Entonces Esteban me
dijo que necesitaba prestada mi alma un momento. Me explicó, muy someramente,
que debía realizar unas diligencias, unos asunticos rápidamente. El problema
era que la naturaleza de aquellas vueltas que tenía que hacer no era compatible
con su alma, así que necesitaba la de alguien más. Como yo siempre he sido su
buen amigo, decidió pedirme prestada la mía. Con esa misma cara de extrañeza
que tú debes tener ahorita, buen lector, me quedé yo viendo a Esteban
Valdivieso un rato.
Nada de lo que me había
dicho tenía sentido. Pero él siempre había sido así, excéntrico, loco,
estrafalario y extravagante. Era un tipo que andaba por ahí en shores
anaranjados y camisa morada manga larga de satén, con un ocasional turbante
turquesa y unos lentes oscuros que reflejaban en verde. Todo esto cerrado por
unas desgastadas alpargatas que habían visto toda la historia de Venezuela y
sus alrededores.
Esteban Valdivieso se
la pasaba hablando de las energías, de las fuerzas, de las buenas y malas
vibras. Hablaba del espacio, de si estábamos o no estábamos solos en el
universo y qué influencia tenían sobre nosotros esos posibles vecinos
intergalácticos. Se la pasaba comprando velas de color púrpura, inciensos de
aromas extraños como “aguacate”, “kiwi” o algunos con nombres más abstractos
como “felicidad”, “buena fe” o “patria”.
En la casa de Esteban
Valdivieso no había muebles, sino cojines y almohadones forrados con telas
curiosas esparcidos estratégicamente por el suelo, según los veinticuatro
libros de Feng Shui que tenía. Tampoco había puertas, pues por designios de
alguno de los diversos cultos que practicaba, las puertas estaban prohibidas
por ser obstaculizadoras del libre paso de las energías cálidas. Así que, entre
habitación y habitación- que me imagino que no es necesario decir que no eran muy
diferentes una de otra-, lo único que había eran cortinas de una tela
transparente y muy suave.
Es así como, después
del shock inicial por la petición de Esteban, logré darme cuenta que era algo
que no desencajaba con aquel personaje. Me lo imaginé fácilmente despertando en
la mañana y pidiéndole prestada el alma a su mamá para ir a sacar el rif o el
pasaporte nuevo. Algo normal para él. Muy extraño para el resto de los
mortales, como yo.
Pero a fin de cuentas,
Esteban era panita. Era un loco, pero bien agradable. Siempre regalaba comida y
bebida cuando uno iba a pasar un rato en su casa. Siempre hablaba de sus
particularidades, pero nunca obligaba a nadie a creer o practicar lo mismo que
él, cuestión que se le agradecía enormemente, porque no hay nada más fastidioso
que un fanático obligando a alguien a pensar igual que él. Así que decidí
seguirle la corriente esta vez a la excentricidad de Estaban Valdivieso; decidí
prestarle mi alma.
Me citó a las nueve y
media de la noche en su apartamento y si bien yo estaba ahí en la puerta desde
las nueve y cuarto, no fue sino hasta que el reloj marcó exactamente la hora
indicada cuando Esteban abrió la puerta. Tenía una actitud seria y ceremonial
que jamás le había visto. Me invitó a pasar y me sentó en uno de los
almohadones que había en el piso. Me invitó un famoso té chino o japonés que
sabía únicamente a agua de arroz y me hizo esperar un rato mientras buscaba
unas cosas en otro de los cuartos.
Volvió con unos envases
de vidrio, de formas que yo había visto nada más en películas. Uno muy grande,
parecido a un narguile y otros dos más pequeños, que parecían propios del
arsenal de cualquier bruja de Hollywood. Los dispuso estratégicamente en una
mesa baja que había frente a mí y se sentó en un almohadón del otro lado de la
mesa. Se quedó en silencio por unos minutos.
