y se acercó, con aprensión.
—Hola. ¿Qué haces aquí?, ¿y tus papás?
El niño negó con la cabeza.
—¿Están allá afuera?, ¿los buscamos?
El niño volvió a negar y esta vez le extendió una mano. El psicólogo se acercó a él y, sin estar muy seguro de lo que hacía, le tomó la mano al pequeño. El niño comenzó a andar, guiando el camino.
Salieron del baño y lo primero en que reparó el hombre fue que el bar estaba vacío. No había un alma en todo el sitio. De hecho, parecía que nadie había ido a ese local en años. Había una gruesa película de polvo sobre las mesas y las sillas lucían desvencijadas y endebles. Las lámparas se veían antiguas, como si tuvieran cientos de años, y daban la sensación de que en cualquier momento les caerían en la cabeza. El niño no parecía impresionado o tan siquiera interesado en todo eso. Simplemente caminó a través de las mesas vacías hasta la puerta.
La calle ofrecía la misma desolación que la fonda que tenían detrás. No había ni un solo carro, ni una sola persona caminando. Miró su reloj. Marcaba las nueve y media. Pero estaba detenido. Se debía de haber dañado hacía muy poco, porque recordaba con claridad que estaba funcionando cuando llegó al bar, unas horas antes. El niño, que no le soltaba la mano, seguía caminando, haciendo que él mismo tuviera que moverse.
Caminaron una, dos, tres cuadras. Luego tres más, siete más. Caminaron por mucho tiempo, sin sentir cansancio ni ganas de volver. Él miraba todo con atención. Detallaba los edificios, los locales, las casas, las entradas del metro, todo vacío. Había un aire de melancolía en todo aquello que le resultaba atractivo, acogedor. Vio al niño, que seguía imperturbable, con la vista fija al frente. Se preguntó de dónde había salido semejante personaje, qué misión tenía. Se preguntó si aquel pequeñín, si aquella sensación tan placentera, si todo lo que estaba viendo y viviendo era real.

Giró para mirar atrás y se dio cuenta de que ya estaban abandonando los límites de la ciudad. El niño no tenía ninguna intención de detenerse y él tampoco. Se dejó llevar. Se dejó maravillar. Se dejó acompañar por el infante que, según como empezó a verlo, lo había venido a rescatar. Ya no le importaba la psicología, ya no le importaba la academia, ya no le importaban los artículos publicados, ya no le importaban las cervezas ni los amigos. Solo le importaba caminar. 

