Alberto todavía no se acostumbraba
a estar soltero. La noche transcurría con demasiada lentitud en aquella
habitación vacía. Daniela se había llevado todos los cuadros y varios de los
muebles. Sólo había quedado una pera a medio comer que parecía resistirse ante
la podredumbre. Alberto encontraba paz en la contemplación de la fruta.
Acurrucado en la cama, recordaba el mordisco decidido que ella le había dado a
la pera, antes de levantarse y decirle que aquello no funcionaba.
El centro de Caracas había sido el espacio
predilecto de la relación. Ahora servía de escenario para el intercambio de
esos objetos que debían volver a sus dueños originales. Nadie adivinaba que
Daniela alcanzaba los treinta y tres años, con esa cara de niña y sonrisa de
ángel. Siempre lo veían a él con el mayor, con su barba perenne y las ojeras
invencibles. En la mesa del café, descansaba una caja con huecos a los lados.
Era su forma de despedirse, él lo sabía, pero no quería aceptarlo. Se asomó con
temor y el gato le devolvió la mirada. Le preguntó a Daniela por qué era verde.
Ella contesto que era una mutación genética, pero era su color favorito y sería
un buen recuerdo. Alberto cargó al gato, con la duda de un padre que no acepta
su condición, y decidió llamarlo “Solo”. A Daniela le hizo gracia. Soltó una
carcajada limpia y se fue sin mayores aspavientos. Él todavía tenía demasiadas
preguntas por hacer. Sólo le quedaría comentarlas con su nueva mascota.
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