sábado, 12 de marzo de 2016

Pavosos viajes subterráneos

Siempre he pensado que el Metro saca lo peor de la sociedad. Y no solo estoy hablando del comportamiento de las personas cuando utilizan este medio de transporte. Si prestan un poco de atención, si logran enfocar sus sentidos lo suficiente como para superar la nube de ruido que hay, si logran hacerse paso entre los insultos y las amenazas de golpes, si alcanzan a evadir todas las historias rocambolescas de las andanzas de los caraqueños, se darán cuenta de que en el Metro hay música.
No intento hacer una maroma poética, convirtiendo en un milagro musical las distintas voces que se elevan en el subterráneo. Hablo de una estación de radio propia del Metro. Hablo de un DJ tan pavoso como las canciones que reproduce. Estoy hablando de una especie de emisora de nostalgia que lo único que logra es generar una sensación terrible de desconcierto en unos pasajeros ya de por sí confundidos.
Me da miedo mencionar a los artistas que desfilan por el playlist del Metro. Sin embargo, ellos no son lo peor. Lo más desastroso son las canciones que eligen de esos artistas, porque son canciones que, estoy seguro, ni siquiera ellos mismos escogerían para ser reproducidas. Lo más cursi de David Bisbal (si cabe); lo más olvidable de Alejandro Sanz; RBD (así, sin adjetivos; solo la mención de estos chamos es pavosa) y demás baladas de principios de siglo XXI que cantamos en su momento, pero que nadie quiere volver a escuchar. Al menos no sobrios.
El pop envejece mal. Una canción pop no tiene que tener muchos años para producir esa dentera que producen los anacronismos desagradables. Ninguna de estas canciones tiene más de quince años y ya es detestable. Su estética no agrada y nos hace pensar “esto era lo que se escuchaba… qué triste”. No deberíamos hacernos esto. El pop está hecho para ser escuchado en su momento y, luego, cuando ya la canción o el disco son tres meses muy viejos, debe escucharse en la intimidad del hogar, del automóvil o del reproductor portátil. El pop es un producto de consumo inmediato, no más.
En mi eterno dilema de no consentir a los grupos nacionales, pero otorgarles plataformas para que exploten su calidad y competitividad, me los imagino sonando en la radio del Metro. Qué chévere sería llegar al trabajo tarareando la línea de bajo de Sweet Home de Holy Sexy Bastards o cantando la melodía de Cayayo de TLX. Por qué no tener un momento retro y lanzarse algo de Sentimiento Muerto, de Yatu o La Misma Gente. Por qué no tener una tarde tributo a Desorden Público.
¿Y por qué no ir más allá? Por qué no reproducir, de tanto en tanto, algo de Zeppelin, de Kiss, de The Who, de los Rolling Stones, de Los Beatles. Enseñarle a la gente lo sabroso de una música eterna. Porque, sin temor a ser arrogante, el rock sí envejece muy bien. Mejor dicho, no envejece, sino que se añeja. Es como esos licores de calidad a los que el tiempo sólo les otorga mayores y mejores atributos.
Por qué no poner música menos pavosa en el Metro.

Por qué no aceptar que el rock puede ser para todos.