Ser hijo único te pone en una
posición particular con respecto a tus primos. Para los menores, eres una
especie de hermano mayor menos punitivo. Para los mayores, en comparación con
sus propios hermanos menores, eres una presa mucho más ingenua para sus engaños,
triquiñuelas y relatos fantásticos.
Tuve la suerte de contar con primos
creativos, que se exigían en sus historias, que intentaban estirar las líneas
de su imaginación en la medida de lo posible. Recuerdo unas cuantas en
específico. Hace unos diez años, por ejemplo, con el boom de CSI, una de ellas
me aseguraba que ya estaba en proceso de producción CSI Caracas. Un tiempo
antes de eso, uno de mis primos me relataba el misterio sobre la “Isla Moby
Dick”, isla tan particular y llena de misticismo que no solo tenía la forma de
la famosa ballena de ficción, sino que además proyectaba una extraña sombra en
el cielo, logrando verse sobre ella siempre una nube con la misma forma del
blanco cetáceo.
Sin embargo, la que he estado
recordando mucho en estos días, es la de “La Taconazo”. Según la historia de mi
primo, La Taconazo era un espanto. (Dado el amplio espectro de todo lo que
puede o no ser un espanto en la mitología contemporánea venezolana, debo darle
el beneficio de la duda a mi primo aquí y dejar en el aire la cuestión de si
realmente es un espanto o un personaje más de su imaginación pre púber). La
característica distinta de La Taconazo, y de ahí su título distintivo, era que
siempre se la escuchaba taconear a las espaldas de la víctima. Taconeaba firme
y con gran estruendo. Creo recordar algunas de estas condiciones típicas de
espantos del tipo “si la escuchas taconear rápido es que está lejos, si la
escuchas lento, estás jodido”. Girar a verla suponía dos resultados posibles
(son los dos resultados que mi memoria ha ido mezclando con los años): o no
veías a nadie pero el taconear te seguía perturbando, o la veías directo a la
cara y su aspecto fantasmagórico terminaba por llevarse tu alma antes de lo
previsto. En cualquier caso, lo mejor era seguir con la marcha propia lo más
que se pudiera.
El punto cumbre de la historia era
la forma de deshacerse de La Taconazo. “Hay que rezar el Credo al revés”,
sentenció mi primo. Para un niño de unos ocho años, aquella solución apenas
califica como salvación. Apenas podía recitar pasajes del Padrenuestro.
Aprenderme el Credo era una empresa inimaginable. Ni hablar de aprendérmelo al
revés. Recuerdo, además, haberme quedado con una duda importantísima que no
quise expresarle a mi primo, por temor a parecer un ignorante: cuando se
refería al Credo al revés ¿debía recitarlo invirtiendo el orden de las
palabras, o debía pronunciar cada una de las palabras al revés? Esta última
opción no sonaba lógica. Al final terminaría construyendo un idioma incluso más
tenebroso que el espanto que debía conjurar.
Para imprimir veracidad y demostrar
que no todo era oscuridad en este mundo, mi primo incluyó un caso de éxito. “El
único que se ha salvado es un cura. Pero eso porque ellos, para poder ser
curas, tienen que aprenderse todas las oraciones al revés”. Nosotros los
mortales la teníamos más complicada. Nadie nos obligaba a aprendernos semejante
oración al revés. Sólo el miedo de no ser alcanzado por los terribles pasos de
La Taconazo.
A lo largo de los años siempre he
llevado el recuerdo de La Taconazo conmigo. Al principio como una forma de
estar alerta a cualquier paso irregular que pudiera escuchar a mis espaldas.
Mientras fui creciendo y entendiendo la naturaleza real de la historia, seguía
conservando aquella memoria como un souvenir que había podido rescatar de esos
años ingenuos y divertidos.
Últimamente, el recuerdo de ese
particular espanto ha estado muy vivo en mi mente. El estado de paranoia
constante que vivimos en Caracas me hace recordar mi atención y tensión ante
cualquier sonido de taconeo que escuchaba detrás de mí. Hoy en día, todos
andamos por las calles capitalinas como si quisiéramos huirle a La Taconazo. La
situación de inseguridad (esa “sensación” de la que hablan muchos, como si así
pudieran disminuir la gravedad de lo que vivimos a diario), hace que siempre
estemos girando sobre nuestros hombros, dispuestos a encontrar la nada o la
cara terrible del hampa caminando hacia nosotros. Hacemos lo posible y lo
imposible por alejar el mal y sus probabilidades siniestras.
Siempre que siento unos pasos
sospechosos detrás de mí, recuerdo la historia. Sonrío un poco, pero apuro el
paso. Nadie quiere que semejante espanto lo alcance. A veces siento que no
tenemos escapatoria. A veces siento que la solución para sortear la delincuencia puede ser tan absurda como
rezar el Credo al revés.
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