Desde
el momento de su nacimiento, hasta sus primeros cuatro o cinco años, nadie
hubiera dicho que Joaquín Travieso pudiera ser un niño especial. Al nacer pesó
y midió lo que se espera, gateó y caminó al tiempo, dijo sus primeras palabras
a la edad que lo indican los libros y tenía todos sus dientes exactamente para
cuando sus padres lo tenían planeado. Era un niño normal en toda la extensión
de la palabra.
En
lo único que destacaba era en su curiosidad. Solía preguntar sobre todo lo que
veía u oía. Se movía de aquí para allá, intrigado por todos los objetos que se
atravesaban a su paso y no tenía miedo de entrar en contacto con aquello que
llamara su atención. Sus padres, aunque en ciertos momentos se sentían
agobiados por la incapacidad de su hijo de mantenerse tranquilo, suponían que
aquello era un comportamiento propio de la etapa.
Cierto
día, la familia fue invitada a una reunión en casa de unos amigos. La pareja
anfitriona era gente de mucho dinero, con una casa grande de dos pisos, con
salones espaciosos y numerosas habitaciones destinadas a propósitos varios.
Como era de esperarse, tan pronto sus padres le quitaron la vista de encima y
se sintieron relajados por los efectos del buen vino que estaban tomando,
Joaquín comenzó a explorar el edificio.
Poco
faltó para que el niño, como era algo habitual en él, empezara a abrir las
puertas de las habitaciones de la casa. La mayoría eran habitaciones muy bien
amuebladas, con camas antiguas, de esas de colchones amplios y altos y de cortinas
alrededor, peinadoras estrafalarias con espejos larguísimos y delicadamente
detallados y armarios grandes y muy bien elaborados.
Hubo
una habitación en particular que dejó sin aliento al pequeño Joaquín. Todas las
paredes estaban pintadas de un blanco que incluso hería los ojos en la primera
mirada; no había ni una mancha de ningún otro color. El suelo, de madera de
roble, estaba tan meticulosamente pulido y cuidado que parecía una maravilla el
poder mantenerse de pie sin deslizarse. La habitación no tenía ni un solo
mueble, a excepción de un majestuoso piano de cola negro en el centro de todo.
Joaquín
Travieso se movió prácticamente en automático hacia el instrumento, se sentó en
la silla y, sin saber realmente qué hacía o por qué, lanzó un par de manotadas
sobre el teclado. Muy contrario a lo que podía pensarse que sucedió, si bien el
niño no tocó una pieza avanzada de piano, tampoco hizo un ruido infernal que
hiciera que los demás chirriaran los dientes. El niño se las arregló para posar
las manos de manera tal de formar un bonito acorde que decoró todos los
espacios en blanco de aquella pulcra sala.
Ese
fue el día cuando sus padres descubrieron para qué había nacido Joaquín
Travieso. Muchos años después, Joaquín recordaría aquel día como ese en que
terminó su infancia. Fue a partir de ese momento que su vida fue ofrecida a la
música y el piano. Fue ese día cuando sus padres decidieron que no hacía falta
que se esmerara tanto en sus lecciones de lectura y que se esforzara mejor por
aprender a leer el pentagrama musical. Fue ahí cuando perdió todas las
esperanzas de algún día poder tomar decisiones por su propia cuenta.
El
dinero que sus padres habían estado ahorrando para unos posibles estudios
universitarios, fue utilizado en su totalidad para comprar un bonito piano y
meterlo a los golpes y como fuera en el medio de la sala del apartamento en el
que vivían. Lo que hubieran gastado en ropa y zapatos nuevos para ellos mismos,
lo empezaron a gastar en las mejores escuelas de música para su hijo. Tan seguros
estaban de su talento, que no dudaban de que, cuando creciera, él les pudiera
retribuir toda aquella cuantiosa inversión.
A
Joaquín le encantaba la música y en especial el instrumento al que se había
dedicado, el piano. Sin embargo, sentía que sus padres no le habían dejado otra
opción. Si bien adoraba todo lo que tuviera que ver con el instrumento, no
podía sentarse a practicar sin sentirse obligado y presionado por sus
progenitores, quienes velaban celosamente porque el muchacho cumpliera con sus seis
horas diarias mínimas de entrenamiento.
