miércoles, 18 de julio de 2012

De la muerte autoinducida y sus experiencias


Había tocado fondo. Había llegado a un estado en el que pensaba que ya no había retorno. Para mí, llevaba varios años dando vueltas alrededor de un mismo punto, caminando en círculos, orbitando un enorme sinsabor que regía lo que era mi vida últimamente.

Estaba triste, decepcionado, cansado, aburrido. Cuando te encuentras en momentos como esos, piensas más lento. No solo más lento, sino que el tinte de tus pensamientos se oscurece. Además de todo eso, tu pensamiento lento y oscurecido, siempre va dirigido a un solo lugar. En mi caso, lo único que veía con claridad era la muerte.

Era una “ventaja” para mí el hecho de que viviera solo. Así nadie podría detenerme en llevar a cabo aquello de lo que ya me había convencido. Así nadie podría hacerme ver algún buen motivo para no dar el paso hacia esa oscuridad que me estaba llamando, tan tentadora, tan acogedora.

Algunos creerían que quitarse la vida es una acción apresurada, impulsiva, casi primitiva. En algunos casos puede que sea así, pero para mí, no lo era. Este era un asunto importante y como tal, ameritaba la mayor organización y preparación.

Analicé los métodos, los lugares ideales. Analicé la hora del día a la que debía hacerlo, investigué sobre cómo evitar que alguien me mantuviera con vida. Encontré grupos de personas que estaban en mi misma situación y que habían optado por el mismo desenlace que yo; me empapé de sus experiencias, de sus ideas, de sus planes. Mientras más me involucraba en el asunto, más me convencía de la idea de terminar con esta existencia que me parecía ya tan patética a esa altura.

Me decanté por resolver el asunto con una mezcla especial de pastillas. Me pareció la mejor manera. No era tan doloroso, no me dejaría desfigurado o algo por el estilo. Además, era algo que, acompañado del trago correcto, hasta podría disfrutar.

No he de molestarlos con los detalles sobre cómo conseguí los materiales para llevar a cabo mi plan suicida. Eso no es lo relevante del asunto. Lo interesante es lo fácil que es conseguir en las calles la materia prima de la muerte. Hay drogas y armas de todo tipo ahí afuera, lo que hay que hacer es pasearse por las calles correctas y tocar las puertas indicadas. Y eso fue exactamente lo que hice.

Una vez que me había hecho con las pastillas, decidí acomodar el ambiente. Quería morir escuchando música y que me encontraran de esa manera. Quería que se dieran cuenta de que, si bien pasaba por un bache en mi vida, mi muerte no fue una decisión nacida del puro sentimentalismo, de la tristeza; quería que supieran que había sido una decisión producto del análisis, del estudio, de la investigación de lo que involucraba el suicidio. Quería que se dieran cuenta, al encontrarme, de que yo había decido recibir a la muerte en un ambiente agradable, como quien recibe a un viejo amigo muchos años después de haberle hablado por última vez.

Así pues, encendí mi reproductor musical, me serví una copa de la mejor bebida que mi presupuesto me permitía, me senté en el viejo y raído sillón de mi sala y contemplé por unos cuantos minutos el frasco que contenía las pequeñas pastillas que habrían de librarme de una vida que ya no quería llevar. Las observaba con detenimiento, casi admirándolas, casi adorándolas, en lo que parecía una parodia tétrica de un rito religioso.

Lentamente la primera cayó en mi mano. De mi mano a mi boca y de la boca al estómago, ayudada por un trago de mi bebida. Por primera vez, sentí miedo. Me quedé con los ojos cerrados por unos minutos, escuchando la música, escuchando mi respiración. Todavía vivía.

Sin abrir los ojos, llegó la segunda pastilla… y la tercera y la cuarta. Después de que había pasado la séptima pastilla, dejé de contarlas. Seguía con los ojos cerrados. Temía que si los abría, si tenía el más mínimo contacto con el mundo exterior, con la vida, me arrepentiría de la decisión que ya había tomado. Cuando pensé que ya había sido suficiente, me recliné en el sillón y respiré profundamente.

