Cada mañana es la misma casa de dos
pisos, mirando con ojos en la espalda hacia el ventanal de la oficina. Cada
mañana la misma montaña de verde sólido, con delicados atavíos en color blanco
nube. Cada mañana el mismo cielo denso y azulado, testigo de cualquier tipo de
barbaridad en estos cuatrocientos y tantos años. Cada mañana el mismo edificio
marrón de letras rojas, con el mismo señor de corbata gris asomándose de tanto
en tanto a liberar un poco la carga del día de trabajo; me saluda con sonrisa triste
y gesto desganado. Somos compañeros de soledad en medio de un caos que nos
arrulla, pero no nos deja dormir. Cada día el mismo transcurrir incesante de
carros en todas direcciones, en todas las vías, en todos los destinos. La
sensación de vivir en una isla de tierra rodeada de carros por todas partes; soy
un náufrago moviéndose en las turbias aguas del Metro, río subterráneo encargado
de llevarnos a todos en su violenta corriente de
decadencia e involución. Cada mañana la misma Ciudad. Somos nosotros los transitorios,
nosotros los transeúntes, nosotros los trashumantes. Somos nosotros quienes la
herimos. Ella lleva con orgullo sus cicatrices y nos invita a hundirnos en sus
llagas.
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