lunes, 11 de noviembre de 2013

La sirena en silencio

Esa mañana me provocó visitar a mi padre. Así, de sopetón. Tenía meses que no hablaba con él, meses que no sabía de él. Meses de olvido. Porque uno suele olvidar a los viejos. Paradójicamente, uno los suele olvidar justo en la etapa en la que ellos se están recordando a sí mismos. Porque durante su edad adulta se descuidan, se dejan de atender para darnos una vida a nosotros… y luego les pagamos con más olvido. Y lo mismo me sucederá a mí. Y lo mismo les sucederá a mis hijos. Esa mañana me provocó visitar a mi padre.

La autopista estaba atestada, nada raro. Era casi un estacionamiento gigante de autos encendidos. Podías casi palpar la ansiedad de los conductores. “Ahora roban a cada rato en las colas”, escuchabas de la vecina. En ese momento podías leer esa frase en la frente de todos los que iban detrás del volante. Yo intentaba recordar la cara de mi padre. A veces se me olvidaba. A veces quería olvidar su enfermedad, su senectud, su dificultad para moverse solo, para comer solo. A veces quería olvidar tanto de él, que se me olvidaba su cara. Tenía meses sin saber de él.
En sentido contrario no había tanto tráfico, nada raro. Los carros pasaban, unos más rápido que otros, y yo inventaba pequeños juegos para distraerme. Tratar de leer la matrícula del auto que pasa junto a ti. Avanza un par de metros. Intenta adivinar la velocidad del vehículo que viene centellando. Avanza un poco más. Así me distraía. Mientras una parte de mi cerebro se ocupaba de esto, la otra podía trabajar en recuperar la imagen de la cara de mi padre.
Apareció una ambulancia que me llamó la atención de inmediato: iba a paso lento, sin apuros, la luz de la sirena girando en silencio. No pidió paso, no avisó de una emergencia. Solo desfiló por la autopista en un silencio inquietante. Sé que no fui el único en aquel atasco que siguió la ambulancia con la vista hasta que desapareció en el fondo de mi retrovisor. Sé que no fui el único que quedó cautivado con la solemnidad de aquella ambulancia.
Una vez alguien me dijo que cuando las ambulancias iban así, con la sirena encendida pero en silencio, significaba que llevaban a alguien que había muerto ahí, en la unidad. No recuerdo quién me contó eso. Lo que sí recuerdo es haber investigado si era cierto y no haber encontrado ninguna información confiable que me lo confirmara. Me gustaba tener certeza de los datos que contaba en las reuniones sociales.
No recuerdo quién me contó aquello sobre las ambulancias, pero sí recuerdo haber ido preguntándoles a otras personas a ver si sabían si era cierto. Un amigo que tenía un amigo paramédico me dijo que sí, que era cierto. Que era una especie de código entre colegas. Más que un código, era una especie de homenaje… o un lamento, según como lo vieras.
O un castigo, pensé también. Imagínate qué cagada. Tu trabajo es tratar de mantener estable, vivo, al paciente mientras lo trasladas a un sitio donde lo puedan atender y no lo logras. Además, debes declarar la muerte del paciente. Debes hacer explícito lo que todos a tu alrededor saben, pero nadie se atreve a confirmar. Debes hacer real la muerte de alguien. Encima de eso, tienes que encender una especie de sirena fúnebre, anunciándoles a todos que has fallado.
Quizás estoy siendo demasiado duro con los paramédicos. Qué se yo de eso. Qué se yo de nada. Sólo sé que la matrícula del Hyundai azul que venía a toda velocidad en sentido contrario comenzaba con AAP y que debo avanzar un par de metros más. Ojalá mi padre me recuerde hoy. Esa mañana me provocó ver a mi padre, pero también quería que él me viera a mí.
Cuando llegué, mi mamá estaba sentada en el pequeño jardín delantero, fumándose un cigarro, la mirada perdida en la distancia. A mamá no le importaba nada. Había perdido el interés por mi padre mucho antes de que él se enfermara. Progresivamente fue perdiendo el interés en nosotros mientras nos fuimos independizando y luego perdió interés por todo lo demás. A mamá no le importaba nada. Por eso no me extrañó que estuviera ahí sentada en lugar de estar junto a papá, ayudándolo.
No me saludó, sólo me vio fijamente. Cuando le pregunté por mi padre, se limitó a negar con la cabeza.
- Ya no está con nosotros. Está muerto- así de seca. Así de insensible. Así de falta de tacto. Así era mi mamá.
Cuando llegaron a asistirlo, me contó ella, dijeron que todavía podían hacer algo por él, que podían salvarlo. Pero ella sabía que papá no lo lograría, ella sabía que papá ya no lucharía. Ella sabía que ya estaba muerto. Por eso no los siguió al hospital.
Una vez alguien me contó que cuando las ambulancias llevaban la sirena encendida pero sin sonido, era porque llevaban a alguien que había muerto ahí en la unidad. Ahora recuerdo la cara de mi padre. Fue él quien me contó la historia de las ambulancias

