El muchacho entra al vagón del
metro, con los pasos signados por el cansancio. La gorra desteñida habla de largas horas
bajo el sol. Una fina costra oscura recubre su cuerpo; son días sin bañarse. Es
también una coraza para protegerse de alguna manera de las inclemencias de la
calle. Ha tenido que aprender a defender su vida con los dientes, eso lo
muestran las cicatrices mal curadas que decoran sus brazos y algunas partes del
cuello.
El muchacho camina hacia el
centro del vagón para comenzar con su pregón. Se detiene frente a otro que
acaba de entrar. Lo mira rápidamente y lo reconoce de inmediato. “¡Apache!”, lo
saluda. El otro responde con ese “¡Épale!” de quien no reconoce de inmediato a
quien le dirige la palabra
–¿Qué más?, ¿seguiste estudiando?
–pregunta el primero.
–Claro, chamo –contesta Apache.
–Así es que es, hermano –contesta
el muchacho. Su cara de decepción lo viste con una tristeza que ha venido
arrastrando desde hace tiempo. La culpa y la vergüenza lo llevan a detener ahí
la conversación. Se dirige al resto de pasajeros y comienza– Buenas tardes,
señores pasajeros, mi intención no es molestarles, pero tengo que hablarles con
la verdad…
Apache sigue viéndolo mientras
habla. En su cara se dibuja una interrogante. Pareciera que intenta entender en
qué momento el chamo con el que jugaba pelota de goma en la cuadra se convirtió
en ese que ve pidiendo dinero. La nostalgia que lo embarga no tiene que ver
únicamente con los recuerdos de ese niño inocente con el que compartió la
infancia, sino también con el futuro que su amigo jamás tendrá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario