jueves, 18 de julio de 2013

Documento Intransferible (Parte I: La Petición de Esteban Valdivieso)

    Entonces Esteban me dijo que necesitaba prestada mi alma un momento. Me explicó, muy someramente, que debía realizar unas diligencias, unos asunticos rápidamente. El problema era que la naturaleza de aquellas vueltas que tenía que hacer no era compatible con su alma, así que necesitaba la de alguien más. Como yo siempre he sido su buen amigo, decidió pedirme prestada la mía. Con esa misma cara de extrañeza que tú debes tener ahorita, buen lector, me quedé yo viendo a Esteban Valdivieso un rato.
    Nada de lo que me había dicho tenía sentido. Pero él siempre había sido así, excéntrico, loco, estrafalario y extravagante. Era un tipo que andaba por ahí en shores anaranjados y camisa morada manga larga de satén, con un ocasional turbante turquesa y unos lentes oscuros que reflejaban en verde. Todo esto cerrado por unas desgastadas alpargatas que habían visto toda la historia de Venezuela y sus alrededores.
    Esteban Valdivieso se la pasaba hablando de las energías, de las fuerzas, de las buenas y malas vibras. Hablaba del espacio, de si estábamos o no estábamos solos en el universo y qué influencia tenían sobre nosotros esos posibles vecinos intergalácticos. Se la pasaba comprando velas de color púrpura, inciensos de aromas extraños como “aguacate”, “kiwi” o algunos con nombres más abstractos como “felicidad”, “buena fe” o “patria”.
    En la casa de Esteban Valdivieso no había muebles, sino cojines y almohadones forrados con telas curiosas esparcidos estratégicamente por el suelo, según los veinticuatro libros de Feng Shui que tenía. Tampoco había puertas, pues por designios de alguno de los diversos cultos que practicaba, las puertas estaban prohibidas por ser obstaculizadoras del libre paso de las energías cálidas. Así que, entre habitación y habitación- que me imagino que no es necesario decir que no eran muy diferentes una de otra-, lo único que había eran cortinas de una tela transparente y muy suave.
    Es así como, después del shock inicial por la petición de Esteban, logré darme cuenta que era algo que no desencajaba con aquel personaje. Me lo imaginé fácilmente despertando en la mañana y pidiéndole prestada el alma a su mamá para ir a sacar el rif o el pasaporte nuevo. Algo normal para él. Muy extraño para el resto de los mortales, como yo.
    Pero a fin de cuentas, Esteban era panita. Era un loco, pero bien agradable. Siempre regalaba comida y bebida cuando uno iba a pasar un rato en su casa. Siempre hablaba de sus particularidades, pero nunca obligaba a nadie a creer o practicar lo mismo que él, cuestión que se le agradecía enormemente, porque no hay nada más fastidioso que un fanático obligando a alguien a pensar igual que él. Así que decidí seguirle la corriente esta vez a la excentricidad de Estaban Valdivieso; decidí prestarle mi alma.
    Me citó a las nueve y media de la noche en su apartamento y si bien yo estaba ahí en la puerta desde las nueve y cuarto, no fue sino hasta que el reloj marcó exactamente la hora indicada cuando Esteban abrió la puerta. Tenía una actitud seria y ceremonial que jamás le había visto. Me invitó a pasar y me sentó en uno de los almohadones que había en el piso. Me invitó un famoso té chino o japonés que sabía únicamente a agua de arroz y me hizo esperar un rato mientras buscaba unas cosas en otro de los cuartos.
    Volvió con unos envases de vidrio, de formas que yo había visto nada más en películas. Uno muy grande, parecido a un narguile y otros dos más pequeños, que parecían propios del arsenal de cualquier bruja de Hollywood. Los dispuso estratégicamente en una mesa baja que había frente a mí y se sentó en un almohadón del otro lado de la mesa. Se quedó en silencio por unos minutos.
    Me explicó una vez más el propósito de aquella reunión, qué era lo que pretendía hacer. Aunque no me explicó exactamente por qué, se limitó a mantener su historio de “unas diligencias” que tenía que hacer y que esas diligencias no eran compatibles con su alma. Quise preguntarle qué le hacía pensar que la mía sí sería compatible, pero me quedé callado en el mismo instante en que entendí que hacer esa pregunta significaba suponer que lo que Esteban estaba haciendo tenía sentido; hacer esa pregunta suponía tomar como cierto toda aquella locura del traspaso de almas.
    Esteban prendió par de velas moradas que ya estaban en la mesa, cerró los ojos y en un rictus propio de un rito de alta seriedad e importancia, comenzó a susurrar unas palabras que nunca entendí. Habló y habló por unos minutos, al mismo tiempo que batía los brazos hacia el techo y hacia los lados y contorsionaba las manos como si fuera una bailarina de danza árabe o de flamenco.
    Ya cuando estaba a punto de reírme y decirle a Esteban que dejara la estupidez, abrió los ojos y se quedó mirándome fijamente. Una mirada vacía, horrible, perturbadora. Estuvo mirándome con fijeza durante unos cuantos minutos más. Luego, comenzó a soplar hacia el envase grande de vidrio que estaba en el centro de la mesa.
    Soplaba suavemente, como si estuviera intentando encender una parrilla. Me quedé un rato mirándolo, dándome cuenta de que para él nada de lo que estaba sucediendo ahí era un juego. Cuando desvié la mirada hacia el envase nuevamente, casi me da un infarto del susto. El envase grande de vidrio estaba lleno hasta la mitad por una especie de humo morado. Era una sustancia muy parecida al humo del cigarrillo, con la diferencia del color. Además, el contenido del envase de vidrio parecía brillar suavemente.
    Cuando Esteban terminó de soplar, me hizo un gesto con la mano, indicándome que debía hacer lo mismo. En ese punto, podrás entender estimado lector, que ya no entendía qué estaba pasando, ni estaba tan convencido de que todo fuera una loquetera de Esteban. Así que, impulsado por sabe Dios qué fuerza universal, empecé a soplar en dirección al envase de vidrio.
    Fue una sensación extrañísima. Mientras soplaba, sentía como si me desprendieran algo. Como si me quitaran una costra, pero una costra que estaba en algún lugar muy profundo dentro de mi cuerpo. Con cada soplo se desprendía más y más… y dolía. Ya cuando el envase estaba casi lleno, incluso se me escaparon unas lágrimas, pues el dolor en el pecho se había hecho casi insoportable ya. Al final, cuando el jarrón de vidrio estuvo lleno, Esteban me hizo una seña para que dejase de soplar.
    Él tomó el envase grande, lo batió un poco y procedió a llenar los frascos más pequeños que estaban en la mesa, uno frente a cada uno de nosotros. Tomó el de él y aspiró el humo morado como si fuera una pipa. Entendí que debía hacer lo mismo.
    Si la experiencia de haber “expulsado mi alma” fue extraña, la de “aspirar el alma de otro” fue muchísimo más rara. Solo lo puedo describir como ponerse los interiores de otra persona, como usar los retenedores de alguien más o pero aún… como escribir en el teclado de la computadora de otra persona. Qué sensación tan incómoda.
    Me sentía mareado, desubicado y la vista se me nubló bastante a causa de aquel humo morado. Llegué a la conclusión de que Esteban era raro y me había drogado para violarme. Así que decidí que me tenía que ir inmediatamente de ahí. Esteban no se negó, pero me dio unas indicaciones, supongo que para saber qué hacer y qué no mientras tenía su alma. Pero yo no le presté atención, quería irme inmediatamente de ahí antes de perder la virginidad que me interesaba mantener.

[To be continued y vaina...]

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