Solo en ese momento me di cuenta de que había un factor para el que no me había preparado: la espera. Ciertamente cuando decides quitarte la vida, muchas de tus virtudes son puestas a prueba y una de ellas es la paciencia. Podría tardar horas, incluso hasta un día, en que esos pequeños comprimidos hicieran su trabajo en mi cuerpo. Mientras tanto, yo debía esperar pacientemente.

Dejé que mi mente se perdiera entre la música. Dejé que mis pensamientos se movieran al ritmo de aquellos acordes que llenaban el espacio de mi apartamento. Dejé que aquellas notas, que sonaban como una hermosa despedida, me consolaran y me acompañaran en aquella empresa tan ambiciosa que había comenzado. Dejé que la música me arropara, me quitara el miedo y me condujera a través de ese mítico túnel que todos aseguraban que algún día vería. Aquella dulce música, cómo me habría gustado acariciarla…

Ahí donde estaba, pensé, ya había muerto. En ese momento, sentado en el sillón, con los ojos cerrados y una decena de pastillas nadando en mi estómago, mi mente estaba tan desprendida de mi cuerpo que era casi ingenuo pensar que espíritu y máquina seguían siendo uno. Sin embargo, todavía podía notar mi respiración y todavía podía sentir, aunque muy débil, mi corazón latiendo en mi pecho. Todavía faltaban unos cuantos pasos.

Pasado un rato, sentí el irrefrenable deseo de abrir los ojos. Sentí que había algo ahí afuera que me llamaba, que me invitaba; algo que no era precisamente la vida. Lentamente abrí los ojos, con algo de temor, pero también con emoción y, luego de acostumbrarme a la luz, me di cuenta de que lo que veía no era mi apartamento.

Estaba frente a la cocina de la casa de mi infancia. ¿Cómo era aquello posible? En alguno de los foros en los que había participado, habían dicho que las alucinaciones podían ser parte del proceso, sin embargo aquello era tan real que me resultaba difícil pensar que era parte de mi imaginación.

En aquella cocina empezaron a entrar distintos miembros de mi familia, todos con aspecto sombrío. Todos se veían, más que tristes, cansados. Parecían llevar una carga enorme en sus hombros y estar ya agotados de moverla a todos lados con ellos. Uno a uno fue entrando a la cocina y parándose frente a mí, mirándome fijamente con esos ojos oscuros en los que yo no podía encontrar vida.

Por un lado, la presencia de miembros de mi familia me hacía sentir cómodo. Por otro lado, su aspecto hacía que mi ansiedad subiera. No eran las figuras más amigables que pudieras ver, no eran precisamente las caras que quería ver en mis últimas horas. Sin embargo estaban ahí, parados frente a mí, viéndome fijamente. Cada vez entraban más y más a la cocina. Ya eran tantos que había muchos que ni siquiera conocía. Reconocía que eran de la familia porque todos se parecían entre ellos.

Como ya eran suficientes para cubrir todo mi campo visual, empecé a verlos con detenimiento yo también a ellos. Mientras trasladaba mi mirada, de una cara a la otra, noté un detalle que por un momento me heló la sangre: ninguno de aquellos miembros de mi familia que estaban ahí frente a mí, estaban vivos.

Abuelos, tíos, primos, todos los que estaban ahí, eran personas que ya habían muerto. Era por eso que había algunos que no reconocía; esos eran miembros de mi familia que habían muerto mucho antes de que yo hubiera nacido incluso. Era por eso que en aquella cocina, no estaban mis padres, mis hermanos. Supuse entonces que ese era mi momento final. Nada más poético que reunirse con la familia a la hora de partir del mundo terrenal.