jueves, 17 de octubre de 2013

Érase una vez

Érase una vez… érase dos veces, tres y hasta cuatro. Érase incluso hasta seis o siete veces por semana. Érase en el cuarto principal, como cabría esperarse, pero érase también en la cocina, en el balcón o incluso en el comedor si no había absolutamente nadie en la casa.
Érase con desmedida pasión y con entrega total. Érase con amor y cariño, pero érase también con violencia, con intensidad y con tensión animal. Érase con caricias y con rasguños. Érase con besos y con mordiscos. Érase con exhalaciones inaudibles en algunas ocasiones y érase con ensordecedores alaridos en otras.
Érase, sobre todo, con absoluto secretismo. Érase a escondidas, pues aquellos encuentros eran tabú, penados por las leyes de Dios y las de los hombres. Érase con placer, sí, pero érase también con mucha culpa. Culpa que en su momento quedaba ahogada por el goce, pero que no tardaba en aparecer nuevamente una vez que el éxtasis había culminado.
Érase algunas veces directo al grano y érase otras veces acompañado de largas e intrincadas charlas filosóficas sobre la naturaleza de aquel relato. Érase, en ocasiones, lleno de racionalizaciones que ayudaran a serenar las voces internas que condenaban. Érase con culpa, como ya se dijo, pero érase muchas veces también con la emoción especial de estar saltando por encima de la moral y las buenas costumbres.
Érase una vez que ganó el remordimiento y se dejó florecer la duda:
- Todo este asunto me resulta problemático.
- Lo sé…
- ¿Ha llegado el momento de terminar esto?
- Sería lo más sensato.
- ¿Y cómo le diremos a mi marido?- preguntó ella.
- Lo mejor será que no se entere jamás- contestó su suegra.

Se volvieron a cubrir con las sábanas. Érase una última vez. 

jueves, 8 de agosto de 2013

El Rayo (Perspectivas)

Foto por: Karen Vanessa Pita
Desde lo alto de la montaña, para Juan aquello era un espectáculo hermoso. Un camino de luz partiendo el cielo en dos y que caía en algún punto recóndito de la Tierra. Una infinidad de formas desconocidas, escondidas en las profundidades de aquellas oscuras noches sin luna, habían sido develadas ante el joven Juan por esa generosa y momentánea cascada de luz. La imagen se quedó tatuada en su retina y su memoria por siempre.

Abajo, en la Aldea, la pequeña Marta lloraba y gritaba desconsolada. Aquel poderoso rayo que había despertado a todos alrededor, había aterrizado justo en su casa. El techo salió volando y las paredes de madera ardieron con una facilidad alarmante. Su padre, su madre y sus hermanos pequeños se quedaron atrapados en aquel mar de humo, llamas y escombros. Ella fue la única sobreviviente a la inclemencia del trueno devastador. Las llamas se quedaron tatuadas en su piel y su memoria por siempre.

En su palacio en el Olimpo, el gran Zeus organizaba una de sus legendarias bacanales. Todos los dioses, incluso Hades, celebraban por una razón que ni el mismo Tonante conocía. Ganimedes llevaba Néctar y Ambrosía de un lado a otro y eso era lo único que importaba. Ya entrada la noche, Zeus, un poco ebrio por el efecto del Néctar, tropezó accidentalmente con su hija Minerva. En el choque, uno de sus truenos se soltó de su cinturón y fue a parar a una pequeña aldea presidida por una majestuosa montaña. Ninguno de los dioses se percató de ese incidente. Aquella fiesta épica, a diferencia del rayo perdido de Zeus, se quedó por siempre tatuada en la memoria de todos los presentes.

domingo, 28 de julio de 2013

Patria (Chávez Birthday Edition)


Patria

Orgulloso,
nos ve desde el cielo
el líder supremo que un día mandó.

Chávez, Chávez, Chávez, loquillo,
tú nos dejaste a un bigotón.
Chávez, quién lo diría,
hoy te extraña quien siempre te odió.

[Aquí les dejo un enlace para que la canten con el ritmo apropiado]


sábado, 27 de julio de 2013

Documento Intransferible (Parte II: La complejidad de las almas)

La mañana siguiente, todo lo que había sucedido en casa de Esteban se veía como un recuerdo borroso, como un sueño mal recordado, pero igual seguía sintiéndome extraño. Empecé a notar diferencias tan pronto me senté en mi cama y empecé a despertarme poco a poco. En mi mente había una confusión bastante particular. Mis recuerdos luchaban contra unos recuerdos ajenos por la prevalencia en mi memoria; era muy raro y muy difícil de creer, pero podía acceder con facilidad a los recuerdos más preciados de Esteban Valdivieso.
Obviamente, al tener sus recuerdos, me di cuenta de que también tendría algunas de sus habilidades, como hacer aros con el humo del cigarrillo, recitar el abecedario eructando o expulsar espaguetis por la nariz. Todas habilidades inservibles, pero que le servían a Esteban para entretener a la gente en las reuniones. No sabía si sentirme bien o mal por poder hacer todas esas peripecias.
Pero esto no era tan provechoso como podría parecer a simple vista. En principio, tener los recuerdos y habilidades de alguien más puede ser una ventaja, pero para mí, que no estaba acostumbrado a esto de cambiar almas, resultaba todo lo contrario. La sensación de incomodidad aún se mantenía y me afectaba en todo aspecto. Era como si no supiera utilizar mi propio cuerpo. Me tropezaba con todo, no sabía cómo vestirme. Los olores en mi propia casa me causaban náuseas y me era muy difícil distinguir las voces de mi familia. Era como si no fuera Esteban, pero tampoco fuera yo mismo. Estaba en un limbo identitario causado por el intercambio de almas.
Al salir a la calle, inmediatamente pude entender a qué hacía referencia Esteban cuando hablaba de asuntos que eran incompatibles con su alma. Aparentemente el alma de Esteban Valdivieso era bastante delicada y se resistía a muchas cosas. Era como estar enfermo del estómago y que todo el mundo te generara náuseas y malestar.
Cuando iba saliendo de la casa, mi mamá se acercó a darme un beso y pude sentir cómo desde mi pecho se generaba un sentimiento. Me vinieron unas ganas horribles de apartarla y gritarle que no me estuviera acercando sus labios babosos y llenos de nicotina a la cara otra vez. Pero pude calmarme, aguantarme y salir a la calle a probar qué otras cosas no podía hacer el alma de Esteban.
Básicamente todas las vitrinas de comidas estaban en conflicto con el alma de Esteban. Nada le producía el mínimo interés culinario. Solo un mercadillo que vendía puras verduras “artesanales” y unos batidos extraños que eran todos iguales pero con etiquetas que marcaban nombres y precios distintos.
Toda la ropa que veía por la calle me parecía fea, desactualizada o demasiado actualizada; nada parecía atinar. Excepto la ropa que estaba en el pequeño mercado de las moscas a unas cuadras de mi casa. Todo eso era genial para el alma de Esteban. Incluso terminé comprando unas camisas de satén simplemente porque no pude contener el impulso del alma de mi amigo.
Al alma de Esteban también parecía que le gustaba sacar cosas de los bolsillos y las carteras de la gente. Más de una vez sorprendí a mi propia mano moviéndose sospechosamente hacia las pertenencias de alguien más, a punto de robarse un celular, una cámara o una caja de cigarros. Esa era una maña de Esteban que no quería conocer; ahora iba a tener que estar pendiente todo el tiempo cuando ese pana estuviera cerca.
Otro problema con el alma de Esteban era su afán por caerle a cualquier cosa con cabello largo y falda. Chama que pasaba, chama a la que el alma de Esteban me impulsaba a decirle algo. Lo gracioso es que el alma de esteban era ingeniosa e inventaba los piropos más alocados de toda la ciudad, pero las muchachas volteaban y se reían pícaramente. Con razón ese carajo cuadraba tanto. Tenía talento para la cuestión.

