Esa mañana me provocó
visitar a mi padre. Así, de sopetón. Tenía meses que no hablaba con él, meses
que no sabía de él. Meses de olvido. Porque uno suele olvidar a los viejos.
Paradójicamente, uno los suele olvidar justo en la etapa en la que ellos se están
recordando a sí mismos. Porque durante su edad adulta se descuidan, se dejan de
atender para darnos una vida a nosotros… y luego les pagamos con más olvido. Y
lo mismo me sucederá a mí. Y lo mismo les sucederá a mis hijos. Esa mañana me
provocó visitar a mi padre.
La autopista estaba
atestada, nada raro. Era casi un estacionamiento gigante de autos encendidos.
Podías casi palpar la ansiedad de los conductores. “Ahora roban a cada rato en
las colas”, escuchabas de la vecina. En ese momento podías leer esa frase en la
frente de todos los que iban detrás del volante. Yo intentaba recordar la cara
de mi padre. A veces se me olvidaba. A veces quería olvidar su enfermedad, su
senectud, su dificultad para moverse solo, para comer solo. A veces quería
olvidar tanto de él, que se me olvidaba su cara. Tenía meses sin saber de él.
En sentido contrario no
había tanto tráfico, nada raro. Los carros pasaban, unos más rápido que otros,
y yo inventaba pequeños juegos para distraerme. Tratar de leer la matrícula del
auto que pasa junto a ti. Avanza un par de metros. Intenta adivinar la
velocidad del vehículo que viene centellando. Avanza un poco más. Así me
distraía. Mientras una parte de mi cerebro se ocupaba de esto, la otra podía
trabajar en recuperar la imagen de la cara de mi padre.
Apareció una ambulancia
que me llamó la atención de inmediato: iba a paso lento, sin apuros, la luz de
la sirena girando en silencio. No pidió paso, no avisó de una emergencia. Solo
desfiló por la autopista en un silencio inquietante. Sé que no fui el único en
aquel atasco que siguió la ambulancia con la vista hasta que desapareció en el
fondo de mi retrovisor. Sé que no fui el único que quedó cautivado con la
solemnidad de aquella ambulancia.
Una vez alguien me dijo
que cuando las ambulancias iban así, con la sirena encendida pero en silencio,
significaba que llevaban a alguien que había muerto ahí, en la unidad. No
recuerdo quién me contó eso. Lo que sí recuerdo es haber investigado si era
cierto y no haber encontrado ninguna información confiable que me lo
confirmara. Me gustaba tener certeza de los datos que contaba en las reuniones
sociales.
No recuerdo quién me
contó aquello sobre las ambulancias, pero sí recuerdo haber ido preguntándoles
a otras personas a ver si sabían si era cierto. Un amigo que tenía un amigo
paramédico me dijo que sí, que era cierto. Que era una especie de código entre
colegas. Más que un código, era una especie de homenaje… o un lamento, según
como lo vieras.
O un castigo, pensé
también. Imagínate qué cagada. Tu trabajo es tratar de mantener estable, vivo,
al paciente mientras lo trasladas a un sitio donde lo puedan atender y no lo
logras. Además, debes declarar la muerte del paciente. Debes hacer explícito lo
que todos a tu alrededor saben, pero nadie se atreve a confirmar. Debes hacer
real la muerte de alguien. Encima de eso, tienes que encender una especie de
sirena fúnebre, anunciándoles a todos que has fallado.
Quizás estoy siendo
demasiado duro con los paramédicos. Qué se yo de eso. Qué se yo de nada. Sólo
sé que la matrícula del Hyundai azul que venía a toda velocidad en sentido
contrario comenzaba con AAP y que debo avanzar un par de metros más. Ojalá mi
padre me recuerde hoy. Esa mañana me provocó ver a mi padre, pero también
quería que él me viera a mí.
Cuando llegué, mi mamá
estaba sentada en el pequeño jardín delantero, fumándose un cigarro, la mirada
perdida en la distancia. A mamá no le importaba nada. Había perdido el interés
por mi padre mucho antes de que él se enfermara. Progresivamente fue perdiendo
el interés en nosotros mientras nos fuimos independizando y luego perdió
interés por todo lo demás. A mamá no le importaba nada. Por eso no me extrañó
que estuviera ahí sentada en lugar de estar junto a papá, ayudándolo.
No me saludó, sólo me
vio fijamente. Cuando le pregunté por mi padre, se limitó a negar con la
cabeza.
- Ya no está con
nosotros. Está muerto- así de seca. Así de insensible. Así de falta de tacto.
Así era mi mamá.
Cuando llegaron a
asistirlo, me contó ella, dijeron que todavía podían hacer algo por él, que
podían salvarlo. Pero ella sabía que papá no lo lograría, ella sabía que papá
ya no lucharía. Ella sabía que ya estaba muerto. Por eso no los siguió al
hospital.
Una vez alguien me contó
que cuando las ambulancias llevaban la sirena encendida pero sin sonido, era
porque llevaban a alguien que había muerto ahí en la unidad. Ahora recuerdo la
cara de mi padre. Fue él quien me contó la historia de las ambulancias
Hola. Ayer leí este relato en el número 34 de la revista Narrativas. Es curioso... yo también pienso últimamente en visitar a mis padres. Me gustó. Saludos
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