Todos los jueves me toca ir a un colegio de la ciudad de Caracas a cumplir con mis prácticas de Psicología Escolar. Todos los que me conocen y estudian conmigo saben lo complicada que me ha resultado esa experiencia. Si bien estaba convencido de que había tenido una experiencia satisfactoria en mis días de colegio, volver a una institución educativa ha sido por demás traumante.
Y es que, en principio, no estaba dispuesto a volver en plan de "figura de autoridad" para los niños; esto se ha visto reflejado en el hecho de que, efectivamente, nunca logré evocar ese tipo de respeto en los chicos. Por otro lado, el nivel educativo en el país disminuye más y más cada día y no estaba preparado para tener que lidiar con esas dificultades. No estaba preparado tampoco para la sensación perenne de estar desubicado que siento cada vez que voy hasta allá, porque esos niños tienen tantos problemas y dificultades que no sé nunca por donde empezar, qué atacar, en qué enfocarme. En fin, jueves a jueves desde octubre, he estado yendo a ese colegio contando los meses, días, horas que faltan para terminar esas prácticas. No lo he pasado bien.
Sin embargo, este jueves pasado, uno de los últimos, fue bastante especial. Posiblemente porque ya sé que se está acabando mi tortura y eso me hace estar más tranquilo. Posiblemente porque al final logré establecer algún tipo de nexo con los niños. Posiblemente porque trabajé lo mínimo necesario ese día. Pero hubo algo especial en el aire, algo que me hizo remontarme a mis recuerdos de la infancia y, a diferencia de lo que había experimentado durante los últimos meses, sentirme bien con esas remembranzas.
Cuando llevaba a los niños al pequeño salón donde trabajamos, uno de ellos abrió su cartuchera y le preguntó a la otra "V., ¿quieres esta llave?". La niña, emocionada, lo miró con cara de incredulidad (generalmente ellos dos no se llevan bien... bueno, ninguno se lleva bien) y le contestó "¡sí, sí, claro!". El niño, muy tranquilo, la miró, miró la llave y la guardó de nuevo en su cartuchera. "te la doy cuando bajemos de nuevo al salón", le contestó antes de seguir caminando a su lado hasta el aula donde nosotros trabajaríamos esa mañana.
Esa escena, así, tan simple, tan enternecedora en algunos puntos, tan sencilla, me sacó la más sincera de las sonrisas. Me hizo recordar mis años de colegio, mis días de hermosa ingenuidad infantil. Esa pequeña llave, tan simple, oxidada, sucia, una llave que probablemente no abría nada, me hizo devolverme unos trece años a los días en que yo también recolectaba ese tipo de tesoros infantiles.
No sé que tienen esos años, no sé exactamente qué proceso hay en ese momento (debería saberlo, estudié una materia llamada "Psicología del Desarrollo", por Dios), que los niños tienden a recolectar tesoros, premios, souvenires de su exploración constante del mundo. Los niños recogen pequeños objetos que encuentran en la calle, objetos que encuentran olvidados en sus casas, objetos que no tienen dueño y parecieran no tener valor e inmediatamente los convierten en partes importantísimas de sus vidas.
Todo niño suele tener una caja, un cofre, un bolso o una gaveta donde deposita piedras, tapas de botella, relojes viejos, envolturas de dulces, bolígrafos sin tinta, anillos rotos, cualquier cosa. Y esa caja, esa gaveta, se convierte en el botín de ese niño, se convierte en su bóveda, su caja fuerte, se convierte en el depositario de los recuerdos de cada una de sus aventuras cotidianas.
Por alguna razón, además, siempre son objetos que a las madres les gusta botar, siempre son cosas que a los padres les da hasta asco tener en sus casas. Y mientras más los adultos se empeñan en deshacerse de los tesoros de sus hijos, más se aferran los niños a esos objetos, más se conectan con sus baratijas, más sentimientos les asocian a esos "desechos" que sus padres quieren hacer desaparecer.
Y alguien podría preguntarse cuál es la relevancia con que hable de este asunto orientado a los niños, porque los adultos también suelen guardar cosas y, en muchas ocasiones, también son baratijas u objetos que podrían ser desechables. El asunto es que con los niños es muy, muy diferente. Los niños le atribuyen sentimientos, afectos a los objetos; los "catectizan", dirían los psicoanalistas. En este sentido no hay una mayor diferencia con respecto a los adultos, ciertamente. Pero los niños, dentro de su bendita inocencia e ingenuidad, dentro de su imaginación infinita, le atribuyen significados mágicos a esos objetos. ¿O nunca les ha pasado que se encuentran con esos objetos de la infancia, esos tesoros, y se preguntan por qué demonios guardaban ese pedazo de basura?
Cuando se es niño, se ve todo con los ojos de la fantasía. Lo que es un reloj viejo, para un niño es una brújula que llevaría al tesoro del Pirata Barba Roja. Lo que es una simple roca, para un niño es un diamante alienígena en bruto. Lo que es un bolígrafo seco, para un niño es la pluma de la que saldrá su gran novela detectivesca... Cada uno de esos objetos es una pequeña ventana a un capítulo distinto de ese libro de cuentos que es la mente de un niño. Lo que hay que hacer cuando nos encontremos de nuevo con esos tesoros, es hacer un esfuerzo por recordar qué significaban y sonreír... pues quien sonríe es nuestro "niño interno" (odio un poco esa expresión), nuestro "yo de ocho años".
Cuando subía al salón con los niños, cuando el chico le ofreció la llave a la chica, yo no vi de qué hablaban, sólo supe que era una llave. Ya más adelante, cuando los llevaba de nuevo a su aula, el chico sacó la llave de su cartuchera una vez más, para recordarle a su compañera el trato que habían hecho. La llave tenía forma de corazón.
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