Así me fui dando cuenta de lo complicado que es el alma de la persona, de lo enredado que es intentar ser alguien más. Así me fui dando cuenta de que la esencia de alguien es suya y de nadie más y que es muy difícil intentar compartirla o, peor aún, entenderla. Con esa experiencia tan extraña que tuve entendí que el alma debería ser un documento intransferible.

[Esto fue un mateo.com. Peace]

jueves, 18 de julio de 2013

Documento Intransferible (Parte I: La Petición de Esteban Valdivieso)

    Entonces Esteban me dijo que necesitaba prestada mi alma un momento. Me explicó, muy someramente, que debía realizar unas diligencias, unos asunticos rápidamente. El problema era que la naturaleza de aquellas vueltas que tenía que hacer no era compatible con su alma, así que necesitaba la de alguien más. Como yo siempre he sido su buen amigo, decidió pedirme prestada la mía. Con esa misma cara de extrañeza que tú debes tener ahorita, buen lector, me quedé yo viendo a Esteban Valdivieso un rato.
    Nada de lo que me había dicho tenía sentido. Pero él siempre había sido así, excéntrico, loco, estrafalario y extravagante. Era un tipo que andaba por ahí en shores anaranjados y camisa morada manga larga de satén, con un ocasional turbante turquesa y unos lentes oscuros que reflejaban en verde. Todo esto cerrado por unas desgastadas alpargatas que habían visto toda la historia de Venezuela y sus alrededores.
    Esteban Valdivieso se la pasaba hablando de las energías, de las fuerzas, de las buenas y malas vibras. Hablaba del espacio, de si estábamos o no estábamos solos en el universo y qué influencia tenían sobre nosotros esos posibles vecinos intergalácticos. Se la pasaba comprando velas de color púrpura, inciensos de aromas extraños como “aguacate”, “kiwi” o algunos con nombres más abstractos como “felicidad”, “buena fe” o “patria”.
    En la casa de Esteban Valdivieso no había muebles, sino cojines y almohadones forrados con telas curiosas esparcidos estratégicamente por el suelo, según los veinticuatro libros de Feng Shui que tenía. Tampoco había puertas, pues por designios de alguno de los diversos cultos que practicaba, las puertas estaban prohibidas por ser obstaculizadoras del libre paso de las energías cálidas. Así que, entre habitación y habitación- que me imagino que no es necesario decir que no eran muy diferentes una de otra-, lo único que había eran cortinas de una tela transparente y muy suave.
    Es así como, después del shock inicial por la petición de Esteban, logré darme cuenta que era algo que no desencajaba con aquel personaje. Me lo imaginé fácilmente despertando en la mañana y pidiéndole prestada el alma a su mamá para ir a sacar el rif o el pasaporte nuevo. Algo normal para él. Muy extraño para el resto de los mortales, como yo.
    Pero a fin de cuentas, Esteban era panita. Era un loco, pero bien agradable. Siempre regalaba comida y bebida cuando uno iba a pasar un rato en su casa. Siempre hablaba de sus particularidades, pero nunca obligaba a nadie a creer o practicar lo mismo que él, cuestión que se le agradecía enormemente, porque no hay nada más fastidioso que un fanático obligando a alguien a pensar igual que él. Así que decidí seguirle la corriente esta vez a la excentricidad de Estaban Valdivieso; decidí prestarle mi alma.
    Me citó a las nueve y media de la noche en su apartamento y si bien yo estaba ahí en la puerta desde las nueve y cuarto, no fue sino hasta que el reloj marcó exactamente la hora indicada cuando Esteban abrió la puerta. Tenía una actitud seria y ceremonial que jamás le había visto. Me invitó a pasar y me sentó en uno de los almohadones que había en el piso. Me invitó un famoso té chino o japonés que sabía únicamente a agua de arroz y me hizo esperar un rato mientras buscaba unas cosas en otro de los cuartos.
    Volvió con unos envases de vidrio, de formas que yo había visto nada más en películas. Uno muy grande, parecido a un narguile y otros dos más pequeños, que parecían propios del arsenal de cualquier bruja de Hollywood. Los dispuso estratégicamente en una mesa baja que había frente a mí y se sentó en un almohadón del otro lado de la mesa. Se quedó en silencio por unos minutos.
    Me explicó una vez más el propósito de aquella reunión, qué era lo que pretendía hacer. Aunque no me explicó exactamente por qué, se limitó a mantener su historio de “unas diligencias” que tenía que hacer y que esas diligencias no eran compatibles con su alma. Quise preguntarle qué le hacía pensar que la mía sí sería compatible, pero me quedé callado en el mismo instante en que entendí que hacer esa pregunta significaba suponer que lo que Esteban estaba haciendo tenía sentido; hacer esa pregunta suponía tomar como cierto toda aquella locura del traspaso de almas.
