Dejó
caer con estruendo la botella sobre la mesa. Era la décima cerveza que se
tomaba en total, la quinta que bajaba de un solo trago. Sus amigos aplaudieron
la hazaña. Hacían sonidos primitivos, alaridos guturales que no salían de sus
gargantas, sino de las ruinas de aquella primera civilización antigua que
fermentó la cebada para crear una bebida espirituosa; golpeaban la mesa, como
si aquello se tratara de un ritual más propio de primates que de homínidos.
Miró a los lados, exultante, y alzó los brazos en señal de victoria. Sus
acompañantes comenzaron a corear su nombre, a palmearle la espalda, a dedicarle
grotescas carcajadas que esparcían sonidos y gotas de saliva a partes iguales
por toda la mesa. De las mesas vecinas los miraban con reprobación y el mesonero
ya se había cansado de llamarles la atención de todas las formas que había en
el manual.
Quien
viera ese espectáculo desde afuera ni se imaginaría que aquel grupo estaba
compuesto íntegramente por académicos, investigadores, profesores universitarios.
De hecho, el que acababa de hacer el acto de magia —ahora ven esta botella
llena, glup, glup, glup, ahora la ven vacía— era el más eminente de todo el
grupo. El tipo era un psicoanalista o psicólogo —¿cuál era la diferencia?— de
trayectoria reconocida, con innumerable cantidad de maestrías, posgrados y el
ocasional doctorado. En congresos, era el más buscado del sitio. En aquel bar,
aquel hoyo de mala muerte, era solo un borracho escandaloso más, al que había
que llamarle de nuevo la atención para que dejara de molestar con su bullicio a
los demás clientes.
A
él no le importaba mucho lo que pensaran los otros bebedores del lugar.
Acababan de publicarle una de sus investigaciones en la más prestigiosa revista
de divulgación psicológica. “Construcciones arquetípicas de la pareja para
personas que han estado envueltas en dinámicas de violencia doméstica”. Pretencioso,
como debía ser. Inentendible a la primera lectura, como le encantaba a los
editores. Era la fórmula ideal, infalible. Tan pronto le enviaron la
notificación de que sería publicado, contactó al grupo de siempre y salieron a
celebrar.
Después
de esa décima cerveza, la décima de la gloria, se sintió pletórico. También se
sintió acalorado. Desabrochó un par de botones de la camisa, coro de burlas de
sus amigos incluido, y comenzó a echarse aire con la mano. Tenía la frente
perlada de sudor y ya la camisa empezaba a pegársele de la espalda, empapada. Se
disculpó con sus compañeros y anunció que haría una parada técnica en el baño.
Todos empezaron a comentarle las desventajas de ir a orinar la primera vez
cuando se estaba tomando cervezas, que no pararía de ir al baño en toda la
noche, que se volvería un fastidio y que apenas la celebración estaba
comenzando. Él hizo caso omiso a las advertencias y se abrió paso hasta el
baño.
Siempre
había preferido orinar en las pocetas. Se sentía más resguardado en los
pequeños cubículos que estando en los urinarios, expuesto a cualquier bicho
raro que quisiera hacerle algo extraño. Mientras orinaba, el sudor aumentaba en
su cara, como si estuviera corriendo un maratón. De hecho se sentía como si
corriera un maratón: cansado, casi sin poder mantenerse en pie, con la
respiración algo agitada y la visión hasta nublada. Se rió de sí mismo y pensó,
con tristeza, que ya no podía mantener el mismo trote alcohólico que llevaba en
sus años universitarios.
Mientras
se lavaba las manos, escrutaba el sitio. Silbaba mientras se frotaba una mano
con la otra, creando espuma con el jabón dudoso que tenía a disposición. A
través del espejo, pudo ver algo que le llamó la atención. Había un niño detrás
de él. No debía tener más de seis años, con el cabello negro engominado y
vestido pulcramente con una camisa blanca manga larga de cuadros y un pantalón
de gabardina azul marino. El niño lo miraba, atento, jugando con un pliegue de
su pantalón.
Él
giró hacia el pequeño y se acercó, con aprensión.
—Hola.
¿Qué haces aquí?, ¿y tus papás?
El
niño negó con la cabeza.
—¿Están
allá afuera?, ¿los buscamos?
El
niño volvió a negar y esta vez le extendió una mano. El psicólogo se acercó a
él y, sin estar muy seguro de lo que hacía, le tomó la mano al pequeño. El niño
comenzó a andar, guiando el camino.
Salieron
del baño y lo primero en que reparó el hombre fue que el bar estaba vacío. No
había un alma en todo el sitio. De hecho, parecía que nadie había ido a ese
local en años. Había una gruesa película de polvo sobre las mesas y las sillas
lucían desvencijadas y endebles. Las lámparas se veían antiguas, como si
tuvieran cientos de años, y daban la sensación de que en cualquier momento les
caerían en la cabeza. El niño no parecía impresionado o tan siquiera interesado
en todo eso. Simplemente caminó a través de las mesas vacías hasta la puerta.
La
calle ofrecía la misma desolación que la fonda que tenían detrás. No había ni
un solo carro, ni una sola persona caminando. Miró su reloj. Marcaba las nueve
y media. Pero estaba detenido. Se debía de haber dañado hacía muy poco, porque
recordaba con claridad que estaba funcionando cuando llegó al bar, unas horas
antes. El niño, que no le soltaba la mano, seguía caminando, haciendo que él
mismo tuviera que moverse.
Caminaron
una, dos, tres cuadras. Luego tres más, siete más. Caminaron por mucho tiempo,
sin sentir cansancio ni ganas de volver. Él miraba todo con atención. Detallaba
los edificios, los locales, las casas, las entradas del metro, todo vacío.
Había un aire de melancolía en todo aquello que le resultaba atractivo,
acogedor. Vio al niño, que seguía imperturbable, con la vista fija al frente.
Se preguntó de dónde había salido semejante personaje, qué misión tenía. Se
preguntó si aquel pequeñín, si aquella sensación tan placentera, si todo lo que
estaba viendo y viviendo era real.
Giró
para mirar atrás y se dio cuenta de que ya estaban abandonando los límites de
la ciudad. El niño no tenía ninguna intención de detenerse y él tampoco. Se
dejó llevar. Se dejó maravillar. Se dejó acompañar por el infante que, según
como empezó a verlo, lo había venido a rescatar. Ya no le importaba la
psicología, ya no le importaba la academia, ya no le importaban los artículos
publicados, ya no le importaban las cervezas ni los amigos. Solo le importaba
caminar.
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