lunes, 20 de octubre de 2014

Fotografiar la soledad

Un buen día, Germán salió del cuarto oscuro que tenía instalado en su apartamento y fue a la nevera a tomar una cerveza. Afuera también estaba oscuro, había anochecido y no se había enterado. Por lo general era así, se le pasaban las horas metido en su cueva de creación fotográfica, en la sala donde sucedía la magia y se materializaban las imágenes que su lente, siempre obediente, le había ayudado a congelar en el tiempo. Las luces del apartamento estaban apagadas, lo que agradeció a los cielos, porque se movía mejor en la oscuridad. Las luces lo solían enceguecer como a un venado en carretera.
Al llegar a la nevera, se dio cuenta de que había una nota pegada a la puerta. Se devolvió un par de pasos, encendió la luz y, haciéndose visera para protegerse del latigazo luminoso, leyó el papel. Con la letra de su mujer, decía “esto no está funcionando”. Repasó las palabras varias veces, confundido. Abrió la nevera, chequeó que la luz hubiera encendido, metió la mano para comprobar que de verdad estaba enfriando. Inspeccionó por encima los víveres que estaban ahí contenidos para asegurarse de que estuvieran en buen estado. Sacó una cerveza del congelador —que también estaba operando a la perfección— y cerró la puerta. Echó un último vistazo desconcertado a la nota y se devolvió a su guarida.
Cuando volvió a salir, parecían haber pasado días. Él medía el tiempo en fotos. No era tanto tiempo, porque la cantidad de imágenes que colgaban en su tendedero no eran muchas. Pero sí recordaba que su esposa le repetía una y otra vez que el tiempo en el mundo real y el tiempo en su cueva fotográfica, no transcurría igual. Caminó hasta la cocina y un olor terrible lo recibió con violencia. Buscó la fuente. El cesto de la basura se veía asqueroso, era evidente que no habían cambiado la bolsa en un buen tiempo. La pila de platos sucios también contribuía al olor nauseabundo que llenaba el aire de la cocina y estaba amenazando con expandirse por todo el apartamento. Cuando vio a su alrededor y pudo palpar la sensación de soledad y abandono, fue que entendió la nota que todavía se sostenía, inocente, junto a los imanes que habían traído del último viaje a Francia. “Esto no está funcionando”.
Se sentó en su sofá anaranjado —sofá que habían mandado a hacer como una réplica exacta del que aparece en la serie Friends— y vio a su alrededor. Era, tal vez, la primera ocasión en la que se detenía a observar su hogar, o lo que quedaba de él. Unos cuantos cuadros originales de pintores venezolanos intercalados con copias de obras emblemáticas de la pintura universal. Una mesa de centro con una colección de figuras humanoides de cristal que parecían contar una historia estática y silenciosa; algo parecido a un circo o a un congreso. Una biblioteca que ocupaba casi toda la pared  y alcanzaba el techo. Cientos de lomos, de colores, de formas, de títulos. Cientos de relatos que se burlaban de él, del desenlace de su novela. Todo lucía intacto a excepción de una fina capa de polvo que se extendía con delicadeza, casi con displicencia, sobre lo que observaba. Una fina capa de polvo que incluso podía sentir sobre sí mismo. Una fina capa de polvo que se había formado desde el mismo día que Cristina había puesto un pie fuera de la casa. Una fina capa de polvo que, como todo lo que pasaba en esa casa, como todo lo que pasaba en ese matrimonio, como todo lo que pasaba con su esposa, se fue expandiendo sin que él se diera cuenta. “Esto no está funcionando”.
Fue a buscar su cámara y comenzó a fotografiar la soledad. El mueble vacío, las figuritas de cristal suspendidas en el tiempo, el cenicero lleno de colillas manchadas con labial. Fotografió los espacios que habían quedado vacíos en la biblioteca, los espacios donde otrora estuvieron los libros de Cristina. Casi todos libros delgados de poesía, libros que, como las quejas de su dueña, no se hacían sentir cuando estaban, sino cuando desaparecían y amenazaban el balance de lo que se sostenía a su alrededor. Salió al pasillo, fotografió el reverberar de sus últimos pasos hacia el ascensor, fotografió lo que quedaba del calor de sus dedos en el botón de llamada de la máquina. Se giró hacia su puerta y fotografió el número de su apartamento, 42, número que ahora le sonaba a melancolía, a desierto. Entró de nuevo y atravesó la sala, para fotografiar la noche. Aprovechó también para fotografiar el estacionamiento del edificio, el lugar vacío en el que hasta hacía unos días —¿o unas semanas?, en verdad no tenía ni idea de cuándo se había ido Cristina— lo ocupaba el viejo Volkswagen amarillo de su esposa. Sin embargo, la atención de la cámara la captó en su totalidad una muchacha tirada en el suelo, magullada y con la pierna derecha evidentemente rota. La chica tosía de forma estertorosa y miraba al cielo con la nostalgia del que ya extraña la vida. Eran sus ojos también. Era una mirada que, como la de él, veía hacia la soledad. Germán apuntó a la muchacha, a sus ojos, y disparó. 