    Esteban prendió par de velas moradas que ya estaban en la mesa, cerró los ojos y en un rictus propio de un rito de alta seriedad e importancia, comenzó a susurrar unas palabras que nunca entendí. Habló y habló por unos minutos, al mismo tiempo que batía los brazos hacia el techo y hacia los lados y contorsionaba las manos como si fuera una bailarina de danza árabe o de flamenco.
    Ya cuando estaba a punto de reírme y decirle a Esteban que dejara la estupidez, abrió los ojos y se quedó mirándome fijamente. Una mirada vacía, horrible, perturbadora. Estuvo mirándome con fijeza durante unos cuantos minutos más. Luego, comenzó a soplar hacia el envase grande de vidrio que estaba en el centro de la mesa.
    Soplaba suavemente, como si estuviera intentando encender una parrilla. Me quedé un rato mirándolo, dándome cuenta de que para él nada de lo que estaba sucediendo ahí era un juego. Cuando desvié la mirada hacia el envase nuevamente, casi me da un infarto del susto. El envase grande de vidrio estaba lleno hasta la mitad por una especie de humo morado. Era una sustancia muy parecida al humo del cigarrillo, con la diferencia del color. Además, el contenido del envase de vidrio parecía brillar suavemente.
    Cuando Esteban terminó de soplar, me hizo un gesto con la mano, indicándome que debía hacer lo mismo. En ese punto, podrás entender estimado lector, que ya no entendía qué estaba pasando, ni estaba tan convencido de que todo fuera una loquetera de Esteban. Así que, impulsado por sabe Dios qué fuerza universal, empecé a soplar en dirección al envase de vidrio.
    Fue una sensación extrañísima. Mientras soplaba, sentía como si me desprendieran algo. Como si me quitaran una costra, pero una costra que estaba en algún lugar muy profundo dentro de mi cuerpo. Con cada soplo se desprendía más y más… y dolía. Ya cuando el envase estaba casi lleno, incluso se me escaparon unas lágrimas, pues el dolor en el pecho se había hecho casi insoportable ya. Al final, cuando el jarrón de vidrio estuvo lleno, Esteban me hizo una seña para que dejase de soplar.
    Él tomó el envase grande, lo batió un poco y procedió a llenar los frascos más pequeños que estaban en la mesa, uno frente a cada uno de nosotros. Tomó el de él y aspiró el humo morado como si fuera una pipa. Entendí que debía hacer lo mismo.
    Si la experiencia de haber “expulsado mi alma” fue extraña, la de “aspirar el alma de otro” fue muchísimo más rara. Solo lo puedo describir como ponerse los interiores de otra persona, como usar los retenedores de alguien más o pero aún… como escribir en el teclado de la computadora de otra persona. Qué sensación tan incómoda.
    Me sentía mareado, desubicado y la vista se me nubló bastante a causa de aquel humo morado. Llegué a la conclusión de que Esteban era raro y me había drogado para violarme. Así que decidí que me tenía que ir inmediatamente de ahí. Esteban no se negó, pero me dio unas indicaciones, supongo que para saber qué hacer y qué no mientras tenía su alma. Pero yo no le presté atención, quería irme inmediatamente de ahí antes de perder la virginidad que me interesaba mantener.

[To be continued y vaina...]

martes, 9 de julio de 2013

Lluvia con chispas de chocolate (2009)

Hoy recordé esto. Paradójico que lo haya escrito el mismo año que empecé la universidad. Cómo pasa el tiempo. Qué loco todo. En fin. Lo recordé porque estaba lloviendo... y porque me siento feliz...

[2009]

Lluvia con Chispas de Chocolate

La felicidad huele a lluvia
Con chispas de chocolate
Y tiene un marcado sabor agridulce
Que se queda tatuado en tus sentidos
Y te hace intentar probarla una y otra vez...

La felicidad tiene la piel tostada,
Los ojos oscuros
Y una sonora y radiante sonrisa.
Que envuelve, que hechiza
E insita a volver.

La felicidad es una fuerte bebida
Que debe ser ingerida
De manera prudente pero sustanciosa.
Pues muy poco sería insensato 
Y en demasía sería estúpido. 

La felicidad es como una llama
Que tan rápido como se enciende, se apaga.
Cuando está presente,
Es capaz de quemar a través de una mirada.
Y cuando no está
Se enfría hasta la más alegre de las almas.

sábado, 1 de junio de 2013

Historias Aleatorias: Tesoros de la Infancia

Todos los jueves me toca ir a un colegio de la ciudad de Caracas a cumplir con mis prácticas de Psicología Escolar. Todos los que me conocen y estudian conmigo saben lo complicada que me ha resultado esa experiencia. Si bien estaba convencido de que había tenido una experiencia satisfactoria en mis días de colegio, volver a una institución educativa ha sido por demás traumante. 

