Uno siempre se
siente más cómodo en la zona que conoce. Así vivas en una zona de tu ciudad que
sea considerada como peligrosa, el hecho de reconocer las aceras, los huecos en
el asfalto, los quiscos desvencijados, los afiches a medio despegar y hasta los
perritos que rondan las bolsas de comida, te hace sentir seguro.
En algún momento
leí que la mayoría de las veces, los secuestros se daban justo en la puerta de
la casa del raptado. ¿Por qué?, porque ya en ese momento, la víctima había
bajado las defensas. Porque al divisar a unos metros la puerta de su edificio o
de su casa, había dejado de ver a los lados, había respirado profundo, ya se
había soltado el botón del pantalón, ya pensaba en la felicidad de mover los
dedos de los pies fuera de los zapatos.
Es algo que vivo
día a día. No el secuestro, sino la sensación de seguridad dentro de mi propio
pedacito de caos. Vivo en el Salvaje Oeste de Caracas. Una tierra que suena
lejana y hostil para quien lo más cerca que ha estado del Centro es Sabana
Grande. Sin embargo, para mí, que he vivido los veintitrés años de mi vida en
esa zona, el Oeste no es tal amenaza. Entiendo, sí, que no es precisamente una
zona segura, pero a fin de cuentas es mi
zona. Tal posición, tan oposicionista y a veces alejada de realidad, me lleva a
un atontamiento muy peligroso para una ciudad en la que debes tener todos los
sentidos disponibles prestos a la detección de cualquier indicio de peligro.
***
En las mañanas
me levanto a las cinco y media, pero me despierto realmente a las siete y algo.
Ese período de hora y media es un gran automatismo que me lleva por distintas
estaciones de mi rutina mañanera: levantarme de mal humor y refugiarme en el
baño; salir de ahí muerto de frío y disfrazarme de trabajador serio; ir a la
cocina y prepararme un escueto desayuno que me lleve en velocidad de crucero hasta
el ansiado almuerzo. Parte de esa mecánica incluye desear feliz día a quien
esté despierto en la casa. Luego, voy con pasos renuentes hasta la parada del
autobús, ligando que pase alguno con un puesto libre que me permita dormir
media hora más para redondear el descanso. En esa espera, saco mi teléfono y le
envío un mensaje a mi novia: “Hola, amor. Vía el trabajo”.
***
Esa mañana el
teléfono estaba rebelde. La pantalla del WhatsApp solo me mostraba un prístino
blanco característico de su negativa a cooperar con mis objetivos
comunicativos. Primera consecuencia de esta inseguridad en tiempos de
tecnología: si no te reportas a la hora que sueles hacerlo, generas una alerta
roja en todos aquellos que no recibieron tu mensaje.
Entre el letargo
del sueño y el mal humor por el fallo de la aplicación, no me doy cuenta del
motorizado que está parado junto a la acera. Estoy parado con la cara metida en
el teléfono y no me doy cuenta del parrillero que, aún con el casco puesto, se
abalanza sobre el muchacho que camina tan despreocupado como yo, como todos.
Cuando entiendo todo lo que está pasando, el forcejeo ya es bastante violento y
la gente se está apartando de la situación. Así está nuestro altruismo hoy en
día, mermado por la posibilidad de recibir una herida mortal. Cuando estás en
una situación de vida o muerte, eres tú contra tu amenaza, más nadie saldrá a
defenderte en estas calles caraqueñas.
Con un
movimiento acartonado, guardo mi teléfono en el bolsillo de la chaqueta. El
parrillero vuelve a la moto y arrancan hacia El Silencio. El muchacho, cara de
molestia, cara de susto, cara de tristeza, toma una camioneta más adelante.
“El hampa está
desatada”, me dice un señor. Asiento con la cabeza. “¿Le quitaron el celular?”,
me pregunta. “No sé”, contesto. Es la verdad. No sé nada.
***
Ya en la
camioneta, le explico a mi novia lo que sucedió. Ella decide no escribirme más,
para que no me vea tentado a sacar el teléfono en el camino y quedar expuesto a
un incidente similar. Voy pensando en las veces que he vivido situaciones
parecidas en mi cuadra, en lo poco sensible que soy a ellas y en como mantengo
mis rutinas y mis “descuidos” a pesar de las claras señales de que no vivo en
una zona segura.
Llevo ya dos
meses haciendo ese trayecto de mi casa a El Rosal. En ese período he sido
testigo de dos robos y un intento (si es que el de esta mañana no se completó),
una estadística bastante interesante. Pienso en las charlas sobre el hampa en
Caracas, en Venezuela, y sobre ese concepto de la inseguridad como “sensación”.
Claro que la
inseguridad es una sensación. Es la sensación de que en cualquier momento no le
pasa al otro sino a ti. Es la sensación de que solo puedes estar seguro dentro
de tu casa; y ni siquiera, porque puede que haya unos más osados que lleguen
hasta tu hogar para robarte directamente. La inseguridad es la sensación de que
te vas coartando de hacer cosas que se podrían considerar normales, porque en
este contexto suponen un riesgo mortal. Es la sensación de que cada historia
que te cuentan sobre cómo robaron en una cola, sobre cómo robaron en un avión,
sobre cómo robaron en un cine, es una mera exageración producto del amarillismo
de un pueblo que ya no cree en nada. Pero en verdad, cuando sales a la calle y
ves frente a tus ojos cómo roban a alguien, cuando vives en carne propia la
terrible experiencia de que otra persona te quite lo tuyo, no hay nada que te
ayude a desmentir todas esas matrices de opinión.
***
Mientras
esperaba mi camioneta, luego de haber visto pasar al muchacho con quien
forcejeaba el parrillero de la moto, escuchaba a otros señores hablando. “Es
que nunca le dijo que tenía pistola. Tenía que decirle ‘tengo una pistola’ para
que el chamo aflojara”.
El poder, aquí
en Venezuela, no se mide en votos, sino en capacidad de intimidación.
22/Mayo/2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario