martes, 17 de enero de 2012

De cómo mis bolsillos se llenaron de hojas púrpura

Abrí los ojos y estaba allí. Un extraño lugar con un aire enrarecido, pero fresco y placentero. Un extraño lugar donde parecía que cielo y tierra habían cambiado de lugar, pero se veía bien. Encajaba. Era un extraño lugar que de entrada me pareció inquietantemente acogedor y familiar.

Estaba en un campo abierto. Una pradera con una grama hermosa, meticulosamente cuidada; una grama cuyo color no podía discernir entre el verde y el azul. Adonde fuera que viera, aquel paisaje parecía extenderse sin límite, como el universo, sin ninguna señal aparente de vida, a excepción de las plantas.

Los árboles crecían en formas extrañas. Los troncos formaban toda clase de figuras geométricas (cuadrados, círculos, rectángulos) y sus ramas se elevaban a alturas absurdas, desafiando toda lógica, para terminar en hojas de color lila, que hacían un bonito contraste con el cielo verde-azulado.

Luego de un rato admirando la vegetación del sitio decidí que era momento de avanzar. Al caminar, daba la sensación de que lo que se movía era el paisaje y no yo, como en esas viejas películas que mi padre me hacía ver siempre.

Mientras caminaba, empezó a suceder otra cosa que me llamó la atención: del suelo empezaban a aparecer unas pequeñas esferas luminosas que, tan pronto como aparecían, subían al cielo a una velocidad impresionante y se quedaban allí un rato, antes de desvanecerse. Aquel fenómeno fue aumentando en intensidad hasta el punto que se me hacía difícil caminar sin tropezarme con alguna de esas esferas. Vi hacia el cielo y sonreí. Era una lluvia de estrellas y me pregunté qué más me depararía este curioso lugar.

Iba tan entretenido con las estrellas intermitentes que subían del suelo que casi no me di cuenta del hombre que había aparecido frente a mí. Estaba sentado en el suelo y parecía bastante cansado. “¿Tomando un poco de aire?” le pregunté. El hombre no me contestó, simplemente se limitó a encoger los hombros con un aire de indiferencia.

Noté que tenía una serie de instrumentos de agricultura a su lado. “¿Es usted quien mantiene este sitio?” pregunté nuevamente. El hombre negó con la cabeza y esta vez sí me contestó: “eso significaría la posibilidad de lograr una meta” me dijo con un tono que rayaba en la tristeza y la burla “yo llevo toda mi vida arando en el mar”.

Levanté un poco la mirada y noté que ciertamente delante de aquel hombre se extendía una playa en la que flotaban cientos y cientos de semillas. Cómo había llegado esa playa hasta ahí no tuve tiempo ni siquiera de pensarlo, porque en ese momento aquel triste campesino giró su cara hacia mí y me vio directamente a los ojos, con una mirada que yo conocía muy bien. Eran mis propios ojos.

Aquel hombre era yo, incluso con la misma ropa que tenía puesta en ese momento, pero unos cuantos años mayor. El miedo me hizo correr en la dirección opuesta aquella visión, pero debí suponer que en un sitio tan peculiar como ese, escapar no sería tan fácil.

Corría ahora por una playa cuya arena era de algún matiz de rojo. Corría y veía distintas escenas de mi vida, todas escenas dolorosas. De vez en cuando me veía a mí mismo corriendo en dirección opuesta y otras veces me veía con los ojos vendados y caminando en círculos sin parar.

Ya en ese punto, aquel lugar que me había parecido tan agradable e interesante, me estaba resultando hostil e incómodo. Quería volver a casa, pero no tenía idea de cómo hacerlo, así que seguí corriendo por aquella playa hasta que tropecé y caí con la cara contra la arena.

Cuando levanté el rostro, el paisaje había vuelto a cambiar drásticamente. Estaba frente a la fachada de una casa con forma de cabeza de tigre. Miré hacia arriba y me encontré de nuevo con aquel cielo verde-azulado. Esta vez pasaron zurcando un par de peces de color rojizo. Esto ya había alcanzado otro nivel de locura. En ese punto había empezado a desesperarme de verdad.

Bajé la vista y frente a mí había dos hombres que, para intentar resguardar mi cordura, supuse que habían salido de la casa con forma de pirámide (¿no era una cabeza de tigre hace un momento?). Uno de ellos tenía un bigote muy particular y de su mano derecha brotaban hormigas sin parar. El otro hombre, de cabello negro corto, con ojos enormes como de camaleón, jugaba con una hojilla increíblemente brillante.

“¿Qué te parece?” preguntó el del bigote extraño, con una sonrisa en la cara. “Quiero volver a casa. Quiero volver al mundo real” contesté sin dudar por un instante. “Al mundo real” dijo el de la hojilla y soltó una sonora carcajada antes de apartarse un poco de nosotros. “este es el mundo real” me dijo el hombre con la mano llena de hormigas. “Esto es la verdadera realidad. Lo que hay en tu cabeza es lo que ves aquí, es lo que debería importarte. ¿Por qué querrías volver a un sitio donde restringen tu entendimiento, pensamiento, sensación y creación?”. Aquel hombre hablaba con naturalidad y firmeza. Era difícil no dejarse convencer por sus palabras.

“El mundo real tiene lógica y sentido. Todo lo contrario a esto” dije señalando el cielo en el justo instante en el que un relámpago hacía que el cielo se hiciera marrón. “Esto tiene lógica y sentido si tú se lo das. ¿No entiendes acaso? Esto es libertad. Puedes ser lo que quieras, puedes hacer lo que quieras. Es por ese que puedes tener visiones tan vívidas de tu pasado e imágenes tan claras de tu futuro. Puedes cambiarlos a ambos en este presente al que solo tú le pones límites”. El hombre me miró un rato, mientas las hormigas seguían brotando de su mano. Guardé silencio, pues sentía que si hablaba le daría la razón y me quedaría perdido en esa locura por siempre.

“Mira, este es el trato. Si dejas que mi amigo corte tus ojos con su hojilla, tu vista quedará por siempre ajustada para percibir esta realidad y disfrutarla. Podrás manejarla a tu gusto”. No podía creer lo que decía, ¿cortar mis ojos con una hojilla? “Ahora, si de verdad quieres ir a ponerte esos aburridos anteojos de nuevo y regresar a tu vida, sólo dímelo y estará hecho”.

“Quiero volver” dije con firmeza, antes de contestar cualquier otra cosa de la que me pudiera arrepentir. El hombre de la hojilla soltó un resoplido de aburrimiento, de fastidio. “Si eso es lo que quieres…” dijo el hombre del bigote raro, también decepcionado.

Abrí los ojos y estaba en mi asiento del tren. Me sentí tan aliviado que reí con ganas al tiempo que un par de lágrimas escapaban por las esquinas de mis ojos. Todo había sido un sueño. Uno muy vívido y extraño, pero un sueño al fin.

Tomé mi periódico y noté que algo caía al suelo. Cuando me incliné para recogerlo, me di cuenta de que el objeto era una hojilla de afeitar. Me incorporé rápidamente y me asomé por la ventanilla del tren. A cierta distancia vi alejarse a dos hombres que me parecían familiares, uno de los cuales tenía un montón de hormigas en su mano derecha.