Y es que, en principio, no estaba dispuesto a volver en plan de "figura de autoridad" para los niños; esto se ha visto reflejado en el hecho de que, efectivamente, nunca logré evocar ese tipo de respeto en los chicos. Por otro lado, el nivel educativo en el país disminuye más y más cada día y no estaba preparado para tener que lidiar con esas dificultades. No estaba preparado tampoco para la sensación perenne de estar desubicado que siento cada vez que voy hasta allá, porque esos niños tienen tantos problemas y dificultades que no sé nunca por donde empezar, qué atacar, en qué enfocarme. En fin, jueves a jueves desde octubre, he estado yendo a ese colegio contando los meses, días, horas que faltan para terminar esas prácticas. No lo he pasado bien.

Sin embargo, este jueves pasado, uno de los últimos, fue bastante especial. Posiblemente porque ya sé que se está acabando mi tortura y eso me hace estar más tranquilo. Posiblemente porque al final logré establecer algún tipo de nexo con los niños. Posiblemente porque trabajé lo mínimo necesario ese día. Pero hubo algo especial en el aire, algo que me hizo remontarme a mis recuerdos de la infancia y, a diferencia de lo que había experimentado durante los últimos meses, sentirme bien con esas remembranzas.

Cuando llevaba a los niños al pequeño salón donde trabajamos, uno de ellos abrió su cartuchera y le preguntó a la otra "V., ¿quieres esta llave?". La niña, emocionada, lo miró con cara de incredulidad (generalmente ellos dos no se llevan bien... bueno, ninguno se lleva bien) y le contestó "¡sí, sí, claro!". El niño, muy tranquilo, la miró, miró la llave y la guardó de nuevo en su cartuchera. "te la doy cuando bajemos de nuevo al salón", le contestó antes de seguir caminando a su lado hasta el aula donde nosotros trabajaríamos esa mañana.

Esa escena, así, tan simple, tan enternecedora en algunos puntos, tan sencilla, me sacó la más sincera de las sonrisas. Me hizo recordar mis años de colegio, mis días de hermosa ingenuidad infantil. Esa pequeña llave, tan simple, oxidada, sucia, una llave que probablemente no abría nada, me hizo devolverme unos trece años a los días en que yo también recolectaba ese tipo de tesoros infantiles.

No sé que tienen esos años, no sé exactamente qué proceso hay en ese momento (debería saberlo, estudié una materia llamada "Psicología del Desarrollo", por Dios), que los niños tienden a recolectar tesoros, premios, souvenires de su exploración constante del mundo. Los niños recogen pequeños objetos que encuentran en la calle, objetos que encuentran olvidados en sus casas, objetos que no tienen dueño y parecieran no tener valor e inmediatamente los convierten en partes importantísimas de sus vidas. 

Todo niño suele tener una caja, un cofre, un bolso o una gaveta donde deposita piedras, tapas de botella, relojes viejos, envolturas de dulces, bolígrafos sin tinta, anillos rotos, cualquier cosa. Y esa caja, esa gaveta, se convierte en el botín de ese niño, se convierte en su bóveda, su caja fuerte, se convierte en el depositario de los recuerdos de cada una de sus aventuras cotidianas. 

Por alguna razón, además, siempre son objetos que a las madres les gusta botar, siempre son cosas que a los padres les da hasta asco tener en sus casas. Y mientras más los adultos se empeñan en deshacerse de los tesoros de sus hijos, más se aferran los niños a esos objetos, más se conectan con sus baratijas, más sentimientos les asocian a esos "desechos" que sus padres quieren hacer desaparecer.

Y alguien podría preguntarse cuál es la relevancia con que hable de este asunto orientado a los niños, porque los adultos también suelen guardar cosas y, en muchas ocasiones, también son baratijas u objetos que podrían ser desechables. El asunto es que con los niños es muy, muy diferente. Los niños le atribuyen sentimientos, afectos a los objetos; los "catectizan", dirían los psicoanalistas. En este sentido no hay una mayor diferencia con respecto a los adultos, ciertamente. Pero los niños, dentro de su bendita inocencia e ingenuidad, dentro de su imaginación infinita, le atribuyen significados mágicos a esos objetos. ¿O nunca les ha pasado que se encuentran con esos objetos de la infancia, esos tesoros, y se preguntan por qué demonios guardaban ese pedazo de basura? 

Cuando se es niño, se ve todo con los ojos de la fantasía. Lo que es un reloj viejo, para un niño es una brújula que llevaría al tesoro del Pirata Barba Roja. Lo que es una simple roca, para un niño es un diamante alienígena en bruto. Lo que es un bolígrafo seco, para un niño es la pluma de la que saldrá su gran novela detectivesca... Cada uno de esos objetos es una pequeña ventana a un capítulo distinto de ese libro de cuentos que es la mente de un niño. Lo que hay que hacer cuando nos encontremos de nuevo con esos tesoros, es hacer un esfuerzo por recordar qué significaban y sonreír... pues quien sonríe es nuestro "niño interno" (odio un poco esa expresión), nuestro "yo de ocho años".

