martes, 20 de octubre de 2015

Ciudad herida


La ciudad está herida. Tiene grietas en las calles. De las grietas brotan personas,
se apelotonan unas sobre otras, se respiran en las nucas,
se manotean y se golpean los pechos unos a otros con ritmos primitivos.
La ciudad está herida.  Tiene cráteres enormes en el asfalto. Ventanas vertiginosas
que se asoman a mundos inexplorados. Pozos sin fondo en los que los conductores
lanzan sus maldiciones como monedas,
esperando que se les cumpla un deseo.
La ciudad está herida. La fiebre no se le baja con ningún trapo caliente,
sigue viendo duendes en las esquinas, espectros en los callejones,
fantasmas en Miraflores.
La ciudad está herida. En su desesperación intenta buscarles salida a los habitantes.
Les inserta el gusanillo de la diáspora,
los hace delirar con futuros fáciles en otras ciudades heridas.
La ciudad está herida.
Poco a poco se desangra.
Poco a poco se resigna.


miércoles, 7 de octubre de 2015

La Taconazo

Ser hijo único te pone en una posición particular con respecto a tus primos. Para los menores, eres una especie de hermano mayor menos punitivo. Para los mayores, en comparación con sus propios hermanos menores, eres una presa mucho más ingenua para sus engaños, triquiñuelas y relatos fantásticos.
Tuve la suerte de contar con primos creativos, que se exigían en sus historias, que intentaban estirar las líneas de su imaginación en la medida de lo posible. Recuerdo unas cuantas en específico. Hace unos diez años, por ejemplo, con el boom de CSI, una de ellas me aseguraba que ya estaba en proceso de producción CSI Caracas. Un tiempo antes de eso, uno de mis primos me relataba el misterio sobre la “Isla Moby Dick”, isla tan particular y llena de misticismo que no solo tenía la forma de la famosa ballena de ficción, sino que además proyectaba una extraña sombra en el cielo, logrando verse sobre ella siempre una nube con la misma forma del blanco cetáceo.
Sin embargo, la que he estado recordando mucho en estos días, es la de “La Taconazo”. Según la historia de mi primo, La Taconazo era un espanto. (Dado el amplio espectro de todo lo que puede o no ser un espanto en la mitología contemporánea venezolana, debo darle el beneficio de la duda a mi primo aquí y dejar en el aire la cuestión de si realmente es un espanto o un personaje más de su imaginación pre púber). La característica distinta de La Taconazo, y de ahí su título distintivo, era que siempre se la escuchaba taconear a las espaldas de la víctima. Taconeaba firme y con gran estruendo. Creo recordar algunas de estas condiciones típicas de espantos del tipo “si la escuchas taconear rápido es que está lejos, si la escuchas lento, estás jodido”. Girar a verla suponía dos resultados posibles (son los dos resultados que mi memoria ha ido mezclando con los años): o no veías a nadie pero el taconear te seguía perturbando, o la veías directo a la cara y su aspecto fantasmagórico terminaba por llevarse tu alma antes de lo previsto. En cualquier caso, lo mejor era seguir con la marcha propia lo más que se pudiera.
El punto cumbre de la historia era la forma de deshacerse de La Taconazo. “Hay que rezar el Credo al revés”, sentenció mi primo. Para un niño de unos ocho años, aquella solución apenas califica como salvación. Apenas podía recitar pasajes del Padrenuestro. Aprenderme el Credo era una empresa inimaginable. Ni hablar de aprendérmelo al revés. Recuerdo, además, haberme quedado con una duda importantísima que no quise expresarle a mi primo, por temor a parecer un ignorante: cuando se refería al Credo al revés ¿debía recitarlo invirtiendo el orden de las palabras, o debía pronunciar cada una de las palabras al revés? Esta última opción no sonaba lógica. Al final terminaría construyendo un idioma incluso más tenebroso que el espanto que debía conjurar.
Para imprimir veracidad y demostrar que no todo era oscuridad en este mundo, mi primo incluyó un caso de éxito. “El único que se ha salvado es un cura. Pero eso porque ellos, para poder ser curas, tienen que aprenderse todas las oraciones al revés”. Nosotros los mortales la teníamos más complicada. Nadie nos obligaba a aprendernos semejante oración al revés. Sólo el miedo de no ser alcanzado por los terribles pasos de La Taconazo.
A lo largo de los años siempre he llevado el recuerdo de La Taconazo conmigo. Al principio como una forma de estar alerta a cualquier paso irregular que pudiera escuchar a mis espaldas. Mientras fui creciendo y entendiendo la naturaleza real de la historia, seguía conservando aquella memoria como un souvenir que había podido rescatar de esos años ingenuos y divertidos.
Últimamente, el recuerdo de ese particular espanto ha estado muy vivo en mi mente. El estado de paranoia constante que vivimos en Caracas me hace recordar mi atención y tensión ante cualquier sonido de taconeo que escuchaba detrás de mí. Hoy en día, todos andamos por las calles capitalinas como si quisiéramos huirle a La Taconazo. La situación de inseguridad (esa “sensación” de la que hablan muchos, como si así pudieran disminuir la gravedad de lo que vivimos a diario), hace que siempre estemos girando sobre nuestros hombros, dispuestos a encontrar la nada o la cara terrible del hampa caminando hacia nosotros. Hacemos lo posible y lo imposible por alejar el mal y sus probabilidades siniestras.
Siempre que siento unos pasos sospechosos detrás de mí, recuerdo la historia. Sonrío un poco, pero apuro el paso. Nadie quiere que semejante espanto lo alcance. A veces siento que no tenemos escapatoria. A veces siento que la solución para sortear  la delincuencia puede ser tan absurda como rezar el Credo al revés.

Aún me queda la duda de los criterios de ese “al revés”.