Con
el pasar de los años, de ser un niño inquieto y preguntón, Joaquín Travieso
pasó a ser un muchacho serio, callado y reservado que prácticamente hizo del
piano su propia voz. Había pasado tantas horas practicando en el piano de su
casa, que casi no reconocía los demás sonidos del mundo y la mayoría de ellos
solían asustarle o molestarle. Con el tiempo, tomó la costumbre de llevar
siempre orejeras, de manera que los ruidos de la calle y las voces de las personas
no lo molestaran tanto. El muchacho vivía triste y resentido, pues sentía que
se le habían pasado los mejores años de su vida mientras practicaba y que ahora
no tenía las herramientas para integrarse a ese mundo exterior que le generaba
tanta ansiedad.
Sucedió
que un día, la academia de música a la que Joaquín asistía, organizó un recital
de piano con sus mejores alumnos en uno de los teatros más reconocidos de la
ciudad. Por la reputación de la escuela, la cantidad de personas que asistió al
evento fue bastante alta e incluso se rumoraba que había importantísimos
maestros del instrumento dentro del público, tratando de buscar en aquellos
muchachos a su próximo discípulo.
Joaquín
Travieso, por ser el mejor de su clase, fue el encargado de cerrar el recital.
Ya desde que caminaba hacia el piano, con sus infaltables orejeras- que
ocasionaron una risita en más de uno- se podía notar que el ruido le estaba
molestando y sus niveles de ansiedad iban en aumento. Caminaba rígido, como si
las piernas no le terminaran de responder y murmuraba algo con la mandíbula
apretada.
Se
sentó en el banco sin reparar mucho en su postura y comenzó a tocar sin pensar
realmente lo que estaba haciendo. Casi siempre solía hacer eso, pues sentía que
de esa manera la música fluía mejor, sentía que si evitaba que sus pensamientos
interfirieran, su ejecución tendría mucho más nivel. Sin embargo, en este caso
aquello no fue premeditado, su mente realmente no estaba en ese sitio,
consciente del evento en el que estaba y la audiencia que lo asechaba; en ese
momento Joaquín Travieso era presa del presentimiento de que algo saldría mal.
A
mitad de su actuación, sus orejeras se rodaron lentamente y cayeron en sus
hombros. Se sintió desnudo en ese momento, expuesto a cualquier cosa, pero
debía continuar; no podía parar por nada del mundo. Trató esta vez de poner su
mente en el piano, en sus manos, en la pieza, en las notas que iban fluyendo de
su cerebro a sus dedos, de las dedos al teclado y del piano a los oídos del
público, quienes disfrutaban de su presentación.
Ya
cuando estaba entrado en el último movimiento de la pieza, comenzó a sonar un
teléfono en alguna de las filas más cercanas al escenario. Para Joaquín,
aquello fue como si un tren se abalanzara sobre su oído. Con una expresión de
evidente agonía, lanzó un grito de dolor que estremeció a todos los que estaban
en la sala, lanzó un manotazo al teclado haciendo un sonido espantoso y salió
corriendo del escenario, dejando a todo el mundo atónito.
Joaquín
no quiso salir de su habitación por días. No podía con la vergüenza que le
generaba su reacción, pero a la vez sentía una molestia enorme por la
imprudencia de aquella persona que había sido incapaz de apagar su teléfono
durante el recital. Pasó unos cuantos días aferrado a sus orejeras, sin querer
saber nada de nadie.
Lo
único que logró traerlo de vuelta a la realidad, fue una llamada que recibió su
mamá. Se había comunicado con ellos Melinda Jabs, una afamada pianista de
origen alemán que tenía varios años dedicándose a la enseñanza del instrumento
y había quedado impresionada por las habilidades del muchacho. Llamó para
ofrecerle clases particulares en su casa, ya que opinaba que el potencial de
Joaquín era enorme y debía ser explotado propiamente cuanto antes. El muchacho
aceptó, sin embargo aquello no era necesario, pues sus padres habían aceptado
mucho antes.
-
Quítate esas orejeras- fue lo primero que le dijo la mujer al abrir la puerta
de su apartamento. Era alta, delgada y muy blanca, con el cabello castaño que
le caía sobre los hombros. Físicamente no era muy agraciada, pero el garbo y el
porte que tenía la hacían muy atractiva.
-
Pero las necesito. Los ruidos me molestan- contestó Joaquín, en voz baja.
-
Precisamente eso es en lo que quiero ayudarte. Quiero que te olvides de ese
problema de los ruidos. Ahora, quítate esas orejeras y sígueme.
El
apartamento de Melinda Jabs era pequeño, muy contrario a lo que podría
esperarse de una persona de su renombre e importancia. La reducida sala de
estar contaba únicamente con un sofá de tres puestos y una mesa de centro baja.
Por todos lados había torres de partituras, libros, discos de vinilo y CDs sin
ningún orden específico. “Algún día tendré una biblioteca, para ordenar todo
eso” dijo la mujer, a modo de disculpa.
Había
únicamente dos habitaciones y el cuarto de baño. Cuando Melinda Jabs abrió una
de las puertas, Joaquín tuvo un vívido recuerdo de su infancia: era una
habitación pequeña, sin embargo las paredes pintadas de un blanco tan puro la
hacían ver bastante espaciosa; en el centro, solitario y elegante, había un
hermoso piano de media cola meticulosamente cuidado. Lo único que acompañaba al
instrumento en aquella sala era un teléfono que estaba en el suelo.
-
Yo estuve ahí cuando hubo el incidente con aquel teléfono celular- comenzó la maestra,
al tiempo que encendía un delgado cigarrillo-. Fue algo detestable.
-
Lo siento…- contestó Joaquín, bajando la mirada.
-
No, no. Por supuesto que no fue por ti. Lo digo por ese desconsiderado que no
fue capaz ni siquiera de poner su aparato en silencio. Tú estuviste fabuloso.
Aunque, por otros recitales en los que te he visto, creo que estabas un poco
desconcentrado.
-
¿Usted me había visto antes?
-
Por supuesto, Joaquín. No creerás que te mandé a llamar por una sola actuación.
Te he venido siguiendo desde hace un tiempo y déjame decirte de que tus
habilidades son excepcionales para un muchacho de tu edad.
-
Gracias, señora Jabs…
-
Tranquilo. Dicho esto, lo que quiero que entiendas es que mi prioridad aquí no
es tu técnica, pues está bastante depurada y lo que podemos mejorar es poco y
muy puntual. Hay algo más importante y es esa sensibilidad tuya a otros sonidos
que no vengan del piano- mientras hablaba, con su acento muy marcado a pesar de
los años viviendo fuera de su país, la mujer miraba fijamente al muchacho-. Si
bien lo ideal es que no apareciera ningún ruido mientras estás tocando, debes
aprender a seguir haciendo lo tuyo sin importar que haya una guerra afuera.
-
Sí señora.
-
Pues bien. Manos a la obra entonces. Siéntate y comienza a tocar lo que
quieras- Melinda Jabs caminó hacia la puerta y Joaquín se extrañó.
-
¿Se va? ¿No va a ver cómo toco?
-
Oh no, cariño. Mi trabajo está allá afuera. Comienza a tocar, que el tiempo es
oro y yo no cobro muy barato precisamente.
Luego
que la profesora cerró la puerta detrás de ella, Joaquín hizo lo que le había
dicho. Se sentó en el banco y, en su forma despreocupada, comenzó a tocar su
pieza favorita. Habían pasado unos cuantos minutos, cuando comenzó a sonar el
teléfono que estaba a su lado. El timbre era agudo y molesto, como si aquella
fuera la línea directa al infierno. Tal y como le había pasado en el recital,
el muchacho dejó de tocar inmediatamente y se llevó las manos a los oídos.
“¡Sigue
tocando!” gritó Melinda Jabs, desde afuera. Joaquín tomó aire y continuó. Casi
inmediatamente el teléfono sonó de nuevo. El muchacho gritó de rabia y dolor y
soltó unos cuantos manotazos al teclado del piano. Se levantó del banco y
comenzó a dar brincos de agonía. Aquel sonido era insoportable.
Se
mantuvieron en la misma dinámica por una hora aproximadamente. Aunque faltaba
muy poco para terminarla, Joaquín no pudo llegar al final de la pieza que había
comenzado, pues era incapaz de continuar tocando cuando el teléfono sonaba. A
la décimo quinta vez que sonó el teléfono, el muchacho salió corriendo a la
sala de baño, donde se hincó y vomitó. “Esto parece peor de lo que yo me
imaginaba”, pensó Melinda Jabs, antes de enviarlo de nuevo al piano.
