No
quisiera comenzar este relato diciendo “erase una vez un pueblo perfecto”, pero
es que lo era. No me gustaría caer en el cliché de describir una civilización
perfecta, incorrupta, libre de todo pecado y de toda malicia, pero es la
descripción que más podría ajustarse a ese pueblo del que tenía pensado
hablarles.
Aquel
pueblo era la perfecta representación de una utopía. Sin embargo, como todos
sabemos muy bien, las utopías se caracterizan por no existir; por lo tanto las
bases de la perfección de la civilización que les describo, eran débiles,
endebles.
La
felicidad de las personas de aquel pueblo se basaba en tranquilidad y
organización. Tranquilidad porque no existía ningún tipo de amenaza hacia su
calidad de vida. Organización porque eran como una máquina: cada quien sabía lo
que tenía que hacer para mantener el status quo que aseguraría, para sí mismo y
para todos los demás, la paz y perfección de la que se jactaban y disfrutaban.
Eran
bastante predecibles, pero eso estaba bien. Estaba bien porque esa predictibilidad
les permitía saber exactamente qué hacer en cada situación específica y les
permitía también identificar cuándo había un evento que no se ajustaba a su
repertorio de situaciones comunes y ajustarse rápidamente a esas novedades.
Fácilmente
podrían pensar que éstas que acabo de nombrar son las características del
pueblo más aburrido del mundo; sin embargo, no era exactamente así. Aquel sitio
irradiaba paz y era capaz de reponer el desajuste físico o mental de cualquiera
que se pasara una temporada en aquel lugar.
Siguiendo
con la retahíla de lugares comunes que es este relato, y como seguramente
podrán imaginarse que sigue, toda esta perfección llega a un punto de término,
a un abrupto final.
Sucedió
que un día, uno de los habitantes del pueblo, que había estado de viaje en una
población vecina, regresó a su casa hablándoles a sus familiares y amigos de
una extraña enfermedad que estaba aquejando sistemáticamente a las comunidades
cercanas.
Como
habría de esperarse, dada la organización de aquella comunidad, todos empezaron
a llevar a cabo las medidas de prevención para protegerse de esa enfermedad de
la que se hablaba. Sin embargo, no contaban con dos aspectos clave con respecto
al tema del extraño padecimiento.
En
primer lugar, ellos no tenían idea del tipo de enfermedad a la que se
enfrentaban; no era una afección física, sino una enfermedad que afectaba la
mente, el alma, la capacidad de razonar y de discernir clara y objetivamente. Segundo,
otro factor del que no tenían conocimiento, era el hecho de que aquel hombre
que avisó sobre la enfermedad, ya estaba contagiado y esa enfermedad era
altamente infecciosa.
Todo
empezó entonces en casa de aquel hombre, a quien podemos llamar El Viajero. Su esposa
estaba acostumbrada a los paseos de su marido, así que siempre lo esperaba con
una buena comida para celebrar que había llegado sano, salvo y lleno de más
conocimiento sobre el mundo exterior.
Normalmente
El Viajero aceptaba con alegría y con regocijo el banquete que su mujer le
preparaba. Sin embargo, como ya pudieron irse imaginando, esta vez fue
diferente. Esta vez saltaron a los ojos de El Viajero detalles que
anteriormente pasaban por alto, pero que esta vez no toleró: ¿por qué esta
comida estaba tan caliente? ¿Por qué esta otra está tan fría? ¿Qué es esa cosa
verde sobre el arroz? ¿Por qué mezcló esto con aquello?
Lo
que empezó como unos simples cuestionamientos, se fue convirtiendo en un ataque
directo contra su esposa, haciendo comentarios que eran cada vez más hirientes,
con la finalidad de que ella terminara dándole la razón.
Como
ya les había contado antes, esta enfermedad que empezaba a padecer El Viajero
era altamente infecciosa y, mientras atacaba a su esposa, ésta se iba
contagiando de la enfermedad también. Cuando el virus se alojó por completo en
su cabeza, ella también estalló y comenzó a contestar a las agresiones de su
marido. La discusión se fue haciendo cada vez más grande, hasta que empezaron a
gritarse y a insultarse.
Los
vecinos más cercanos empezaron a escuchar la discusión y se quedaron perplejos,
pues jamás habían escuchado algo así. Y eso apenas era el comienzo de la
locura. Una vez que aquel virus se había asentado en dos personas, era sólo
cuestión de tiempo para que se propagara en todo aquel pueblo, atentando contra
su perfección, paz y armonía.
La
mañana siguiente a su pelea, tanto El Viajero como su esposa, fueron
contagiando a las personas con las que tenían contacto. Ella discutió con el
dueño del abasto, quien a su vez discutió con su esposa; la esposa del dueño
del abasto tuvo una pelea con su hijo, quien tuvo una violenta discusión con su
novia y ella confrontó violentamente a sus padres.
El
Viajero, por su cuenta, peleó con la persona a la que le vendía las telas que
traía de otros pueblos; éste señor tuvo una discusión con una clienta, quien a
su vez insultó en la calle a un hombre por tropezar con ella. Poco a poco la
red se iba expandiendo; todos se iban contaminando de aquella peste que los
llenaba de odio a todos.
En
cuestión de unas pocas semanas ya tres cuartas partes de la población total de
aquel sitio estaba contaminada con la peste. La gente caminaba por la calle
lanzando miradas de desprecio a los demás transeúntes, atentos a cualquier
señal de agresión para responder con un argumento mucho más punzante que el de
su hipotético contrincante.