Me levanté del sillón y di unos cuantos pasos vacilantes hacia ellos; no sabía si eso era exactamente lo que tenía que hacer, pero sentía que era lo más lógico. Apenas me acerqué, todos aquellos miembros de mi familia se movieron hacia mí, como un gran bloque y me rodearon. Se fueron acercando cada vez más y más, hasta que casi no pude ver la luz exterior. Se acercaron a mí hasta que un frío glacial llenó mis pulmones. El temor me invadió y quise gritar, pero ¿qué caso tenía? Mi grito no sería audible por oídos mortales en ese momento. Me arropó la oscuridad y, antes de perderme en ella, alcancé a escuchar lo que pensé que serían los últimos compases musicales que jamás escucharía…

Abrí los ojos de nuevo y me costó unos minutos entender que estaba de nuevo en la sala de mi apartamento. Me costó un rato recordar quién era, dónde estaba y lo que había estado haciendo últimamente. Me costó unos cuantos minutos recordar por qué y cómo había decidido arrebatarme la vida. Me costó un momento recordar que había muerto… o al menos eso era lo que yo pensaba.

Había calma, silencio. La música había dejado de sonar, quién sabe hacía cuanto tiempo. A mi derecha, en el suelo, había un charco de vómito. Podía ver algunas pastillas ahí, pero no estaba seguro si eran de las que me había tomado o eran las del frasco, que se me habría resbalado de la mano. Mi copa estaba vacía, al igual que la botella que contenía aquella bebida que me había ayudado a pasar el trago de la muerte. A pesar del aspecto desastroso que tenía la escena, todo se veía normal.

 Con un gran esfuerzo, me levanté del sillón. La sensación era la de que no había movido un solo músculo en años. Sentía como si el cuerpo me reclamarlo por someterlo a aquel sufrimiento de moverse, de sentirse con vida, de sentirse activo.

Mi mente tampoco estaba en el estado más óptimo. Todavía estaba confundido. Todavía me costaba recordar cosas. Todavía no entendía muy bien qué me había llevado a la situación en la que estaba en ese momento. Todavía ignoraba la naturaleza del estado en el que me encontraba.

Caminé por la pequeña sala de mi apartamento, dando vueltas, intentando hilar una cadena de pensamiento coherente. Fue después de unos cuantos pasos cuando llegó a mi mente una idea tan obvia, pero tan fuerte, que hizo que me mareara un poco: todavía estaba vivo.

¿Era posible que tuviera tan mala suerte que ni siquiera pudiera quitarme la vida? Aquella pregunta hizo que estallara en una sonora carcajada. Sin embargo, mi risa me asustó. No había alegría en ella. Mi risa era un sonido tétrico, sombrío, como el eco que devuelven las profundidades de un cementerio a un caminante perdido.

Luego de haber superado ese susto, me puse a pensar. Me puse a sacar cuentas, a intentar deducir por qué no había logrado cumplir mi objetivo. Nada parecía tener sentido, excepto una cosa: estaba vivo, todavía. A decir verdad, mientras se me iba pasando el entumecimiento de los músculos y la confusión de la mente, me sentía cada vez más vivo. Más vivo incluso que unas horas antes, cuando comencé a pasar aquellas pastillas con alcohol.

No entendía cómo podía seguir habiendo vida después de aquella escena tan escabrosa de mis familiares muertos viniendo a encontrarse conmigo. No podía creer que aquello tan solo hubiera sido una jugarreta de mi mente. No podía entender que mi cuerpo hubiera aguantado esas cantidades de veneno a las que lo había sometido. No podía entender el chiste en esa broma tan pesada que el destino me estaba jugando.

Quise tomar un poco de aire, así que caminé hacia la ventana. Una vez más, me llevé un susto terrible cuando me encontré con que, parado en el alféizar de la ventana, se encontraba un buitre enorme, con la mirada fija hacia el interior de mi apartamento.

Sonreí y recordé al cuervo de aquel poema que tantas veces había leído en mi infancia. Miré fijamente al buitre y le pregunté, burlonamente, “¿nunca más?”, sin embargo aquel ave no era del tipo parlante. Seguía mirando fijamente y aunque yo estaba justo frente a él, no parecía mirarme a mí, parecía mirar a través de mí. Intenté espantarlo, sin éxito. El buitre emprendió el vuelo por su cuenta.

