En aquella cama king
size, vestida con hermosas sábanas del más suave satén, yacía sin vida el
acaudalado magnate Ramón Valdivieso. Apenas se notaba que estaba muerto. La
cabeza caída, la boca entreabierta y los lentes un poco desencajados daban la
impresión de que el hombre, ya entrado en años, simplemente se había quedado
dormido después de un largo día de trabajo. La cuestión es que él ya estaba
jubilado y eran las diez de la mañana.
A su lado, en actitud
más bien paciente, se fumaba un cigarrillo Jimena Chacín, su mujer. Mejor
dicho, una de sus mujeres, pues a Ramón Valdivieso lo que le sobraba de dinero,
también le sobraba de mujeriego y aventurero. Jimena Chacín estaba esperando
fumarse su cigarro para largarse de aquel lugar.
La mujer no sentía
ningún tipo de temor por la situación en la que se encontraba, estando sola al
lado de un hombre que acababa de morir y siendo la última en haberlo visto con
vida. El hombre había muerto por causas naturales; de haber algún culpable,
sería él mismo, por no haber tomado nunca en cuenta las recomendaciones de sus
médicos y amigos relacionadas con sus excesos y su edad.
Aunque aquello era una
verdad a medias. Ella sabía muy bien quién era el otro culpable de la muerte
repentina de Ramón Valdivieso. Sin embargo, no podía delatarlo, pues el asesino
aún no había nacido ni siquiera. Jimena le echó otro vistazo a la hoja en la
que se reflejaban los resultados de su prueba de embarazo. Seguía indicando
positivo. Como las otras doscientas veces que la había leído. Ella había podido
aguantarlo; incluso le hacía ilusión la noticia. Sin embargo, el pobre Ramón
quedó fulminado apenas leyó el resultado.
Ella podía imaginarse
por qué. El escándalo, los chismes, los rumores, las acusaciones y señalamientos.
Las ollas destapadas, las verdades descubiertas, los trapitos al sol. Todo eso
que los humanos corrientes viven día a día, para una persona del tamaño de
Ramón Valdivieso era un peso insoportable. Un peso que ni sus hombros ni su
corazón pudieron aguantar.
Jimena Chacín se
levantó de la cama, se guardó la colilla del cigarrillo en el bolsillo de su
abrigo para evitar dejar su ADN por ahí y se dirigió hacia la puerta. Dejó la
prueba de embarazo sobre la cama. Como siempre usaba guantes, no le preocupaba
el asunto de las huellas. Dejó la prueba ahí, al lado del difunto, porque
quería que supieran qué lo había matado. También se había encargado de que su
nombre no apareciera en ningún lugar de la hoja, así que su identidad estaba
totalmente resguardada.
Ella sabía que aquel
romance tendría un final abrupto, pero nunca se imaginó que fuera de esa
manera, con Valdivieso escapando por la vía de la muerte. Nunca se imaginó que
su amante le reservara semejante acto de cobardía, muriendo de miedo ante un
futuro que se veía complicado. En ese momento se dibujó una sonrisa en su
hermoso rostro, pues se imaginó cuál sería el epitafio perfecto para la lápida
del recién muerto: “Ramón Valdivieso, tan macho que se la daba”.
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