viernes, 22 de agosto de 2014

Intrusos


Cuando vio al ratón moverse con agilidad de un lado al otro de la sala, pasar por debajo del sofá, de la mesa del comedor y alojarse en el pequeño resquicio que quedaba entre el seibó y el suelo, sintió una ebullición desde la boca del estómago hasta la tapa del cráneo para nada parecida al miedo que le generaban aquellos roedores cuando era un niño. Estaba molesto. Mejor dicho, estaba arrecho. ¿Cómo era posible que una vaina de esas viniera a joderle la paciencia, si en los casi veinticinco años que llevaba en aquella casa no había aparecido ni una chiripa? Su casa era su templo y cualquiera que se atreviera a perturbar esa paz, debía ser castigado.
Pero bueno, en honor a la verdad y siendo totalmente sinceros, algo de culpa tenía de que eso pasara. Desde hacía un tiempo ya no le prestaba la misma atención a la casa. Hacía años que no le hacía un cariñito, que no le echaba una manito de pintura, que no le compraba un adornito, unas lámparas nuevas, unas flores para la fachada. Tenía rato que daba por sentado que aquella casa, imponente y robusta como su veía al momento en que la ocupó por primera vez, se mantendría igual de impoluta e infranqueable durante toda la vida. Sin embargo, la presencia de aquel roedor indeseado le hacía ver que, si no hacía nada por cuidar su hogar y hacer entender que era suyo, cualquiera vendría a tomarlo por asalto.
Vigilando todas las posibles vías de escape de su víctima, llamó a voz en grito a su mujer. No le contestó. Eso también era nuevo. Ella, que siempre había sido tan solícita y atenta a sus llamados, ahora lo dejaba hablando solo, ¿tú has visto? Después iba a andar por toda la casa llorando que había un ratón, ¿cómo no va a haber un ratón, mujer del carrizo, si cuando te llamé para que lo matáramos no me hiciste caso?
Decidió resolver él mismo, como siempre había tenido que hacer en esa casa. Corrió hasta su cuarto, abrió el clóset y buscó una de las miles de sandalias que tenía su esposa. No alcanzó a ver ninguna. Raro, pero no podía sentarse a pensar sobre eso. Buscó una de sus botas de trabajo, con el peso y la contundencia perfectos para la tarea.
Se apostilló frente al enorme mueble lleno de cristalería a esperar la salida de su enemigo. El corazón le latía con fuerza. En el pecho se le cocinaba una extraña mezcla entre la rabia por la intrusión del pequeño animal y la alegría por poder cobrar venganza de aquel igualado que osaba atentar contra la armonía de su santuario.
Por una esquina atisbó el pequeño celaje gris y se abalanzó contra la mancha borrosa que apenas entraba en su campo visual. Dejó caer el primer zapatazo, luego el segundo y el tercero sin perder tiempo. No había manera de que el ratoncito siguiera vivo, pero él continuó con la paliza. Golpeó y golpeó, lanzando alaridos, gritos, exhalaciones. En algún momento comenzó a lanzar saliva cada vez que botaba el aire por la boca y de sus ojos bajaron unos lagrimones gruesos de pura rabia y alivio. Soltó un zapatazo tras otro como si lo que tenía en su mano fuese una mandarria. Cada golpe bajaba cargado con la frustración por haber permitido semejante intromisión, por el hecho de que su esposa no le hubiera hecho caso en el momento en que la llamó.
Al terminar, estaba tan cansado como si volviera de una jornada en la finca donde trabajaba. Se sentó en el suelo, contra la pared, y se secó el sudor de la frente y las lágrimas que le mojaban la cara. En el suelo había un desbarajuste de sangre, sesos, huesos y pelo. Respiró profundo y cerró los ojos. Sólo en ese momento reparó en un pensamiento por el que no se permitió hacer escala unos minutos antes.
En el clóset del cuarto principal no sólo faltaban las sandalias, sino también toda la ropa de su esposa.