En
ese ejercicio consistieron las clases durante las semanas siguientes. Joaquín
se sentaba al piano y, desde la sala o su habitación, Melinda Jabs lo
interrumpía, llamando al teléfono que se ubicaba en la habitación del piano.
Para el muchacho, aquello no fue nada fácil. Vomitó en muchas más ocasiones,
lloró y llegó a sudar en cantidades insospechadas, sin embargo, poco a poco,
iba logrando adaptarse al sonido del aparato y tocar a pesar de él.
Pudo
notar cierta mejora en cuanto a su capacidad para tolerar otros ruidos y
sonidos. Podía tolerar las voces, las notas agudas de los violines, los
programas de televisión e incluso los ruidos de los carros en las calles. El
único problema eran los teléfonos. Lejos de habituarse a ese sonido, parecía
haberse sensibilizado. Si bien podía tocar mientras el teléfono de su profesora
sonaba, cuando los escuchaba en otro contexto no podía dejar de sentir rabia,
molestia, ira, que debía controlar con ejercicios de respiración y cosas por el
estilo.
Llegó
el día en que su academia de música organizó otro recital de piano, en el mismo
sitio y con los mismos alumnos. Melinda Jabs le dijo que estaba preparado. El
propio Joaquín se sentía tan preparado que no llevó sus orejeras ese día.
Estaba confiado de que todo saldría bien y que ese recital lo consagraría como
el gran pianista que sus padres aseguraban que sería.
Al
igual que en la ocasión anterior, Joaquín fue el encargado de cerrar el
recital. Comenzó su actuación y ya con las primeras notas, hizo que todos se
quedaran asombrados con su habilidad. Se le veía decidido y eso hacía que
quienes lo escuchaban se sintieran emocionados con su presentación.
Mientras
tocaba, escuchaba los ruidos que venían desde el público. Personas acomodándose
en sus chirriantes asientos, alguno que otro murmurando un comentario sobre el
pianista o sobre alguna medicina que habían olvidado comprar. Todo aquello era
algo que el muchacho podía manejar. Pero hacia el final, una vez más, sucedió
lo indeseable: un teléfono celular comenzó a sonar.
Joaquín
cerró los ojos con fuerza y se presionó a sí mismo por seguir tocando. A pesar
de que lo logró, todavía escuchaba el sonido del teléfono. Lo escuchaba tan
claro que incluso pudo ubicarlo perfectamente: primera fila, séptima butaca de
derecha a izquierda. El pianista seguía tocando, mientras el teléfono
continuaba repicando.
Logró
mantener la concentración por unos segundos más, pero luego flaqueó un poco e
imprimió más fuerza de la que debía en una nota. Respiró hondo y continuó; el
teléfono seguía repicando. Olvidó hacer un trino y luego falló al intentar
presionar el pedal con su pie derecho. Cerró los ojos con fuerza y continuó; el
teléfono sonaba, incesante. Los dedos empezaron a dejar de responderle y tocó
al mismo tiempo dos notas, creando una disonancia espantosa. Intentó continuar,
mientras el teléfono seguía repicando, pero no lo logró.
Paró
de golpe, a tan solo un par de compases para el final, y golpeó el teclado con
todas sus fuerzas, a tal punto que unas pequeñas piezas blancas y negras
rodaron por el escenario. Resoplando pesadamente y con una expresión animal en
su rostro, se giró de golpe hacia el punto de donde venía el sonido. Ahí se
encontraron sus ojos con la cara asustada de una mujer que recién había logrado
encontrar su teléfono celular y lo había hecho callar. Pero ya era muy tarde.
Joaquín
Travieso se levantó, haciendo caer el banco y saltó sobre la mujer que nunca
entendió qué sucedió. Con toda la frustración que el muchacho tenía contenida,
comenzó a golpearla con la misma intensidad con la que había golpeado el
teclado del piano. La golpeó repetidas veces, descargando todos los años de
opresión a los que lo sometieron sus padres a expensas de un futuro que él no
quería del todo. La golpeó con la misma potencia con la que había soñado
golpear a Melinda Jabs por someterlo a tal castigo de hacerlo escuchar ese
diabólico teléfono una y otra vez. La golpeó hasta que no sintió movimiento ni
vida en aquella mujer; hasta que sintió que por fin había logrado terminar una
pieza sin que ningún teléfono lo interrumpiera.
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