Living
on a razor’s edge, balancing on a ledge
Iron Maiden
La abuela fue la que inició la moda. La
tradición, digamos, para darle un título un poco más noble y menos frívolo a la
cuestión. Yo no la conocí, pero mi mamá siempre me contaba la historia antes de
dormir, como si se tratara de un cuento para niños oriundos de Transilvania.
Mamá fue quien la encontró, según me contaba,
guindando del techo del cuarto principal de la casa, con las muñecas goteando.
Nadie sabe por qué decidió suicidarse dos veces, cortándose las venas y
ahorcándose. Solo se atrevían a especular que quería quedar bien muerta para
escaparse del suplicio que era para ella vivir con el abuelo. El viejo murió
poco tiempo después, parece que de tristeza, de mal de amores. Murió con una lágrima
en el ojo y el nombre de mi abuela en los labios.
El testigo lo tomó mi mamá. Como en toda
tradición familiar, la hija mayor es quien debe tomar la voz cantante cuando la
madre ya no está. La encontré yo, para acentuar la paradoja. Me había
despertado asustada de un sueño horrible: una vieja tétrica con una soga al cuello
me veía fijamente desde la puerta del cuarto que había sido de mis padres y que
ahora solo ocupaba mi mamá.
Cuando abrí la puerta (la real, no la de mis
ensoñaciones), encontré la mano inerte de mi mamá cayendo con gracia desde el
borde de la cama. En el suelo se iba formando gota a gota un pequeño charco vino
tinto. Me senté junto a la puerta y esperé a que alguien más viniera a darse
cuenta. Lloré un poco. Más por el susto de saberme visitada por una muerta que
por el suicidio de mi madre.
Con el pasar de los años siguieron viniendo.
Suicidio tras suicido, propios y extraños comenzaban a hablar de una maldición
que operaba sobre la familia. Todas mujeres: una tía, dos primas mías, dos
primas de mi mamá. Mi hermana lo intentó en par de ocasiones, pero las dos
veces supe que no le pasaría nada, porque nunca apareció la abuela a avisarme.
Porque eso siempre ha sido fijo: antes de que me avisaran de la nueva muerte de
alguna familiar, ya la abuela me lo había avisado en sueños.
La vieja de la soga al cuello con unas conservas
de coco en la mano, se murió mi tía Martina. La vieja de la soga al cuello con
una muñeca de trapo, se murió mi prima Rosa. Y así cada vez que alguna se
quitaba la vida.
Ahora estoy yo sola en mi cuarto, balanceándome
en el filo de una navaja, bailando con la idea seductora de la muerte. Llega un
punto en que todas las mujeres de mi familia sentimos la urgencia, eso lo
entendí con el tiempo y hablando con mi hermana. Llega un momento en que, así
como los religiosos escuchan el llamado del señor, nosotras escuchamos la
invitación hipnótica de la muerte.
Yo quería hacerlo con una pistola, pero estaba
la presión de la tradición en mis hombros. Las mujeres Mendoza mueren con
navaja y solo la vieja Gisela tuvo la libertad de hacer algo diferente, repetía
una de mis tías, casi con orgullo.
Ya estoy probando el filo de la navaja con la
yema de mis dedos, cuando veo a la vieja de la soga mirándome fijo, moviendo
hacia adelante y hacia atrás un desvencijado triciclo rosado. Se murió mi prima
Daniela, la que no me prestaba la bicicleta. Todavía no me toca.
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