martes, 3 de junio de 2014

Tradición Familiar

Living on a razor’s edge, balancing on a ledge
Iron Maiden
La abuela fue la que inició la moda. La tradición, digamos, para darle un título un poco más noble y menos frívolo a la cuestión. Yo no la conocí, pero mi mamá siempre me contaba la historia antes de dormir, como si se tratara de un cuento para niños oriundos de Transilvania.
Mamá fue quien la encontró, según me contaba, guindando del techo del cuarto principal de la casa, con las muñecas goteando. Nadie sabe por qué decidió suicidarse dos veces, cortándose las venas y ahorcándose. Solo se atrevían a especular que quería quedar bien muerta para escaparse del suplicio que era para ella vivir con el abuelo. El viejo murió poco tiempo después, parece que de tristeza, de mal de amores. Murió con una lágrima en el ojo y el nombre de mi abuela en los labios.
El testigo lo tomó mi mamá. Como en toda tradición familiar, la hija mayor es quien debe tomar la voz cantante cuando la madre ya no está. La encontré yo, para acentuar la paradoja. Me había despertado asustada de un sueño horrible: una vieja tétrica con una soga al cuello me veía fijamente desde la puerta del cuarto que había sido de mis padres y que ahora solo ocupaba mi mamá.
Cuando abrí la puerta (la real, no la de mis ensoñaciones), encontré la mano inerte de mi mamá cayendo con gracia desde el borde de la cama. En el suelo se iba formando gota a gota un pequeño charco vino tinto. Me senté junto a la puerta y esperé a que alguien más viniera a darse cuenta. Lloré un poco. Más por el susto de saberme visitada por una muerta que por el suicidio de mi madre.
Con el pasar de los años siguieron viniendo. Suicidio tras suicido, propios y extraños comenzaban a hablar de una maldición que operaba sobre la familia. Todas mujeres: una tía, dos primas mías, dos primas de mi mamá. Mi hermana lo intentó en par de ocasiones, pero las dos veces supe que no le pasaría nada, porque nunca apareció la abuela a avisarme. Porque eso siempre ha sido fijo: antes de que me avisaran de la nueva muerte de alguna familiar, ya la abuela me lo había avisado en sueños.
La vieja de la soga al cuello con unas conservas de coco en la mano, se murió mi tía Martina. La vieja de la soga al cuello con una muñeca de trapo, se murió mi prima Rosa. Y así cada vez que alguna se quitaba la vida.
Ahora estoy yo sola en mi cuarto, balanceándome en el filo de una navaja, bailando con la idea seductora de la muerte. Llega un punto en que todas las mujeres de mi familia sentimos la urgencia, eso lo entendí con el tiempo y hablando con mi hermana. Llega un momento en que, así como los religiosos escuchan el llamado del señor, nosotras escuchamos la invitación hipnótica de la muerte.
Yo quería hacerlo con una pistola, pero estaba la presión de la tradición en mis hombros. Las mujeres Mendoza mueren con navaja y solo la vieja Gisela tuvo la libertad de hacer algo diferente, repetía una de mis tías, casi con orgullo.

Ya estoy probando el filo de la navaja con la yema de mis dedos, cuando veo a la vieja de la soga mirándome fijo, moviendo hacia adelante y hacia atrás un desvencijado triciclo rosado. Se murió mi prima Daniela, la que no me prestaba la bicicleta. Todavía no me toca.

viernes, 9 de mayo de 2014

Would you...

“Du hast mich gefragt und ich hab nichts gesagt”
- Rammstein
La pregunta se elevó de sus labios y se quedó suspendida en el aire, sobre ellos, como si fuera oxígeno alimentando los pulmones de un futuro que se pintaba incierto. Se inhalaba la esencia de aquella proposición y se exhalaba duda total sobre lo que debía suceder a continuación.
Se quedaron ahí colgadas las  palabras, como una nube negra preparada para llover litros y litros de realidad sobre aquel idilio que estaban viviendo hasta el momento y que cuidaban con dedicación meticulosa.
Cuando la primera de esas gotas cayó sobre su frente, cuando el frío de la pregunta hizo contacto real con su piel, con sus sentidos, con su cerebro, ella se dio cuenta de que era demasiado tarde. Solo un segundo, incluso menos, pero lo suficiente para romper la magia de todo el ritual. Esa fracción de segundo que hace que la reacción se transforme por completo, de una sorpresa genuina y llena de esperanza, a un desconcierto lleno de temor y rechazo. Un segundo tarde. Lo suficiente para romper un corazón.