Cuando subía al salón con los niños, cuando el chico le ofreció la llave a la chica, yo no vi de qué hablaban, sólo supe que era una llave. Ya más adelante, cuando los llevaba de nuevo a su aula, el chico sacó la llave de su cartuchera una vez más, para recordarle a su compañera el trato que habían hecho. La llave tenía forma de corazón. 

martes, 5 de febrero de 2013

El Pianista y el Teléfono


Desde el momento de su nacimiento, hasta sus primeros cuatro o cinco años, nadie hubiera dicho que Joaquín Travieso pudiera ser un niño especial. Al nacer pesó y midió lo que se espera, gateó y caminó al tiempo, dijo sus primeras palabras a la edad que lo indican los libros y tenía todos sus dientes exactamente para cuando sus padres lo tenían planeado. Era un niño normal en toda la extensión de la palabra.
En lo único que destacaba era en su curiosidad. Solía preguntar sobre todo lo que veía u oía. Se movía de aquí para allá, intrigado por todos los objetos que se atravesaban a su paso y no tenía miedo de entrar en contacto con aquello que llamara su atención. Sus padres, aunque en ciertos momentos se sentían agobiados por la incapacidad de su hijo de mantenerse tranquilo, suponían que aquello era un comportamiento propio de la etapa.
Cierto día, la familia fue invitada a una reunión en casa de unos amigos. La pareja anfitriona era gente de mucho dinero, con una casa grande de dos pisos, con salones espaciosos y numerosas habitaciones destinadas a propósitos varios. Como era de esperarse, tan pronto sus padres le quitaron la vista de encima y se sintieron relajados por los efectos del buen vino que estaban tomando, Joaquín comenzó a explorar el edificio.
Poco faltó para que el niño, como era algo habitual en él, empezara a abrir las puertas de las habitaciones de la casa. La mayoría eran habitaciones muy bien amuebladas, con camas antiguas, de esas de colchones amplios y altos y de cortinas alrededor, peinadoras estrafalarias con espejos larguísimos y delicadamente detallados y armarios grandes y muy bien elaborados.
Hubo una habitación en particular que dejó sin aliento al pequeño Joaquín. Todas las paredes estaban pintadas de un blanco que incluso hería los ojos en la primera mirada; no había ni una mancha de ningún otro color. El suelo, de madera de roble, estaba tan meticulosamente pulido y cuidado que parecía una maravilla el poder mantenerse de pie sin deslizarse. La habitación no tenía ni un solo mueble, a excepción de un majestuoso piano de cola negro en el centro de todo.
Joaquín Travieso se movió prácticamente en automático hacia el instrumento, se sentó en la silla y, sin saber realmente qué hacía o por qué, lanzó un par de manotadas sobre el teclado. Muy contrario a lo que podía pensarse que sucedió, si bien el niño no tocó una pieza avanzada de piano, tampoco hizo un ruido infernal que hiciera que los demás chirriaran los dientes. El niño se las arregló para posar las manos de manera tal de formar un bonito acorde que decoró todos los espacios en blanco de aquella pulcra sala.
Ese fue el día cuando sus padres descubrieron para qué había nacido Joaquín Travieso. Muchos años después, Joaquín recordaría aquel día como ese en que terminó su infancia. Fue a partir de ese momento que su vida fue ofrecida a la música y el piano. Fue ese día cuando sus padres decidieron que no hacía falta que se esmerara tanto en sus lecciones de lectura y que se esforzara mejor por aprender a leer el pentagrama musical. Fue ahí cuando perdió todas las esperanzas de algún día poder tomar decisiones por su propia cuenta.
El dinero que sus padres habían estado ahorrando para unos posibles estudios universitarios, fue utilizado en su totalidad para comprar un bonito piano y meterlo a los golpes y como fuera en el medio de la sala del apartamento en el que vivían. Lo que hubieran gastado en ropa y zapatos nuevos para ellos mismos, lo empezaron a gastar en las mejores escuelas de música para su hijo. Tan seguros estaban de su talento, que no dudaban de que, cuando creciera, él les pudiera retribuir toda aquella cuantiosa inversión.
A Joaquín le encantaba la música y en especial el instrumento al que se había dedicado, el piano. Sin embargo, sentía que sus padres no le habían dejado otra opción. Si bien adoraba todo lo que tuviera que ver con el instrumento, no podía sentarse a practicar sin sentirse obligado y presionado por sus progenitores, quienes velaban celosamente porque el muchacho cumpliera con sus seis horas diarias mínimas de entrenamiento.
Con el pasar de los años, de ser un niño inquieto y preguntón, Joaquín Travieso pasó a ser un muchacho serio, callado y reservado que prácticamente hizo del piano su propia voz. Había pasado tantas horas practicando en el piano de su casa, que casi no reconocía los demás sonidos del mundo y la mayoría de ellos solían asustarle o molestarle. Con el tiempo, tomó la costumbre de llevar siempre orejeras, de manera que los ruidos de la calle y las voces de las personas no lo molestaran tanto. El muchacho vivía triste y resentido, pues sentía que se le habían pasado los mejores años de su vida mientras practicaba y que ahora no tenía las herramientas para integrarse a ese mundo exterior que le generaba tanta ansiedad.
Sucedió que un día, la academia de música a la que Joaquín asistía, organizó un recital de piano con sus mejores alumnos en uno de los teatros más reconocidos de la ciudad. Por la reputación de la escuela, la cantidad de personas que asistió al evento fue bastante alta e incluso se rumoraba que había importantísimos maestros del instrumento dentro del público, tratando de buscar en aquellos muchachos a su próximo discípulo.
