Siempre he pensado que el Metro
saca lo peor de la sociedad. Y no solo estoy hablando del comportamiento de las
personas cuando utilizan este medio de transporte. Si prestan un poco de
atención, si logran enfocar sus sentidos lo suficiente como para superar la
nube de ruido que hay, si logran hacerse paso entre los insultos y las amenazas
de golpes, si alcanzan a evadir todas las historias rocambolescas de las
andanzas de los caraqueños, se darán cuenta de que en el Metro hay música.
No intento hacer una maroma
poética, convirtiendo en un milagro musical las distintas voces que se elevan
en el subterráneo. Hablo de una estación de radio propia del Metro. Hablo de un
DJ tan pavoso como las canciones que reproduce. Estoy hablando de una especie
de emisora de nostalgia que lo único que logra es generar una sensación
terrible de desconcierto en unos pasajeros ya de por sí confundidos.
Me da miedo mencionar a los
artistas que desfilan por el playlist
del Metro. Sin embargo, ellos no son lo peor. Lo más desastroso son las
canciones que eligen de esos artistas, porque son canciones que, estoy seguro,
ni siquiera ellos mismos escogerían para ser reproducidas. Lo más cursi de
David Bisbal (si cabe); lo más olvidable de Alejandro Sanz; RBD (así, sin
adjetivos; solo la mención de estos chamos es pavosa) y demás baladas de
principios de siglo XXI que cantamos en su momento, pero que nadie quiere
volver a escuchar. Al menos no sobrios.
El pop envejece mal. Una canción
pop no tiene que tener muchos años para producir esa dentera que producen los
anacronismos desagradables. Ninguna de estas canciones tiene más de quince años
y ya es detestable. Su estética no agrada y nos hace pensar “esto era lo que se
escuchaba… qué triste”. No deberíamos hacernos esto. El pop está hecho para ser
escuchado en su momento y, luego, cuando ya la canción o el disco son tres
meses muy viejos, debe escucharse en la intimidad del hogar, del automóvil o
del reproductor portátil. El pop es un producto de consumo inmediato, no más.
En mi eterno dilema de no consentir
a los grupos nacionales, pero otorgarles plataformas para que exploten su
calidad y competitividad, me los imagino sonando en la radio del Metro. Qué
chévere sería llegar al trabajo tarareando la línea de bajo de Sweet Home de Holy Sexy Bastards o
cantando la melodía de Cayayo de TLX.
Por qué no tener un momento retro y lanzarse algo de Sentimiento Muerto, de
Yatu o La Misma Gente. Por qué no tener una tarde tributo a Desorden Público.
¿Y por qué no ir más allá? Por qué
no reproducir, de tanto en tanto, algo de Zeppelin, de Kiss, de The Who, de los
Rolling Stones, de Los Beatles. Enseñarle a la gente lo sabroso de una música
eterna. Porque, sin temor a ser arrogante, el rock sí envejece muy bien. Mejor
dicho, no envejece, sino que se añeja. Es como esos licores de calidad a los
que el tiempo sólo les otorga mayores y mejores atributos.
Por qué no poner música menos
pavosa en el Metro.
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