Cuando vio al
ratón moverse con agilidad de un lado al otro de la sala, pasar por debajo del
sofá, de la mesa del comedor y alojarse en el pequeño resquicio que quedaba
entre el seibó y el suelo, sintió una ebullición desde la boca del estómago hasta
la tapa del cráneo para nada parecida al miedo que le generaban aquellos
roedores cuando era un niño. Estaba molesto. Mejor dicho, estaba arrecho. ¿Cómo
era posible que una vaina de esas viniera a joderle la paciencia, si en los
casi veinticinco años que llevaba en aquella casa no había aparecido ni una
chiripa? Su casa era su templo y cualquiera que se atreviera a perturbar esa
paz, debía ser castigado.
Pero bueno, en
honor a la verdad y siendo totalmente sinceros, algo de culpa tenía de que eso
pasara. Desde hacía un tiempo ya no le prestaba la misma atención a la casa.
Hacía años que no le hacía un cariñito, que no le echaba una manito de pintura,
que no le compraba un adornito, unas lámparas nuevas, unas flores para la
fachada. Tenía rato que daba por sentado que aquella casa, imponente y robusta
como su veía al momento en que la ocupó por primera vez, se mantendría igual de
impoluta e infranqueable durante toda la vida. Sin embargo, la presencia de
aquel roedor indeseado le hacía ver que, si no hacía nada por cuidar su hogar y
hacer entender que era suyo, cualquiera vendría a tomarlo por asalto.
Vigilando todas
las posibles vías de escape de su víctima, llamó a voz en grito a su mujer. No
le contestó. Eso también era nuevo. Ella, que siempre había sido tan solícita y
atenta a sus llamados, ahora lo dejaba hablando solo, ¿tú has visto? Después
iba a andar por toda la casa llorando que había un ratón, ¿cómo no va a haber
un ratón, mujer del carrizo, si cuando te llamé para que lo matáramos no me hiciste
caso?
Decidió resolver
él mismo, como siempre había tenido que hacer en esa casa. Corrió hasta su
cuarto, abrió el clóset y buscó una de las miles de sandalias que tenía su
esposa. No alcanzó a ver ninguna. Raro, pero no podía sentarse a pensar sobre
eso. Buscó una de sus botas de trabajo, con el peso y la contundencia perfectos
para la tarea.
Se apostilló
frente al enorme mueble lleno de cristalería a esperar la salida de su enemigo.
El corazón le latía con fuerza. En el pecho se le cocinaba una extraña mezcla
entre la rabia por la intrusión del pequeño animal y la alegría por poder
cobrar venganza de aquel igualado que osaba atentar contra la armonía de su
santuario.
Por una esquina atisbó
el pequeño celaje gris y se abalanzó contra la mancha borrosa que apenas
entraba en su campo visual. Dejó caer el primer zapatazo, luego el segundo y el
tercero sin perder tiempo. No había manera de que el ratoncito siguiera vivo,
pero él continuó con la paliza. Golpeó y golpeó, lanzando alaridos, gritos,
exhalaciones. En algún momento comenzó a lanzar saliva cada vez que botaba el
aire por la boca y de sus ojos bajaron unos lagrimones gruesos de pura rabia y
alivio. Soltó un zapatazo tras otro como si lo que tenía en su mano fuese una
mandarria. Cada golpe bajaba cargado con la frustración por haber permitido
semejante intromisión, por el hecho de que su esposa no le hubiera hecho caso
en el momento en que la llamó.
Al terminar,
estaba tan cansado como si volviera de una jornada en la finca donde trabajaba.
Se sentó en el suelo, contra la pared, y se secó el sudor de la frente y las
lágrimas que le mojaban la cara. En el suelo había un desbarajuste de sangre,
sesos, huesos y pelo. Respiró profundo y cerró los ojos. Sólo en ese momento
reparó en un pensamiento por el que no se permitió hacer escala unos minutos
antes.
En el clóset del
cuarto principal no sólo faltaban las sandalias, sino también toda la ropa de
su esposa.
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