Cuando vine al mundo me aseguraron que sería el rey de los instrumentos. Me llenaron la mente de promesas sobre un futuro brillante. Por mis formas, por mis sonidos, por mis detalles, me hicieron creer que solo las más excelsas melodías serían generadas en mi teclado para que pudiera contar al mundo de las bellezas que se esconden en las más ínfimas reverberaciones de una caja de resonancia.
¿Quién tiene una mente tan macabra como para hacer semejantes promesas vacías? ¿Cómo osan jugar con los sueños de un instrumento naciente de esa manera? Aquellas palabras con las que me bautizaron me hicieron creer que estaba protegido de todo dolor, exorcizado de todo mal, alejado de todo terror. Y sin embargo aquí estoy, años después, con sensación de asco por todo mi cuerpo. Eso, me siento asqueado, sucio, profanado. Por momentos deseo saltar por un edificio y ver todas mis partes desperdigadas por el suelo. No ser nunca jamás.
Trato de anular la imagen, pero siempre viene a mí: el hombre enorme y tosco, con olor a sangre seca, con ademanes sospechosos, con esas manazas detestables. Y las posó sobre mí. Se atrevió a dejar caer esos toletes de carne sobre mi teclado. Y no solo eso. Me veía con frenesí, como si supiera lo que estaba haciendo, como si estuviera arrebatado por una inspiración divina, por una musa venida del mismísimo Olimpo a investirlo con las más exquisitas habilidades para la música. Pero no. Lo que siguió a continuación solo puede ser descrito como una violación.
Aquellos dedos gordos y sin ritmo hundían sin ningún tipo de consideración todas mis piezas. Porque eso sí tendré que concederle: el tipo se esmeró en tocar cada una de mis piezas... las naturales, al menos, según lo que puedo recordar de tan fatídico momento. Sus dedos solo ratificaban su in-sentido de la armonía, su sordera para cualquier sonido que fuese delicado, su total brutalidad ante las bellezas del universo.
Recordé un consejo que me dio un instrumento más experimentado que yo, cuando apenas estaba saliendo al ruedo. Me dijo que si alguna vez me tocaba la desdicha de un ejecutante sin talento o instrucción, escogiera la canción más triste del mundo y la hiciera sonar. Decidí entonces entonar el lamento de tantas personas que, a manos del mismo papanatas que tenía encima, han pasado hambre, miedo, rabia, terror. Decidí mostrar a todo el que me pudiera escuchar la fatídica melodía de la dictadura y la opresión. Fue entonces cuando, tranquilo con mi rol de mensajero, pude dejarme ir y verlo terminar su obra siniestra como si se tratara de la más sublime sinfonía jamás escrita.