Joaquín Travieso, por ser el mejor de su clase, fue el encargado de cerrar el recital. Ya desde que caminaba hacia el piano, con sus infaltables orejeras- que ocasionaron una risita en más de uno- se podía notar que el ruido le estaba molestando y sus niveles de ansiedad iban en aumento. Caminaba rígido, como si las piernas no le terminaran de responder y murmuraba algo con la mandíbula apretada.
Se sentó en el banco sin reparar mucho en su postura y comenzó a tocar sin pensar realmente lo que estaba haciendo. Casi siempre solía hacer eso, pues sentía que de esa manera la música fluía mejor, sentía que si evitaba que sus pensamientos interfirieran, su ejecución tendría mucho más nivel. Sin embargo, en este caso aquello no fue premeditado, su mente realmente no estaba en ese sitio, consciente del evento en el que estaba y la audiencia que lo asechaba; en ese momento Joaquín Travieso era presa del presentimiento de que algo saldría mal.
A mitad de su actuación, sus orejeras se rodaron lentamente y cayeron en sus hombros. Se sintió desnudo en ese momento, expuesto a cualquier cosa, pero debía continuar; no podía parar por nada del mundo. Trató esta vez de poner su mente en el piano, en sus manos, en la pieza, en las notas que iban fluyendo de su cerebro a sus dedos, de las dedos al teclado y del piano a los oídos del público, quienes disfrutaban de su presentación.
Ya cuando estaba entrado en el último movimiento de la pieza, comenzó a sonar un teléfono en alguna de las filas más cercanas al escenario. Para Joaquín, aquello fue como si un tren se abalanzara sobre su oído. Con una expresión de evidente agonía, lanzó un grito de dolor que estremeció a todos los que estaban en la sala, lanzó un manotazo al teclado haciendo un sonido espantoso y salió corriendo del escenario, dejando a todo el mundo atónito.
Joaquín no quiso salir de su habitación por días. No podía con la vergüenza que le generaba su reacción, pero a la vez sentía una molestia enorme por la imprudencia de aquella persona que había sido incapaz de apagar su teléfono durante el recital. Pasó unos cuantos días aferrado a sus orejeras, sin querer saber nada de nadie.
Lo único que logró traerlo de vuelta a la realidad, fue una llamada que recibió su mamá. Se había comunicado con ellos Melinda Jabs, una afamada pianista de origen alemán que tenía varios años dedicándose a la enseñanza del instrumento y había quedado impresionada por las habilidades del muchacho. Llamó para ofrecerle clases particulares en su casa, ya que opinaba que el potencial de Joaquín era enorme y debía ser explotado propiamente cuanto antes. El muchacho aceptó, sin embargo aquello no era necesario, pues sus padres habían aceptado mucho antes.
- Quítate esas orejeras- fue lo primero que le dijo la mujer al abrir la puerta de su apartamento. Era alta, delgada y muy blanca, con el cabello castaño que le caía sobre los hombros. Físicamente no era muy agraciada, pero el garbo y el porte que tenía la hacían muy atractiva.
- Pero las necesito. Los ruidos me molestan- contestó Joaquín, en voz baja.
- Precisamente eso es en lo que quiero ayudarte. Quiero que te olvides de ese problema de los ruidos. Ahora, quítate esas orejeras y sígueme.
El apartamento de Melinda Jabs era pequeño, muy contrario a lo que podría esperarse de una persona de su renombre e importancia. La reducida sala de estar contaba únicamente con un sofá de tres puestos y una mesa de centro baja. Por todos lados había torres de partituras, libros, discos de vinilo y CDs sin ningún orden específico. “Algún día tendré una biblioteca, para ordenar todo eso” dijo la mujer, a modo de disculpa.
Había únicamente dos habitaciones y el cuarto de baño. Cuando Melinda Jabs abrió una de las puertas, Joaquín tuvo un vívido recuerdo de su infancia: era una habitación pequeña, sin embargo las paredes pintadas de un blanco tan puro la hacían ver bastante espaciosa; en el centro, solitario y elegante, había un hermoso piano de media cola meticulosamente cuidado. Lo único que acompañaba al instrumento en aquella sala era un teléfono que estaba en el suelo.
- Yo estuve ahí cuando hubo el incidente con aquel teléfono celular- comenzó la maestra, al tiempo que encendía un delgado cigarrillo-. Fue algo detestable.
- Lo siento…- contestó Joaquín, bajando la mirada.
- No, no. Por supuesto que no fue por ti. Lo digo por ese desconsiderado que no fue capaz ni siquiera de poner su aparato en silencio. Tú estuviste fabuloso. Aunque, por otros recitales en los que te he visto, creo que estabas un poco desconcentrado.
- ¿Usted me había visto antes?
- Por supuesto, Joaquín. No creerás que te mandé a llamar por una sola actuación. Te he venido siguiendo desde hace un tiempo y déjame decirte de que tus habilidades son excepcionales para un muchacho de tu edad.
- Gracias, señora Jabs…
- Tranquilo. Dicho esto, lo que quiero que entiendas es que mi prioridad aquí no es tu técnica, pues está bastante depurada y lo que podemos mejorar es poco y muy puntual. Hay algo más importante y es esa sensibilidad tuya a otros sonidos que no vengan del piano- mientras hablaba, con su acento muy marcado a pesar de los años viviendo fuera de su país, la mujer miraba fijamente al muchacho-. Si bien lo ideal es que no apareciera ningún ruido mientras estás tocando, debes aprender a seguir haciendo lo tuyo sin importar que haya una guerra afuera.
- Sí señora.
- Pues bien. Manos a la obra entonces. Siéntate y comienza a tocar lo que quieras- Melinda Jabs caminó hacia la puerta y Joaquín se extrañó.
