domingo, 6 de junio de 2010

La Visita

Sonó el timbre y de inmediato supe que era ella. Abrí la puerta y efectivamente ahí estaba: alta, esbelta, con aquella magnífica túnica negra de telas finas, delicadamente confeccionada. En su mano derecha sostenía con firmeza una brillante hoz que se mostraba por demás intimidante.

Al principio me asustó, pero luego entendí que no tenía ningún sentido tener miedo en ese momento. La invité a pasar. Ella, amablemente, accedió. Tenía una voz profunda, grave... una voz bastante masculina para ser llamada "ella". Su voz además transmitía segurdad, confianza... lo que resultaba verdaderamente paradójico.

Pude notar que tenía muy buenos modales. Esperó de pie hasta que le indiqué dónde se podía sentar, tuvo mucho cuidado de no causar ningún daño a mi casa con su enorme hoz y, luego de haberse ubicado, tuvo la delicadeza de quitarse la capucha, para que pudiera ver su cara.

Parecerá descabellado pero, en esa blanca calavera, pude ver el destello de una sonrisa bondadosa. No podía dar crédito a la sensación de seguirdad que aquel personaje inspiraba. Luego lo entendí: esa habilidad para infundir seguridad era necesaria para que las personas se fueran con ella sin rechistar.

Le dije que estaba preparando café y me contestó que me agradecería encarecidamente que le sirviera una taza. Así lo hice. Muy curioso fue el hecho de que ella tomara la taza y se limitara a sostela firmemente entre sus largos dedos. Cuando se dio cuenta de que la observaba con extrañeza, me contestó que aquella bebida era lo único que le calentaba en noches tan frías como esa.

Me miró por unos instantes y luego me preguntó sobre el estado de mis asuntos en la Tierra. Como si ella no lo supiera ya. Le expliqué cómo iba todo. Mis proyectos, mis metas, mis deudas, compromisos, logros, fracasos... Se mantuvo en silencio por otro rato. Ya se hacía molesto. Estaba empezando a asustarme.

Luego soltó una risotada alegre, pero igualmente horrorosa. Su risa infundió un miedo terrible en mí y estuve a punto de gritar como un niño aterrorizado. Cada objeto, cada fibra de mi casa tembló, como si la edificación se hubiera asustado también.

Se levantó, todavía sonriendo, y se acercó a mi perro. Me dijo que en realidad era por él por quien venía, pero cuando vio mi cara de susto al momento en que le abrí la puerta, no pudo evitar gastarme una pequeña broma.

Tomó al animal y, antes de irse, dejó sobre mi mesa un hermoso reloj de arena. "Un regalo" dijo que era. Pero yo sabía que al final, mi hora llegaría cuando cuando el último grano cayera...

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