Tampoco tuve éxito al abrir la ventana de mi apartamento. Aquella ventana estaba un poco dañada y necesitaba de unos movimientos especiales para abrirla, sin embargo, normalmente siempre podía hacerlo. Esta vez no fue así. Se lo atribuí a mi estado de confusión, ansiedad y debilidad. Respiré profundo y volví a echarle un vistazo a la sala.

Todo parecía tal como lo había dejado cuando decidí suicidarme. Casi todo. Algo que me llamó la atención fue lo rápido que se habían deteriorado las flores que había comprado la mañana anterior a mi práctica suicida. Me pareció muy curioso, sin embargo yo no era un experto en plantas, así que no podía saber que tan extraño era aquello.

Me fijé en que el reproductor de música seguía encendido, a pesar de que ya no estaba sonando ninguna música. Pensé que había preparado suficiente material en mi disco extraíble como para que la música sonara por horas, incluso días. Capaz hubo un corte eléctrico mientras estuve inconsciente, capaz los archivos estaban rotos. Lo cierto es que aquel silencio me estaba incomodando, así que intenté hacer sonar el reproductor de nuevo. Alguna avería tenía, que no me permitió hacerlo sonar de nuevo. En ese punto, estaba empezando a desesperarme un poco.

Me dejé caer en el suelo, recostado de la pared. Intenté darle sentido a todo lo que había pasado en las últimas horas. Intenté entender todo lo que había pasado en mi vida últimamente. Concluí que, ya que estaba vivo, debía intentar ponerle orden a mis pensamientos y tratar de reorganizar mis acciones futuras.

Pero había algo que me seguía molestando. Había algo en la atmósfera del lugar que me hacía sentir incómodo. Había algo en el aire que me hacía sentir fuera de sitio, me hacía sentir como que no pertenecía a ese lugar, a ese momento. Era una sensación extraña, pero mientras más me hacia consciente de ella, más invadía mi mente, mis sentidos y me obligaba a escudriñarla y estudiarla.

Luego, todo empezó a pasar muy rápido. Mi cabeza empezó a dar vueltas alrededor de ese sentimiento de alienación, por la ventana podía ver como una bandada de buitres revoloteaba en círculos cerca de mi ventana y alguien empezó a llamar a la puerta del apartamento con mucha vehemencia.

Grité diciéndoles que se fueran, estaba demasiado mareado y confundido como para atender a alguien más en ese momento. Sin embargo volvieron a llamar a la puerta, con una energía que me parecía desproporcionada. Volví a gritarles para que se fueran, les grité con fuerza y con desprecio, para que entendieran que debían dejarme en paz.

Hubo un momento de silencio en el que pensé que se habían ido, sin embargo, cuando había bajado las defensas, pude ver cómo la puerta de mi apartamento se caía, tras un golpe muy brusco que hizo que me pusiera de pie de inmediato.

Unos hombres con uniforme de la policía entraron al apartamento, casi corriendo y detrás de ellos mi vecina, mi madre y mi hermano. Pude notar que los tres tenían una expresión de profunda preocupación que me alarmó sobremanera. Caminé hacia ellos, intentando al mismo tiempo hacer que se tranquilizaran y que me explicaran que era todo ese circo que habían montado en mi apartamento. Sin embargo ellos pasaron a mi lado, casi ignorándome, corriendo hacia el centro de la sala.

Giré, desconcertado. ¿Qué estaban haciendo todos arrodillados frente al sillón? Caminé hacia ese punto y ahí, la verdad me golpeó. La verdad mi inundó con su fuerza, abrió mis ojos hacia lo que habían estado cerrando por los últimos minutos. Ahí en el sillón estaba mi cuerpo, sin vida desde hacía varios días. Ahí en el sillón había muerto esa tarde en la que tomé una dosis de medicamentos suficientes para matar a dos hombres. Ahí, en el medio de la sala, estaba muerto y no me había dado cuenta.