Él, de inmediato, lo entendió. Se levantó del suelo, donde estaba apoyado con una rodilla, mostrando el anillo que tanto se esmeró en seleccionar, y volvió a su comida, cabizbajo. Sentía las miradas de todo el restaurante sobre él. Esa noche volvieron a dividir la cuenta entre dos.

domingo, 6 de abril de 2014

Domingo en la noche

Domingo, nueve de la noche. Quién Quiere Ser Millonario hace su entrada triunfal en el televisor de la sala. Eladio Lares aparece, llevando a las viejitas noveleras a un éxtasis total. El presentador anuncia el número de teléfono al que deben comunicarse los aspirantes a hacer el ridículo en televisión nacional.
- El otro número era más fino, ¿verdad? Tenían hasta una cancioncita y todo.
- Ujum…
- ¿Cómo es que era? Cero nueve cero cero, uno siete dos, ocho ocho, ¡ocho ocho!
- ¿Esas son las mariqueras que haces donde tu mamá?- interrumpe-. ¿Cantar los números? ¿Eso te ayuda en algo en el liceo, al menos?
La discusión termina. Vuelven al silencio hipnótico de los televidentes, cada quien en su esquina del sofá.
El primer participante es despachado en la segunda pregunta. No supo completar un refrán popular. Por más que todas las doñas se lo gritaran con desenfreno. Nada. Comodín de la audiencia, cincuenta-cincuenta, llamar a un amigo aún más bruto. Adiós. La vuelta de la mente más rápida. El siguiente.
- Por el camino que llevas, vas a terminar como ese idiota- ríe de forma grotesca, burlona, hiriente.
- Mejor así que como tú. Al menos él tiene la valentía de salir en la televisión e intentarlo. ¿Tú qué?
- ¿Ves que eres un imbécil?- el control remoto vuela de un lado del sofá al otro,  para aterrizar con un golpe seco en el temporal del muchacho-. Pásame la vaina esa.
Silencio de nuevo. La audiencia ríe con las ocurrencias del participante de turno. Parece ir mejor que su predecesor. Cualquier podría hacerlo mejor, a decir verdad.
Mientras Eladio anuncia los comerciales, en la calle se desata una discusión bastante acalorada. Voces molestas de hombres y mujeres llegan con nitidez a toda la cuadra, valiéndose del silencio de la noche dominguera para magnificarse. Botellas rotas, insultos, llantos de niños. Todo se escucha tan claro como si estuviera saliendo del televisor también. La reacción natural es asomarse por la ventana para chismear cuál es la causa del revuelo.
- Tremendo beta- anuncia el muchacho, corriendo hacia la ventana.
- ¿Tremendo beta? ¿Eso es lo que aprendes con el idiota del novio de tu mamá? Tremendo beta… ¿qué coño significa esa vaina? Tremendo beta…
Gilberto Correa promociona la misma empresa de seguros de siempre. Vestido de blanco, con más botox que sangre, con movimientos robóticos, con una sonrisa acartonada. Es como si siguiera trabajando desde el más allá. Nadie sabe a ciencia cierta si el hombre está vivo o muerto.
- Se van a matar ahí- el joven sigue viendo hacia la calle. Un dejo de emoción en su cara. Al fin un domingo interesante.
- Ujum…
- Creo que uno de los tipos tiene una pistola y todo, papá. Varios tienen pistolas, en realidad. Qué loco…
- Vente pues. Ya va a empezar la vaina.
- ¿No vas a llamar a la policía?- pregunta mientras se sienta.
- Bien bueno…- se gira hacia el muchacho. Una sonrisa incrédula curvea su boca hacia arriba. Sus brazos se cruzan sobre el pecho macilento y descansan apoyados en la barriga perfectamente redonda- ¿Dónde crees tú que vives? ¿En Suiza?- otra vez la risa grotesca.
La promoción de una novela miamera llena el silencio.
- Yo escuché que en Suiza no hace falta ni policía, por lo ordenados que son- murmura el muchacho.
- Y yo escuché que a la gente que no hace nada con su vida se le caen las bolas. Así que ve pendiente por la calle, pajúo.
- No joda. Entonces tú debes andar con las manos en el pantalón siempre.
Vuelve a aparecer Eladio Lares en la pantalla, con la música característica del programa. Al tiempo, suena el primer disparo y los gritos desesperados de mujeres y niños. Luego el segundo. El tercero. Se desata la balacera como una lluvia decembrina. Se escuchan las ventanas de todos los vecinos del edificio cerrarse en un mismo movimiento ya ensayado muchas veces.

- Súbele volumen, bobo grande, que no escucho la pregunta…