Me explicó una vez más
el propósito de aquella reunión, qué era lo que pretendía hacer. Aunque no me
explicó exactamente por qué, se limitó a mantener su historio de “unas
diligencias” que tenía que hacer y que esas diligencias no eran compatibles con
su alma. Quise preguntarle qué le hacía pensar que la mía sí sería compatible,
pero me quedé callado en el mismo instante en que entendí que hacer esa
pregunta significaba suponer que lo que Esteban estaba haciendo tenía sentido;
hacer esa pregunta suponía tomar como cierto toda aquella locura del traspaso
de almas.
Esteban prendió par de
velas moradas que ya estaban en la mesa, cerró los ojos y en un rictus propio
de un rito de alta seriedad e importancia, comenzó a susurrar unas palabras que
nunca entendí. Habló y habló por unos minutos, al mismo tiempo que batía los
brazos hacia el techo y hacia los lados y contorsionaba las manos como si fuera
una bailarina de danza árabe o de flamenco.
Ya cuando estaba a
punto de reírme y decirle a Esteban que dejara la estupidez, abrió los ojos y
se quedó mirándome fijamente. Una mirada vacía, horrible, perturbadora. Estuvo mirándome
con fijeza durante unos cuantos minutos más. Luego, comenzó a soplar hacia el
envase grande de vidrio que estaba en el centro de la mesa.
Soplaba suavemente,
como si estuviera intentando encender una parrilla. Me quedé un rato mirándolo,
dándome cuenta de que para él nada de lo que estaba sucediendo ahí era un
juego. Cuando desvié la mirada hacia el envase nuevamente, casi me da un
infarto del susto. El envase grande de vidrio estaba lleno hasta la mitad por
una especie de humo morado. Era una sustancia muy parecida al humo del
cigarrillo, con la diferencia del color. Además, el contenido del envase de
vidrio parecía brillar suavemente.
Cuando Esteban terminó
de soplar, me hizo un gesto con la mano, indicándome que debía hacer lo mismo. En
ese punto, podrás entender estimado lector, que ya no entendía qué estaba
pasando, ni estaba tan convencido de que todo fuera una loquetera de Esteban. Así
que, impulsado por sabe Dios qué fuerza universal, empecé a soplar en dirección
al envase de vidrio.
Fue una sensación
extrañísima. Mientras soplaba, sentía como si me desprendieran algo. Como si me
quitaran una costra, pero una costra que estaba en algún lugar muy profundo
dentro de mi cuerpo. Con cada soplo se desprendía más y más… y dolía. Ya cuando
el envase estaba casi lleno, incluso se me escaparon unas lágrimas, pues el
dolor en el pecho se había hecho casi insoportable ya. Al final, cuando el
jarrón de vidrio estuvo lleno, Esteban me hizo una seña para que dejase de
soplar.
Él tomó el envase
grande, lo batió un poco y procedió a llenar los frascos más pequeños que
estaban en la mesa, uno frente a cada uno de nosotros. Tomó el de él y aspiró
el humo morado como si fuera una pipa. Entendí que debía hacer lo mismo.
Si la experiencia de
haber “expulsado mi alma” fue extraña, la de “aspirar el alma de otro” fue
muchísimo más rara. Solo lo puedo describir como ponerse los interiores de otra
persona, como usar los retenedores de alguien más o pero aún… como escribir en
el teclado de la computadora de otra persona. Qué sensación tan incómoda.
Me sentía mareado,
desubicado y la vista se me nubló bastante a causa de aquel humo morado. Llegué
a la conclusión de que Esteban era raro y me había drogado para violarme. Así
que decidí que me tenía que ir inmediatamente de ahí. Esteban no se negó, pero
me dio unas indicaciones, supongo que para saber qué hacer y qué no mientras
tenía su alma. Pero yo no le presté atención, quería irme inmediatamente de ahí
antes de perder la virginidad que me interesaba mantener.
[To be continued y vaina...]
[To be continued y vaina...]
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