Había una familia
delante de mí en el metro: mamá, papá, hija e hijo. Comentaban una historia
banal sobre lo que entendí era un hombre transgénero. Un relato burlón, de esos
que nos mantienen metidos en todos estos prejuicios que llevamos a cuestas. Esa
conversación cesó y la mamá comenzó a hablar sobre un tema más serio. Ella
hablaba con un acento de la costa colombiana que hacía que cualquier
venezolanismo sonara extranjero y lejano.
Le dice al esposo:
–Cuando lleguemos,
llenamos eso. Mira que ya me puse la peluca.
Su hija la ve,
extrañada. Arruga la frente, la escruta con detalle.
–¿Qué peluca? –señala
el cabello de su mamá– ¿Eso es una peluca?
Escondí mi carcajada
con el libro que estaba leyendo. Sin embargo, ellos no parecieron molestarse
por mi reacción ante la ocurrencia de la niña. Al contrario, daba la impresión
de que, con sus miradas, me invitaban a reír con ellos.
Es
maravilloso regodearnos con las puertas que nos abre el lenguaje. Esa niña,
ávida de conocimiento, apenas descubre los múltiples dobleces que se le pueden
hacer a una misma palabra.
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