domingo, 26 de septiembre de 2010

La Caja de Música (Parte II: La Bailarina)

La vida seguía casi igual en la vieja casa Schwartzer. La muerte del abuelo, debido a su propio aislamiento de la sociedad, realmente no cambiaba mucho las cosas para los demás habitantes de la casa. Era como si en realidad el anciano hubiera muerto mucho tiempo atrás y ese que salía esporádicamente de la habitación del último piso era un fantasma al que todos estaban acostumbrados a ver.

La única que parecía afectada por la muerte del señor Schwartzer, era Sofía. De por sí Sofía era una niña inquieta, curiosa, ávida de conocimiento, pero esta vez lo que la llevaba a querer investigar sobre su abuelo era diferente. No era esa curiosidad infantil, esas ganas de saber por el mero hecho de saber. No. Sofía tenía la sensación de que había algo, una verdad, esperando por ella; de que detrás de la figura de su abuelo había una verdad que le pertenecía.

Pasadas unas cuantas semanas después de la muerte del señor Schwartzer, Sofía retomó el hábito de subir al último piso todas las tardes. Se quedaba ahí parada observando la puerta, con el corazón latiendo desbocado, imaginándose las cosas tan increíbles que se escondían dentro de esa habitación. Pero eso era todo. Sólo podía quedarse ahí parada. Cuando intentaba abrir la puerta, apenas su mano alcanzaba el pomo, la voz de su abuelo resonaba en su cabeza: "fuera de los límites" y Sofía salía corriendo, invadida de miedo, a su habitación, a esperar al día siguiente a tener el valor suficiente para por fin poder entrar.

Sus padres notaron sus constantes visitas al último piso y le dejaron claro que a pesar de que su abuelo ya no estaba, esa habitación seguía estando prohibida para ella. Pero cualquiera que conociera a Sofía sabía que prohibirle entrar hacía crecer más su curiosidad... Esa tarde, cuando estuvo frente a la puerta y escuchó de nuevo la voz de su abuelo, Sofía sonrió, pensando "ya no estás aquí para impedirlo" y giró el pomo...

Era una estancia amplia, más grande que cualquier habitación en la casa. La única fuente de luz que tenía provenía de una pequeña ventana ubicada en la pared más alejada de la puerta. En la pared más larga había una gran biblioteca con gruesos volúmenes de cuero, casi ninguno tenía el título grabado en el lomo. El suelo estaba lleno de una cantidad de instrumentos que, en su mayoría, Sofía no podía identificar.

Sofía caminó despacio, con cuidado de no mover nada, observando todo con atención. A pesar de que todo parecía estar tirado por ahí al azar, ella sabía que había un orden, que cada objeto estaba donde estaba por alguna razón. En la habitación sólo había unos pocos muebles aparte de la biblioteca: un viejo sillón de tela, una pequeña cama y, debajo de la única ventana, un largo escritorio. Hacia allá se dirigió la niña.

El escritorio estaba lleno de hojas y hojas que contenían escrituras en unos extraños símbolos que Sofía no entendió para nada. Otras hojas estaban llenas de pentagramas musicales, que a su vez estaban llenos de notas musicales. Muchos de esos pentagramas tenían grandes tachones y numerosas anotaciones, en una letra tan pequeña que eran imposibles de leer.

Sofía fue moviendo las hojas, apilándolas, tratando de dejar libre el escritorio, tratando de ordenar todo para luego poder revisar con cuidado todos esos manuscritos. Cuando ya terminaba, movió un grueso libro y vio algo que hizo que su corazón diera un salto: un grueso anillo de oro, con un rubí incrustado, cuyo rojo brillo pareció saludarle con alegría. No era sólo un anillo, era El anillo. La niña lo tomó y sonrió: sabía que todo eso empezaba a llegar a algún sitio.

Sus ojos se recrearon admirando el anillo, paseándose por sus detalles y deteniéndose un buen rato en ese rubí que, más que brillar, parecía sonreír, como invitando a Sofía a que lo sacara de esa habitación, a que le permitiera ver el sol una vez más.

Cuando por fin pudo separar la vista del anillo, su atención se fijó en una pequeña caja de música que estaba en la mesa, muy cerca de donde había encontrado el anillo. Era de madera, con unos grabados muy parecidos a los de la puerta del cuarto del señor Schwartzer. Sofía tomó la caja, se sentó en el piso, puso la caja frente a ella y la abrió...

Aquella mujer tenía razón: la bailarina que había salido de la caja de música le había quitado el aliento. La pequeña figura tallada tenía una precisión tan grande en los detalles que parecía una persona real pero encogida. Estaba vestida de dorado, con un cinturón rojo. Sofía no pudo evitar sonreír al notar la conexión entre la ropa de la bailarina y el anillo de su abuelo. La cara de aquella pequeña figura era simplemente hermosa, con una expresión de felicidad que parecía imposible de plasmar en un trozo de madera; y sin embargo ahí estaba. La niña se sintió orgullosa al pensar que semejante obra de arte había sido creada por su abuelo.

Sólo entonces, después de haber escudriñado cada detalle de la bailarina, fue que notó la música. Una dulce melodía, lenta, fresca que hizo que Sofía se olvidara un momento de todo a su alrededor y se dejara llevar por aquellas notas. Ya cuando estaba empezando a tararear la música, algo cambió. ella pudo notarlo. Una o dos notas y todo fue distinto... para peor.

La nueva melodía era siniestra, tétrica, escabrosa. El terror se apoderó de Sofía cuando notó que incluso la expresión en la cara de la bailarina había cambiado: ahora tenía una sonrisa maligna, fiera, mostrando unos horribles dientes puntiagudos. Tal vez lo imaginó, pero estuvo segura de que escuchó una fuerte risa aguda, muy acorde con la nueva expresión de la bailarina. El miedo se había convertido en pánico y usando todas sus fuerzas, Sofía gritó.

Pero el grito nunca se escuchó. Sin saber cómo, estaba tirada en el piso, sin poder mover ninguna parte de su cuerpo excepto sus ojos, que habían quedado justo en frente de la caja de música donde la diabólica bailarina danzaba y reía al ritmo de la macabra melodía que parecía retumbar en los oídos de Sofía.

El pánico de la niña ya era pura desesperación. Sus ojos se movían con rapidez, tratando de encontrar algo, cualquier cosa, que la ayudara a escapar de aquella prisión invisible. Por más que se concentraba en moverse, no podía. Su cuerpo parecía haberse desconectado de su cerebro. Dentro de su cabeza, Sofía gritaba a todo pulmón, pidiendo ayuda a cualquiera que pudiera oírla. En la habitación lo único que se escuchaba era la música de la pequeña caja de madera que estaba en el piso.

Empezó a sentir frío. Un frío totalmente impropio de aquella época del año. Empezó también a sentir que el aire era más denso, que era más difícil respirar. Entonces lo entendió: de eso era de lo que le había advertido aquella mujer en el funeral de su abuelo. No pudo evitar sentirse estúpida, inmadura, por no haber escuchado las restricciones y consejos de todo el mundo. "Cuidado con la bailarina... podría quitarte el aliento", recordó. Ese era su final... moriría asfixiada sin poder hacer nada. Y la bailarina danzaba y reía con retorcida felicidad.

Su desesperación se convirtió en tristeza. Y lloró. Pudo sentir que una lágrima salía de su ojo y, por la posición en la que estaba, bajaba hacia su nariz. Notó entonces que aquello no era una lágrima común: en su nariz lo que veía era una gruesa gota de sangre, rojo escarlata. En su mente, lloraba con desconsuelo, lanzando dolorosos gritos de ayuda, que daban paso a fuertes sollozos. En el cuarto, Sofía derramó una sola lágrima de sangre.

Mientras sentía cómo se le hacía más y más difícil respirar, un profundo dolor apareció en su pecho. Ella sabía que ese dolor no tenía que ver con su cuerpo, que era un dolor que estaba más allá. Era su alma la que se resentía por ese cruel castigo al que estaba siendo sometida. Se preguntó entonces qué clase de monstruo era su abuelo; quién era ese misterioso anciano y en qué estaba pensando cuando diseñó y construyó tan horripilante aparato. La única respuesta que consiguió para sus preguntas fue la melodía que venía de la caja de música... y el regocijo en los ojos de la bailarina...

Quién sabe cuanto tiempo había pasado cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe y la mamá de Sofía gritó al ver a su hija tirada en el piso, desmayada. Intentó hacerla reaccionar, pero no podía. El pulso de la niña era débil y apenas respiraba. Había un par de gotas de sangre en su cara.

La mujer cerró la caja de música que estaba en el suelo, de la que salía una melodía que la molestaba y no la dejaba pensar con claridad. Al momento en que la música paró, Sofía abrió los ojos. Respiró profundo, como aquel que sale a la superficie luego de haber pasado un largo rato bajo el agua. Abrazó a su mamá y empezó a llorar con toda la intensidad con la que había estado llorando en su cabeza.

Luego de que se calmó, acompañada de su mamá, caminó hacia la puerta del cuarto, dispuesta a dejar en paz todos los secretos que había detrás de la figura del señor Schwartzer... al menos por ahora... La última señal de vida que vio esa habitación por mucho tiempo, fue un alegre destello rojo que venía desde la mano izquierda de Sofía.

(Este es el fin de la cuestión. Tal vez en el futuro aparezcan más cosas, sobre Sofía, el abuelo o algo... pero por ahora esto es todo... para los que no se aburrieron en el camino y llegaron hasta aquí, muchísimas gracias por leer...)

1 comentario:

  1. Malvado tu tambien tienes un blog pasate por el mio que ya yo me pase por el tuyoo igual se te quiere por cierto no sabia esa cualidad tuya bien por ti

    ResponderEliminar