miércoles, 23 de marzo de 2011

El Don de la Palabra (Parte II: El Silencio Eterno).

Eran pequeños susurros, pero igual contaba. A pesar de que estaba en contra de que mantuvieran a su hermano en silencio, ella también había crecido escuchando la historia del séptimo hijo del séptimo hijo y le daba un poco de miedo lo que podía pasar si la voz de su hermano se elevaba lo suficiente como para que la tierra tomara en serio sus palabras y empezara a materializarlas. Así que solo susurraban, hablaban en voz baja, muy entrada la noche para que nadie se diera cuenta.

El muchacho era brillante… su mente estaba llena de ideas geniales que se mantenían encerradas, sin la posibilidad de ver la luz; sólo en aquellos instantes en que hablaba con su hermana. Pero no era suficiente.

Noche a noche se fueron reuniendo. Lo que empezó como una serie de charlas, rápidamente se transformó en una sucesión de discursos por parte del muchacho. Su hermana esta fascinada con la cantidad de pensamientos, ideas, planes que tenía el joven y la manera en que las expresaba: con vehemencia, pasión, con amor…

Pero una noche, su madre, que ya estaba percibiendo unos sonidos provenientes de la habitación de su hija, decidió averiguar qué era lo que estaba pasando. La señora irrumpió de golpe en la habitación, justo en el medio de una de las charlas de sus hijos.

La mujer se congeló del pánico pánico al principio, pero luego empezó a lanzar gritos reclamándole a su hija por la atrocidad que estaba cometiendo. Pronto toda la familia se había levantado y hablaban todos al mismo tiempo, reprendiendo fuertemente a la muchacha por su falta de consciencia.

De repente, entre lágrimas, se alzó una voz que nadie había oído jamás… y que más nunca volvería a oír. El muchacho, el séptimo hijo del séptimo hijo, hizo público el lamento de su alma: “Quiero que mis palabras sean escuchadas” fue la frase que invocó el silencio sepulcral en la casa… y la cara de horror de cada uno de los miembros de su familia fue algo que más nunca pudo olvidar… fue así como los recordó para siempre.

Pasaron unos segundos para que el universo entendiera que aquello había sido una orden que debía seguir. El problema era que aquel mundo en el que vivían no era digno de las palabras que él tenía para decir, así que había que desmantelarlo.

Un rayo sonó con furia y partió el cielo en dos, al mismo tiempo que la tierra empezó a temblar y abrirse, haciendo que todo empezara a caer libremente hacia la nada.

Todos los volcanes hicieron erupción al mismo tiempo, los ríos se desbordaron, los mares se tragaban los pueblos y luego todo eso se evaporaba y se perdía en el vacío. El cielo iba cayendo a pedazos y dejaba de existir tan pronto como tocaba el suelo, que ya no era material… todo desaparecía… todo iba siendo absorbido por una oscuridad asfixiante donde no existía nadie, no existía nada… sólo él…

Antes de darse cuenta de lo que había pasado, se encontró flotando en esa nada omnipresente, en esa masa de oscuridad y frío donde no había nada, no había nadie, no se escuchaba nada… atrapado en aquella inexistencia.

Se sintió culpable, pues habían sido sus palabras las que habían acabado con todo el mundo como lo conocía. Habían sido sus palabras, aquellas que le habían dicho que no podía pronunciar, las que habían acabado con su familia, con su familia, con todo… Se sintió culpable y prefirió retraerse en su silencio, en su melancolía.

Perdió noción del tiempo… Perdió noción de su ser. Sólo estaba ahí, respirando, castigándose con los recuerdos del mundo que había destruido. Hasta que recordó cómo lo había hecho… Recordó que quería que sus palabras fueran escuchadas. Recordó el poder que tenía…

Así que despertó de aquel letargo, volvió de aquel silencio eterno al que se había condenado a sí mismo y estaba dispuesto a hacer realidad todas esas ideas que alguna vez tuvo; porque él hacía las palabras y las palabras se hacían ante él… Era hora de actuar.

Respiró hondo y vio toda la oscuridad que tenía a su alrededor. Se concentró y con toda la fuerza de sus pulmones dijo “haya luz” y hubo luz… y vio que era bueno…

martes, 22 de marzo de 2011

El Don de la Palabra (Parte I: El Séptimo Hijo del Séptimo Hijo).

Era el séptimo hijo del séptimo hijo y todos sabían lo que eso significaba. Los mitos y cuentos de camino acerca de los niños nacidos con estas características eran horrendos e innumerables; pero ellos sabían que en realidad, podía ser mucho peor de lo que cualquiera podía imaginar.

Se veía tan inocente e inofensivo al nacer, que sus padres casi pasan por alto la naturaleza del niño. Por mucho que les doliera, ellos sabían lo que tenían que hacer. El niño, desde su nacimiento, debía ser condenado al silencio eterno.

Por décadas, los padres de esa familia le habían contado a sus hijos la leyenda del séptimo hijo del séptimo hijo. Se decía que el niño que naciera bajo esa condición, en esa familia, nacería con un poder tanto maravilloso como peligroso: el don de la palabra.

Pero por “don de la palabra” no se hacía referencia al hecho de que el niño creciera para ser un dicharachero, demagogo que utilizara las palabras para engañar o estafar. No. Tampoco a que el muchacho fuera capaz de hablar por horas, sin perder el hilo de su conversación. Tampoco. El Don de la Palabra era algo más grande, más poderoso, más serio.

La leyenda decía que el séptimo hijo del séptimo hijo nacería con la capacidad de hacer hechos sus ideas con sólo mencionarlas en voz alta; que sus palabras eran órdenes para el universo y éste debía obedecerlas apenas eran pronunciadas.

Ante este panorama, no era extraño que toda la familia estuviera ansiosa y hasta temerosa de lo que podía pasar. Nadie sabía si la leyenda era cierta, pues no había ningún antecedente cercano de un niño con las mismas características, pero había que tomar precauciones.

No sabían si, mientras crecía, pronunciaba algunas palabras que causaran un daño irreversible. No sabían si, al crecer, entendía las dimensiones de su poder y decidía utilizarse para beneficiarse a sí mismo, para perjudicar a otros, para hacer el mal. Así que, para evitarse eso, decidieron que lo mantendrían en silencio por siempre…

Y así fue creciendo, siendo castigado cada vez que pronunciaba una palabra, ya fuera voluntaria o accidentalmente. Creció con la idea de que él no había nacido para hablar. Lo mantenían siempre ocupado y solo la mayor parte del tiempo, para que no tuviera razones ni personas con quienes hablar. Estaba condenado al silencio eterno y no había nada que pudiera hacer, pues toda su familia estaba dispuesta a mantenerlo así… o al menos casi toda su familia.

Su hermana mayor, la única hembra entre los siete hijos, se apiadó de él desde el primer momento y siempre trató de apoyarlo y defenderlo de lo que ella consideraba era una injusticia para con su hermano. Pero realmente no había mucho que hacer cuando tenía a toda una familia en su contra.

Fue ella quien le enseñó a escribir. Al principio se comunicaban así, a través de cartas. Escribían por horas hasta que alguno de los dos se quedaba dormido. Eso para él era el cielo, pues al menos tenía un pequeño escape, una manera de desahogarse.

Con el paso del tiempo se fue dando cuenta de que su hermano no era ninguna mala persona, de que no significaba ningún peligro para nadie. Así que, poco a poco, le empezó a permitir que hablara…