- ¿Se va? ¿No va a ver cómo toco?
- Oh no, cariño. Mi trabajo está allá afuera. Comienza a tocar, que el tiempo es oro y yo no cobro muy barato precisamente.
Luego que la profesora cerró la puerta detrás de ella, Joaquín hizo lo que le había dicho. Se sentó en el banco y, en su forma despreocupada, comenzó a tocar su pieza favorita. Habían pasado unos cuantos minutos, cuando comenzó a sonar el teléfono que estaba a su lado. El timbre era agudo y molesto, como si aquella fuera la línea directa al infierno. Tal y como le había pasado en el recital, el muchacho dejó de tocar inmediatamente y se llevó las manos a los oídos.
“¡Sigue tocando!” gritó Melinda Jabs, desde afuera. Joaquín tomó aire y continuó. Casi inmediatamente el teléfono sonó de nuevo. El muchacho gritó de rabia y dolor y soltó unos cuantos manotazos al teclado del piano. Se levantó del banco y comenzó a dar brincos de agonía. Aquel sonido era insoportable.
Se mantuvieron en la misma dinámica por una hora aproximadamente. Aunque faltaba muy poco para terminarla, Joaquín no pudo llegar al final de la pieza que había comenzado, pues era incapaz de continuar tocando cuando el teléfono sonaba. A la décimo quinta vez que sonó el teléfono, el muchacho salió corriendo a la sala de baño, donde se hincó y vomitó. “Esto parece peor de lo que yo me imaginaba”, pensó Melinda Jabs, antes de enviarlo de nuevo al piano.
En ese ejercicio consistieron las clases durante las semanas siguientes. Joaquín se sentaba al piano y, desde la sala o su habitación, Melinda Jabs lo interrumpía, llamando al teléfono que se ubicaba en la habitación del piano. Para el muchacho, aquello no fue nada fácil. Vomitó en muchas más ocasiones, lloró y llegó a sudar en cantidades insospechadas, sin embargo, poco a poco, iba logrando adaptarse al sonido del aparato y tocar a pesar de él.
Pudo notar cierta mejora en cuanto a su capacidad para tolerar otros ruidos y sonidos. Podía tolerar las voces, las notas agudas de los violines, los programas de televisión e incluso los ruidos de los carros en las calles. El único problema eran los teléfonos. Lejos de habituarse a ese sonido, parecía haberse sensibilizado. Si bien podía tocar mientras el teléfono de su profesora sonaba, cuando los escuchaba en otro contexto no podía dejar de sentir rabia, molestia, ira, que debía controlar con ejercicios de respiración y cosas por el estilo.
Llegó el día en que su academia de música organizó otro recital de piano, en el mismo sitio y con los mismos alumnos. Melinda Jabs le dijo que estaba preparado. El propio Joaquín se sentía tan preparado que no llevó sus orejeras ese día. Estaba confiado de que todo saldría bien y que ese recital lo consagraría como el gran pianista que sus padres aseguraban que sería.
Al igual que en la ocasión anterior, Joaquín fue el encargado de cerrar el recital. Comenzó su actuación y ya con las primeras notas, hizo que todos se quedaran asombrados con su habilidad. Se le veía decidido y eso hacía que quienes lo escuchaban se sintieran emocionados con su presentación.
Mientras tocaba, escuchaba los ruidos que venían desde el público. Personas acomodándose en sus chirriantes asientos, alguno que otro murmurando un comentario sobre el pianista o sobre alguna medicina que habían olvidado comprar. Todo aquello era algo que el muchacho podía manejar. Pero hacia el final, una vez más, sucedió lo indeseable: un teléfono celular comenzó a sonar.
Joaquín cerró los ojos con fuerza y se presionó a sí mismo por seguir tocando. A pesar de que lo logró, todavía escuchaba el sonido del teléfono. Lo escuchaba tan claro que incluso pudo ubicarlo perfectamente: primera fila, séptima butaca de derecha a izquierda. El pianista seguía tocando, mientras el teléfono continuaba repicando.
Logró mantener la concentración por unos segundos más, pero luego flaqueó un poco e imprimió más fuerza de la que debía en una nota. Respiró hondo y continuó; el teléfono seguía repicando. Olvidó hacer un trino y luego falló al intentar presionar el pedal con su pie derecho. Cerró los ojos con fuerza y continuó; el teléfono sonaba, incesante. Los dedos empezaron a dejar de responderle y tocó al mismo tiempo dos notas, creando una disonancia espantosa. Intentó continuar, mientras el teléfono seguía repicando, pero no lo logró.
Paró de golpe, a tan solo un par de compases para el final, y golpeó el teclado con todas sus fuerzas, a tal punto que unas pequeñas piezas blancas y negras rodaron por el escenario. Resoplando pesadamente y con una expresión animal en su rostro, se giró de golpe hacia el punto de donde venía el sonido. Ahí se encontraron sus ojos con la cara asustada de una mujer que recién había logrado encontrar su teléfono celular y lo había hecho callar. Pero ya era muy tarde.
Joaquín Travieso se levantó, haciendo caer el banco y saltó sobre la mujer que nunca entendió qué sucedió. Con toda la frustración que el muchacho tenía contenida, comenzó a golpearla con la misma intensidad con la que había golpeado el teclado del piano. La golpeó repetidas veces, descargando todos los años de opresión a los que lo sometieron sus padres a expensas de un futuro que él no quería del todo. La golpeó con la misma potencia con la que había soñado golpear a Melinda Jabs por someterlo a tal castigo de hacerlo escuchar ese diabólico teléfono una y otra vez. La golpeó hasta que no sintió movimiento ni vida en aquella mujer; hasta que sintió que por fin había logrado terminar una pieza sin que ningún teléfono lo interrumpiera.