Obviamente
la armonía y la organización de aquel pueblo comenzaron a resquebrajarse. El odio
que estaban experimentando hizo que salieran a relucir viejas rencillas y
rencores que no habían sido resueltos ni tratados en orden de mantener la
perfección de aquel lugar. Ya las personas no confiaban en sus vecinos y por
ende, se negaban a trabajar en equipos.
La
gente andaba por ahí deseando no toparse con nadie conocido, para evitar la
molestia de tener que saludarse y dar una exhibición de falsa simpatía, cuando
todos sabían que lo que había era un marcado desprecio.
Ya
cuando la peste del odio se hubo asentado en casi todos los habitantes del
pueblo, la dinámica social había cambiado drásticamente. Anteriormente, las
diferencias que existían entre ellos, se valoraban. Se entendía que dos
personas pensaran de manera diferente acerca de un tema y se apreciaba esa
diferencia como un símbolo de diversidad y de riqueza intelectual y espiritual.
Pasaba
que la enfermedad del odio se alimentaba de peleas, ataques, insultos,
discusiones y discriminaciones; por lo tanto, hacía que las personas buscaran
razones para enfrentarse. Las diferencias eran una “comida” ideal para el virus
del odio y fue así como los habitantes del pueblo, que una vez habían apoyado y
fomentado la diversidad, comenzaron a atacarse unos a otros en base a sus
diferencias de opiniones.
Era
un caos, pues toda posición que alguien pudiera tener con respecto a algo,
tenía una contraparte; y en ese oro lado había alguien dispuesto a fomentar una
discusión en base a esa diferencia. Esa constante confrontación fue
deteriorando aquella sociedad ideal, hasta convertir aquel pueblo en un lugar
donde no era posible vivir.
Gustos
musicales, zona donde vivías, escuela a la fuiste, equipo deportivo al que
apoyabas; todo era razón para que hubiera otro grupo confrontándote y
cuestionándote. Y la peste del odio se alimentaba, se hacía más fuerte y se
negaba a abandonar a aquellas pobres personas que alguna vez soñaron con una
sociedad perfecta.
El
virus se hizo tan fuerte, logró distorsionar el raciocinio de las personas a un
nivel tal, que los habitantes del pueblo iban transmitiendo su odio a las
siguientes generaciones a través de sus hijos. “Él cree en un Dios, atácalo”; “ella
no cree en nada, confróntala”; “ella tiene el dinero que nos pertenece,
boicotéala”; “él y su familia decidieron no tener nada, pisotéalos”, eran las
enseñanzas que le daban a sus hijos, sin saber el daño tan profundo que les
estaban haciendo. Sin saber que contagiar de la peste del odio a una persona de
tan corta edad, era condenarlo a vivir toda una vida de amargura, rencor y
soledad.
El
evento que la gran mayoría coincide que llevó a esta sociedad al total
desastre, fue el protagonizado por el alcalde del pueblo, a quien llamaré
simplemente El Alcalde. El Alcalde era un hombre era un hombre bastante
afectado por dos potentes enfermedades. Una era la peste del odio, que ya para
ese momento tenía un par de años azotando al pueblo. La otra, era una fuerte
adicción al poder, enfermedad que ya de por sí es peligrosísima y combinada con
la peste del odio, mucho más.
Resultó
que estaba totalmente cegado por aquellos dos padecimientos que le aquejaban,
así que basado en sus propios rencores, se decidió a llevar a cabo una
estrategia que le permitiera saciar su necesidad de poder.
Aunque
no estaba consciente (nadie en el pueblo lo estaba) de que todos estaban
actuando en consecuencia de la enfermedad que padecían, sí se había dado
cuenta, porque era un tipo bastante inteligente, de que había algo en la
diferenciación que podía ayudarlo. Fue así como empezó a crear prejuicios entre
sus seguidores con respecto a sus detractores, tal como hacían los padres con
sus niños pequeños. De esta manera se aseguraba una base fiel de seguidores que
lo apoyaran por el simple hecho de llevarle la contraria al grupo que no estaba
con él.
Como
la peste del odio estaba ya tan afianzada en la mente de todos, cualquier
pequeño comentario era como una bomba que había que estallara una confrontación
temible, un ataque incesante entre varias partes que apoyan ciegamente su
propio punto de vista.
Fue
así como se creó la gran fuente de alimento de la peste del odio: la disputa
entre los que apoyaban al Alcalde y los que no. Una disputa que fue haciendo
cada vez más fuerte a la enfermedad y más débil a la sociedad, llevándola a ser
una simple caricatura de lo que alguna vez fue.
Este
es el relato de cómo la Peste del Odio se coló en una sociedad a tal punto que
distorsionó su razón, su pensamiento e hizo que hermanos se enfrentaran entre
ellos por diferencias que en otro momento eran entendidas como parte normal de
la convivencia en sociedad. Cualquier parecido con la realidad, es pura
coincidencia.
Wow César, nunca había leído tu blog y la verdad esta historia me ha encantado :D creo que todos deberían leerla, reflexionar...
ResponderEliminarA mi parecer la cura de esa peste está en nuestras propias manos, en nuestras actitudes y decisiones. Hemos decidido estar enfermos y lo triste es que no nos damos cuenta de lo fácil que sería decidir no estarlo...
Gracias por compartir este texto genial :)