viernes, 22 de agosto de 2014

Intrusos


Cuando vio al ratón moverse con agilidad de un lado al otro de la sala, pasar por debajo del sofá, de la mesa del comedor y alojarse en el pequeño resquicio que quedaba entre el seibó y el suelo, sintió una ebullición desde la boca del estómago hasta la tapa del cráneo para nada parecida al miedo que le generaban aquellos roedores cuando era un niño. Estaba molesto. Mejor dicho, estaba arrecho. ¿Cómo era posible que una vaina de esas viniera a joderle la paciencia, si en los casi veinticinco años que llevaba en aquella casa no había aparecido ni una chiripa? Su casa era su templo y cualquiera que se atreviera a perturbar esa paz, debía ser castigado.
Pero bueno, en honor a la verdad y siendo totalmente sinceros, algo de culpa tenía de que eso pasara. Desde hacía un tiempo ya no le prestaba la misma atención a la casa. Hacía años que no le hacía un cariñito, que no le echaba una manito de pintura, que no le compraba un adornito, unas lámparas nuevas, unas flores para la fachada. Tenía rato que daba por sentado que aquella casa, imponente y robusta como su veía al momento en que la ocupó por primera vez, se mantendría igual de impoluta e infranqueable durante toda la vida. Sin embargo, la presencia de aquel roedor indeseado le hacía ver que, si no hacía nada por cuidar su hogar y hacer entender que era suyo, cualquiera vendría a tomarlo por asalto.
Vigilando todas las posibles vías de escape de su víctima, llamó a voz en grito a su mujer. No le contestó. Eso también era nuevo. Ella, que siempre había sido tan solícita y atenta a sus llamados, ahora lo dejaba hablando solo, ¿tú has visto? Después iba a andar por toda la casa llorando que había un ratón, ¿cómo no va a haber un ratón, mujer del carrizo, si cuando te llamé para que lo matáramos no me hiciste caso?
Decidió resolver él mismo, como siempre había tenido que hacer en esa casa. Corrió hasta su cuarto, abrió el clóset y buscó una de las miles de sandalias que tenía su esposa. No alcanzó a ver ninguna. Raro, pero no podía sentarse a pensar sobre eso. Buscó una de sus botas de trabajo, con el peso y la contundencia perfectos para la tarea.
Se apostilló frente al enorme mueble lleno de cristalería a esperar la salida de su enemigo. El corazón le latía con fuerza. En el pecho se le cocinaba una extraña mezcla entre la rabia por la intrusión del pequeño animal y la alegría por poder cobrar venganza de aquel igualado que osaba atentar contra la armonía de su santuario.
Por una esquina atisbó el pequeño celaje gris y se abalanzó contra la mancha borrosa que apenas entraba en su campo visual. Dejó caer el primer zapatazo, luego el segundo y el tercero sin perder tiempo. No había manera de que el ratoncito siguiera vivo, pero él continuó con la paliza. Golpeó y golpeó, lanzando alaridos, gritos, exhalaciones. En algún momento comenzó a lanzar saliva cada vez que botaba el aire por la boca y de sus ojos bajaron unos lagrimones gruesos de pura rabia y alivio. Soltó un zapatazo tras otro como si lo que tenía en su mano fuese una mandarria. Cada golpe bajaba cargado con la frustración por haber permitido semejante intromisión, por el hecho de que su esposa no le hubiera hecho caso en el momento en que la llamó.
Al terminar, estaba tan cansado como si volviera de una jornada en la finca donde trabajaba. Se sentó en el suelo, contra la pared, y se secó el sudor de la frente y las lágrimas que le mojaban la cara. En el suelo había un desbarajuste de sangre, sesos, huesos y pelo. Respiró profundo y cerró los ojos. Sólo en ese momento reparó en un pensamiento por el que no se permitió hacer escala unos minutos antes.
En el clóset del cuarto principal no sólo faltaban las sandalias, sino también toda la ropa de su esposa.