Ayer
por la tarde sonó el timbre del apartamento. Es raro. ¿Quién vendría a
visitarme? La otra vez sonó y me hice el loco, me dio miedo. Esta vez me sentí
envalentonado. Era la tercera vez que sonaba en la semana. La primera lo
ignoré, la segunda era una señora buscando una oficina de seguros. Esta vez era
una muchacha con ojos tristes y ademanes cansados, que se aferraba a la reja
como si no pudiera mantenerse en pie. "Señor, estoy buscando trabajo.
¿Usted podría ayudarme con unos días de trabajo?" La desolación dejó
correr su brazo por mi hombro y me dio un abrazo fraternal. Sonrió y me animó a
ver a la chica. Ella, la muchacha, esperaba mi respuesta. Por un momento fugaz
pensé en que mi compañero de apartamento (qué bolas que no encuentre una
traducción satisfactoria al español para "roommate") y yo habíamos
estado hablando de contratar a alguien para que nos ayudara un poco con la
limpieza del lugar. Pensé en darle esa "oportunidad" a la chica. Pero
la desolación, rauda y veloz, me dijo al oído "¿tú en qué país vives,
chamo? Estás en Venezuela. ¿Vas a meter aquí a alguien que no conoces?"
Negué con la cabeza. Le dije "no, chica, aquí no" en un susurro de
vergüenza y dolor. Ella sonrió, ladeó un poco la cabeza y me dijo
"gracias". En ese gesto me pareció ver algo de agradecimiento. Tal
vez porque no le cerré la puerta en la cara, porque no la insulté, porque no la
miré desdeñosamente de arriba a abajo antes de negar con la cabeza y dejarla
sola una vez más en aquel pasillo. Ayer por la tarde sonó el timbre del
apartamento. Era la miseria.
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